¿Quién hace la Historia? La visión tradicional, defendida aún en ocasiones por historiadores conservadores, es que la historia la hacen los Grandes Hombres. Por eso, hasta el siglo XIX, la mitad del estudio de la Historia consistía en leer biografías de próceres. A partir del XIX, aparece una escuela más progresista, que afirma que la Historia la hacen en exclusiva las fuerzas económicas y sociales, posición abrazada especialmente por los marxistas. Para sorpresa, probablemente, del propio Karl Marx, que dejó escrito que “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”. Es decir, que hay límites a lo que se puede hacer, pero esos límites son bastante más amplios y elásticos de lo que nos imaginamos, y hay muchísimo margen para los hombres. Quizás pocas personas lo han representado mejor que Mijaíl Serguéyevich Gorbachov, último líder de la Unión Soviética, fallecido esta semana.
Gorbachov era un aplicado miembro del partido, graduado en ingeniería agrícola (decía que podía determinar donde fallaba una cosechadora solo por el ruido que hacía), y tenía una hoja de servicio buena sin ser impactante cuando llegó en 1985 a lo más alto del aparato soviético. Su principal virtud era, si acaso, su relativa juventud. Con 54 años, era el primero que no pertenecía ni a la primera generación de dirigentes (aquella forjada por la revolución de octubre) ni a la segunda (los marcados por la Gran Guerra Patria), y traía una reputación de aperturista y reformador. Como sus reformas fueron seguidas por el derrumbe de todo el imperio soviético, cierta extrema izquierda le ha echado la culpa de dicho derrumbe. Pero lo cierto es que en 1985 la URSS era un gigante con pies de barro. Gorbachov no había ordenado las intervenciones en Hungría y Checoslovaquia que minaron el prestigio comunista, ni había iniciado la Guerra de Afganistán, ni causó el desastre de Chernóbil. La economía soviética había apostado en los 70 por la exportación de hidrocarburos – y en 1986 los precios se hundieron a la mitad, dejando al régimen sin divisas. Nada de esto era culpa de Gorbachov.
(Que no fuese culpa suya no quita que Gorbachov fuera parte integral del régimen que tomó esas decisiones, siendo estalinista cuando tocaba, volviéndose khrushchevita cuando tocaba, y reformista cuando se pudo. Jugó según las reglas del juego que se encontró, aunque sin perder el sentido de la realidad. El paralelismo más obvio es con Adolfo Suárez, también realista sin dejar de ser parte integral de un régimen, también convertido al reformismo, y cuya carrera también terminó abruptamente por culpa de un golpe de estado de militares involucionistas.)
Hay algo sorprendente en la caída del imperio soviético: lo pacífica que fue. Quitando el millar de muertos de la Revolución Rumana, hubo muy poca violencia en la caída de una potencia que comandaba -vía Pacto de Varsovia- tres millones de soldados, 60.000 tanques y 40.000 ojivas nucleares. ¿Cuántos dictadores del siglo XX, cuantos imperios en la historia se hubieran ido pacíficamente con semejante arsenal en la recámara? Tras 70 años asustando al mundo, el “evil empire” denunciado por Ronald Reagan se disolvió como un azucarillo ante protestas callejeras. Este es quizás el mayor milagro del siglo XX (un siglo no demasiado generoso con los milagros), y esto es lo que el mundo le debe a Gorbachov. Es una curiosa ironía que, tras pervivir 70 años de la mano de cínicos autoritarios con muy pocos escrúpulos, la URSS se hundiera bajo un sincero comunista (al final se identificó como socialdemócrata) decidido a mostrar que las proclamas socialistas de paz entre pueblos, reducción de armas, soberanía popular, democracia y humanismo iban en serio.
