Hoy es 11 de octubre
Nada veo de malo en ser proteccionista si por tal se entiende primar la compra de productos nacionales. Cada vez más comercios colocan la etiqueta “Fabricado en España” en sus artículos. Comprarlos supone reconocer la labor de empresas que, con todo en contra, han sobrevivido a esta crisis. Con sus impuestos, contribuyen a mantener el país en pie
Que quede claro: no soy liberal. No lo digo con orgullo pero tampoco me avergüenzo de serlo. Si he molestado pido perdón a la señora Merkel, al profesor Mario Draghi, a la momia de Milton Friedman y hasta al mismísimo exnovelista Mario Vargas Llosa. También hago extensibles mis disculpas al director de este diario, liberal de buena fe y sin truco, de los pocos que hay.
No siempre renegué del liberalismo (hablo del económico, no del político ni del cultural). De joven me creía eso de la libre competencia. Pensaba, ingenuamente, que un comercio internacional sin trabas traería la prosperidad a todos. Luego, cuando me fui convirtiendo en un carcamal, vi que el liberalismo, como casi todo en esta vida, escondía una trampa. Quienes defendían la libre competencia —las grandes corporaciones, por ejemplo— hacían lo posible por obstaculizarla creando oligopolios y pactando precios. El liberalismo y su criatura más preciada, la globalización económica, no trajeron el bienestar prometido sino más precariedad laboral, pobreza y desigualdad a los europeos. Gracias a ello, la carne del trabajador occidental cotiza hoy a la baja: una ganga, un chollo en rebajas permanentes.
Si ha llegado a leer hasta aquí, lo cual tiene cierto mérito, tal vez pensará que soy un proteccionista como la mala bestia de Donald (¡Dios perdone a América!) o el taimado de Vladímir. Eso sería faltarme el respeto porque, en primer lugar, soy un hombre educado que nunca ha insultado a mujeres, negros, musulmanes, chicanos o periodistas y, en segundo término, nunca he mandando dormir a un adversario político con unas prudentes dosis de polonio. Estoy hecho de otra pasta a la de Donald y Vladímir. Soy, si se quiere, el rostro amable del proteccionismo.
"Mientras tenga cincuenta euros en el bolsillo, los gastaré en unos zapatos de Elda antes que dárselos a un empresario de Shanghái"
Ser proteccionista significa, a mi juicio, mirar la etiqueta de un producto y comprarlo si está hecho en nuestro país, siempre que se pueda. Pero no quiero dármelas de exquisito porque también he adquirido, como la mayoría de los consumidores, ropa fabricada en Bangladesh, Turquía o Tailandia, que son algunos de los países en los que producen las más conocidas firmas de moda. No me enorgullezco de ello; más bien me sucede lo contrario: me avergüenzo de llevar un jersey cosido, con toda seguridad, por un paria asiático que trabaja en un régimen de semiesclavitud.
Esta situación no es nueva; arranca, como poco, de los años noventa cuando la Unión Europea abrió las fronteras a los productos de China, artículos baratos y de mala calidad pero aptos para los bolsillos empobrecidos de los españoles. En descargo de los chinos hay que reconocer que algunos empresarios de aquí, con su incompetencia y adocenamiento, se lo pusieron fácil. En poco más de un decenio se cerraron miles de empresas y centenares de miles de trabajadores perdieron sus empleos. Posiblemente estos parados no entiendan las bondades de la globalización y del libre comercio.
Quizá como respuesta a la omnipresencia de productos no europeos, cada vez más comercios colocan la etiqueta “Fabricado en España” en sus productos. Yo la he visto en zapatos, camisas y cinturones. Comprar esos artículos supone reconocer la labor de empresas que, con todo en contra, han logrado sobrevivir a esta demoníaca crisis. Con sus impuestos, están contribuyendo a mantener este país en pie. No cabe decir lo mismo de aquellos que venden aquí para repatriar el dinero a sus lugares de origen.
Por tanto, nada veo de malo en ser proteccionista si por tal se entiende primar la compra de productos españoles sobre los fabricados fuera de la Unión Europea. Un liberal de los del colmillo retorcido, amamantado en los pechos de una escuela de negocios, me mirará, con una mezcla de desprecio y displicencia, imaginando que soy un iluso. Defenderá que el sueño envenenado de la globalización ha producido monstruos que escapan ya a nuestro control. Hay algo de razón en ello. La guerra puede estar perdida pero la última decisión sigue siendo mía. Mientras tenga cincuenta euros en el bolsillo, los gastaré en unos zapatos de Elda o en unos cuchillos de Albacete, antes que dárselos a un empresario de Shanghái.
Si a eso lo llaman ser proteccionista, nacionalista económico de pocas luces o enemigo de la fraternidad de los pueblos, lo soy con pleno convencimiento, por mucho que Mario Vargas Llosa me lo recrimine amablemente cuando coincidimos, en algún sarao en Madrid, en presencia de su novia filipina. ¿Por qué estos liberales siempre han sentido debilidad por los lujos asiáticos?
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