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LOS DADOS DE HIERRO / OPINIÓN

Escalada en Ucrania

Foto: EP
2/10/2022 - 

VALÈNCIA. La guerra de Ucrania ya ha durado más de siete meses y no tiene visos de terminar en un futuro próximo, con lo que parece probable que se extenderá al invierno venidero – siempre un factor imprevisible en las guerras en el este de Europa. Por ahora, por debajo de toda la parafernalia de drones, geolocalizaciones en tiempo real, y presidentes dando discursos vía Zoom o Tik-Tok, la guerra es como siempre han sido las guerras: caos, muerte, destrucción, todo el mundo miente más que habla. Y por supuesto se cumple el viejo adagio de Helmut von Moltke de que ningún plan de batalla sobrevive al contacto con el enemigo.

En el caso de Rusia, aún no sabemos muy bien cuál era el plan. De hecho, no sabemos ni siquiera con claridad cuáles son sus objetivos de guerra, más allá del discurso de Putin afirmando más o menos que “Ucrania es un invento bolchevique y un fruto de la locura de Lenin que no tiene justificación como estado, deberíamos repartírnoslo como un pastel, y nosotros vamos a ir cogiendo nuestra parte”. Si Putin realmente se cree sus palabras, seguramente confiaba en que una rápida y decidida invasión fuese a provocar la huida del gobierno de Kyiv, el colapso del estado ucraniano, y que sus tropas fuesen recibidas con los brazos abiertos. Eso explicaría el tamaño relativamente pequeño de las tropas invasoras (200.000 soldados para un estado más grande que toda la Península Ibérica), y los problemas subsiguientes.

En el caso de Ucrania, de entrada ni siquiera había un plan, más allá de ir improvisando lo mejor que podían frente al invasor. Con una combinación de suerte, inteligencia americana y suministros occidentales lograron estabilizar un frente, y desde entonces han empujado atrás a las tropas que avanzaron sobre Kyiv y Kharkiv (aunque esto puede que solo fuera una finta rusa para avanzar mejor en el sur – no lo sabremos hasta dentro de unos años, cuando los historiadores puedan entrar en los archivos), y a principios de septiembre lanzaron en el este una ofensiva exitosa, muy celebrada aunque demasiado pequeña para cambiar la situación general.

¿Cuánto tiempo más es sostenible esta guerra? Hay muchos y muy sesudos análisis de las reservas de armas, divisas o combustibles fósiles, e intentos de deducir cuando va a colapsar el esfuerzo bélico de uno u otro lado cuando dichas reservas se agoten. Por eso es importante recordar que para las guerras vale lo mismo que para las pensiones, la sanidad pública, la transición energética o alicatar la Luna con azulejos de Lladró: todo es sostenible… si hay voluntad política de sostenerlo. Y la voluntad política es mucho más difícil de medir que los hectómetros cúbicos de gas natural.

En Ucrania parece haber una voluntad bastante firme de resistir y continuar la lucha, como es natural cuando alguien se siente injustamente agredido. Para los medios necesarios, sin embargo, Ucrania depende de la ayuda occidental, sin la cual no tendría ninguna posibilidad de ganar, y muy pocas de mantener la lucha con opciones. Y en Occidente la voluntad política sí que es un poco más vacilante: la guerra está provocando una inflación energética cuyas consecuencias aún no podemos ver en su totalidad (¿un nuevo 1973?), y los gobiernos están todos bajo ataque de populistas locales explotando el descontento. Giorgia Meloni es un ejemplo, aunque precisamente ella, al contrario que Matteo Salvini, es atlantista y apoyará la línea de Washington. Por ahora parece que hay las reservas justas para pasar el invierno sin recortes, si bien con muchas estrecheces, pero si es más frío o largo de lo habitual, las tornas pueden cambiar otra vez. En un mes hay midterms en Estados Unidos. El General Invierno puede ser más determinante en Düsseldorf, Milán y Nebraska que en el oblast de Kharkiv.

¿Y en Rusia? Esa es ahora la gran duda. Todo el mundo ha señalado la enorme superioridad material de Rusia sobre Ucrania – pero pocos tienen en cuenta los problemas para movilizar esa superioridad. Porque el indudable resentimiento por las políticas de estos últimos 30 años de Occidente hacia Rusia sin duda ha servido para que la mayoría de la población rusa esté o bien a favor de la guerra de Putin, o bien se lo piense tres veces antes de manifestar oposición. Pero la cosa cambia si te llega la carta de reclutamiento. Por mucha propaganda y mucho resentimiento, esta no es la Gran Guerra Patria: ni había ni hay una amenaza existencial inminente para Rusia (Ucrania evidentemente no va a capturar Moscú), ni Rusia va a desaparecer (China no lo permitiría). 