Externamente, Gorbachov rebajó notoriamente la tensión bélica en Europa con acuerdos de limitación de armamento, retiró al Ejército Rojo de Afganistán, y proclamó la “Doctrina Sinatra”: que los aliados soviéticos, en el futuro, se organizarían internamente “a su manera”. Internamente, sus políticas de Perestroika (“reestructuración”) y Glasnost (“transparencia”) intentaron resolver los problemas y el estancamiento mediante una apertura económica y social. Sin embargo, el proceso pronto escapó del control del Partido, algo para lo que este -tras 70 años de “centralismo democrático”- no estaba en absoluto preparado. Particularmente, las diversas nacionalidades empezaron a rebelarse, y las secciones locales del Partido en muchas ocasiones prefirieron ponerse al frente de los faccionalismos en vez de combatirlos. Gorbachov ordenó unas cuantas intervenciones militares en Georgia, Armenia y las repúblicas bálticas (donde no es recordado con demasiado cariño). Finalmente, tras el fracasado golpe de estado del verano de 1991, las diferentes repúblicas socialistas se declararon independientes. Entre ellas, la propia Rusia de la mano de Borís Yeltsin (responsable a la postre de muchas de las catastróficas “reformas” que se atribuyen a Gorbachov), sin la cual ni la URSS ni ninguna federación tenían sentido. Gorbachov reconoció las tendencias, pero se negó a combatirlas por la fuerza. En diciembre de 1991, la URSS se disolvió pacíficamente.
¿Era esta la única vía posible? A las personas nos gusta pensar que vivimos en un mundo racional, tendemos a ver lo que pasó en la Historia (y por ello nuestra propia existencia que resulta de ella) como inevitable, y buscamos justificaciones para demostrar precisamente eso, descartando otras posibilidades. Es el atractivo de las “fuerzas económicas y sociales”, que permiten una interpretación precisamente en ese sentido. Por eso no está de más recordar que en junio de 1989, cuando Polonia celebraba sus primeras elecciones libres (gracias entre otras cosas a la “Doctrina Sinatra” y a que Gorbachov había dicho que no apoyaría un aplastamiento violento de las protestas del sindicato Solidaridad), Deng Xiaoping mandaba los tanques a la plaza de Tiananmén para desalojar a los manifestantes. Varios cientos de personas fueron asesinadas, miles más fueron arrestadas, y las reformas se paralizaron. China recibió una condena internacional unánime y Gorbachov aplausos, pero hoy, pasados treinta años, más de un ruso (uno desde luego: Vladimir Putin) puede estar pensando que Gorbachov se equivocó y que Deng hizo lo correcto. No en el plano ético, pero es que 12 años tras Tiananmén, Occidente dijo que pelillos a la mar, metió a China en la OMC -hundiendo sus propias industrias en el proceso- y le regaló unos Juegos Olímpicos. La ética es importante, pero los negocios, parece, aún más. Rusia por entonces andaba encharcada con la guerrilla chechena, una inflación del 20%, ampliaciones de la OTAN al territorio del Pacto de Varsovia, y la humillación de no haber podido hacer nada cuando Estados Unidos bombardeó Yugoslavia. La sensación de que todo eso pasaba porque Gorbachov había sido “demasiado bueno” era generalizada, y es sobre ella que Putin ha construido su régimen.
Aunque Gorbachov siempre ha defendido que hizo lo correcto y que el problema irresoluble fue que las reformas se iniciaron demasiado tarde, no ha logrado convencer a casi nadie en Rusia, donde la palabra “reforma” es casi un insulto. Tampoco gustan sus denuncias del autoritarismo que ha retornado en varios países del antiguo bloque socialista, incluyendo el suyo. Tiene obviamente muchos admiradores en Occidente, especialmente en Alemania… donde se pasa discretamente por alto que Gorbachov apoyó la “reintegración” de Crimea en Rusia. La suya es una figura trágica, y su tragedia final ha sido no morirse antes de ver estallar la actual guerra en Ucrania, sobre la que Gorbachov (hijo de un ruso y una ucraniana, último gobernante conjunto de ambos países, y sinceramente preocupado por mantener la unidad) no llegó a pronunciarse.
La caída de la URSS dio alas, en los años siguientes, a una hybris occidental, y a proclamar un “Fin de la Historia” que consistía en que todos los países, por una u otra vía, llegarían todos a ser democracias liberales y capitalistas. Una teoría todavía defendida por muchos, que apuntan a que esto, más o menos, es lo que ha pasado con todos los países europeos. Cierto, aunque se le debe poner un matiz importante: todos los países de Europa juntos no son ni la mitad de China. China de hecho es más grande que todo el Norte Global. Y China ha ido por un camino muy diferente, y no parece irle mal. Por razones sociales y económicas, pero también porque Deng era Deng y no Gorbachov. El Fin de la Historia aún no está escrito.