Ni siquiera hay tropas enemigas en suelo patrio, y Ucrania se ha cuidado mucho de llevar la guerra a territorio ruso. Muchos que hasta ayer lo veían como un partido en el que animar desde la grada a sus muchachos, si les llega la carta puede que de repente lo vean como una aventura colonial innecesaria y mal planificada, que está durando varios meses más de lo que prometía la versión oficial. Durante la Guerra de Vietnam pasó lo mismo en EEUU. Llamar a filas de los reservistas es una jugada que puede salir bien o mal… pero parece bastante evidente que se ha hecho tarde.

Y luego está la escalada final: la amenaza del uso de bombas nucleares. En principio esto es más un farol que una amenaza real (¡eso esperamos todos!): las armas nucleares llevan con nosotros casi 80 años, y no se han usado desde la Segunda Guerra Mundial. Hiroshima y Nagasaki, en realidad, deberían verse como el punto final de una escalada que comienza mucho antes, quizás en la Guerra Civil Española, con aviones sobrevolando ciudades y dejando caer granadas de mano. Una vez que se normalizó el bombardeo aéreo indiscriminado de población civil, lo que vino después ya solo fue una cuestión de grado: de granadas a bombas de 10 kilos, de 20 kilos, de 50, “revientamanzanas” de una tonelada, incendiarias con fósforo, oleadas de más de mil aviones, y finalmente la bomba nuclear. Y aun así, el ataque a Hiroshima (80.000 muertos) sigue siendo menor que el bombardeo convencional de Tokio unos meses antes (100.000 muertos). Fueron las generaciones posteriores, que crecieron en la Guerra Fría bajo la amenaza nuclear, las que convirtieron el uso de armas nucleares en un tabú, un acto de un grado de vileza tan grande que constituye una línea roja que jamás se debe cruzar. 

Es sencillamente, un arma demasiado terrible, demasiado indiscriminada, y que no se puede escalar: o la tiras o no la tiras. Quizás es exagerado llamar a esto “conciencia mundial”, pero ha funcionado: ni los americanos en Corea o Vietnam, ni los soviéticos en Afganistán, ni los franceses en Argelia, ni los británicos durante la pérdida de su imperio, ni Israel en sus interminables guerra… nadie las ha usado nunca, pese a que en cada una de estas guerras siempre hubo halcones que decían que eran “existenciales”. Rusia no es diferente: en realidad, un ataque nuclear tampoco incrementaría sus opciones de victoria. Atacar a Occidente implicaría una guerra inmediata y la destrucción mutua, atacar Kyiv o Lviv en realidad no influiría mucho militarmente (y le garantizaría el odio eterno de los ucranianos y ser un país paria durante décadas), y usarlas de manera táctica en el frente traería nubes de radiación sobre territorio ruso.

Vladimir Putin, presidente de Rusia. Foto: EP

Pero las líneas rojas cambian. Y si hoy Putin no podría usarlas (¡eso esperamos todos!), deberíamos preparar el terreno para que tampoco las pueda usar su sucesor dentro de 30 años. Y eso implicará tomarse de una vez en serio el “dilema ruso”, muy similar al “dilema alemán” que se planteaba allá por 1900: que el Kaiserreich alemán era demasiado fuerte para ser simplemente “uno más” en Europa, pero a la vez era demasiado débil para imponer su hegemonía. Las dos guerras mundiales fueron intentos alemanes de resolver el dilema mediante una expansión que los hiciese lo bastante fuertes para ser hegemónicos - y la derrota y partición de Alemania en 1945 lo resolvió por la otra vía: Alemania acabó tan debilitada que ya pudo ser, efectivamente, uno más (al menos hasta 1990; desde entonces, económicamente, volvemos a tener un cierto dilema). El mismo dilema lo tenemos con Rusia, así que vamos a tener que tomarnos en serio las consideraciones de seguridad de Rusia: un tratado de desarme nuclear que regule también los sistemas antimisiles, la “finlandización” y neutralización de Ucrania y Bielorrusia, respeto a las minorías rusas allí donde las haya, y una política de seguridad europea que incluya a todos. Lo que buscaba Gorbachov en 1990, lo que se esbozó en los tratados de Minsk de 2014/5, y lo que Occidente nunca implementó, por desidia, por dejadez, por desprecio a Rusia o por lo que sea. Algo que no justifica una guerra, pero que ha dado a Putin el material necesario para manipular a su opinión pública.

Ahora mismo, con Ucrania avanzando, Rusia mostrándose un poco más desesperada, y lo antipático que cae Putin, un acuerdo así parece difícil de conseguir. Por eso vale la pena recordar que el régimen del Kaiser alemán también era antipático… pero que lo que vino después fue muchísimo peor. Y una clase política que ha aprendido todas las lecciones de Múnich 1938 y ninguna de Versalles 1919 parece dispuesta a repetir los errores del pasado.

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