VALÈNCIA. Que Cesc Gay ha querido hacer algo diferente a lo que esperamos de él resulta indudable al ver Félix. Encontramos el protagonismo masculino habitual en su cine, a través de, otra vez, un hombre más bien desconcertado e inseguro como en Truman (2015), y apartado del mundo como en Ficción (2006); están también la soledad y el dolor existencial como modos de vida. Pero Félix no es compleja, ni es ese estudio de la cotidianidad que caracteriza sus relatos, o ese retrato de la fragilidad de las relaciones, sean de pareja o no, y que es la sustancia de los títulos citados o de las magníficas En la ciudad (2003) o Una pistola en cada mano (2012). Esto es otra cosa.
Un hombre ha perdido a una misteriosa mujer de la que se ha enamorado y comienza su búsqueda, tozudo e inasequible al desaliento. Ha perdido su objeto amoroso (y aquí objeto tiene todo el sentido) y en ello, en la necesidad de encontrarla, cifra el sentido de su vida en ese momento. Por el camino, durante la investigación, encontrará una gran trama criminal, algunos amigos y muchas preguntas. Todo ello en un pequeño pueblo de Andorra rodeado de nieve y bosque, al que se ha retirado.
Quizá y principalmente Félix es un ejercicio de estilo, a veces demasiado evidente. Un historia que bebe de Hitchcock, en su versión de inocente atrapado por los hechos, y de los hermanos Coen, sobre todo de Fargo (en cualquiera de sus formatos, cinematográfico o televisivo). Un thriller que parte de varios clichés del género y no está muy claro que sea para superarlos o jugar con ellos: un hombre más o menos corriente que se ve metido en algo que le sobrepasa, la amada desaparecida que ha trastocado la vida del protagonista y que acaba resultando algo bastante parecido a una mujer fatal, sicarios algo extravagantes, corrupción policial, crímenes en la nieve.
Dice Gay que la televisión es más juguetona que el cine, más de evasión, de relax; que no es un lugar para llevar personajes demasiado ambiguos. No es fácil estar de acuerdo con él, teniendo en cuenta la de cosas que hemos visto en las series. Más bien parece lo contrario, el lugar idóneo para construir personajes complejos y difíciles, llenos de recovecos, desde el doctor House, hasta Don Draper, pasando por Alicia Florrick, Hannah Horvath, Walter White, la familia Fisher de A dos metros bajo tierra y el conjunto de seres atormentados de The leftovers, por citar solo los primeros ejemplos que vienen a la cabeza.
Pero lo cierto es que su serie cumple con esa premisa y Félix, ni el personaje ni la serie, buscan la complejidad o la ambigüedad moral o psicológica. La complejidad, al contrario que en el cine de Cesc Gay, se deja para la trama, pero no para la psicología de los personajes o para su relación con el mundo. Como él mismo afirma, los personajes de sus películas esconden pero Félix no esconde nada, es transparente. Y es cierto. Y desconcertante. Este Félix, este tímido escritor que no escribe, se muestra como un libro abierto, un poco con la ingenuidad de un niño que llega a resultar irritante: lo pregunta todo, no entiende nada, se mete en todos los charcos, señala con el dedo y despierta una mezcla de sentimientos entre la ternura y el fastidio.
Por su parte, el personaje femenino está configurado exclusivamente como objeto de deseo del protagonista, y eso determina tanto su apariencia física como su función en la narración, mero detonante para poner en marcha al personaje central y darle una razón de vivir. Es exótica (es china), tiene el cuerpo bellamente tatuado y es convenientemente misteriosa. En realidad, tiene sentido dentro el relato que sea así, puesto que corresponde al punto de vista de Félix; está construida por su deseo, como tantas mujeres en las ficciones. Pero acostumbradas a esas mujeres tan reales y creíbles que pueblan la filmografía de Cesc Gay, resulta chocante esta Julia tan irreal y tópica. Lo que le sucede al personaje, que no desvelaremos, no hace más que incidir en esa condición de cliché narrativo mil veces visto. Tal vez podíamos esperar del creador un relato menos atado a convenciones de género (en las dos acepciones de la palabra) o dispuesto a subvertirlas.
Y es que la serie es, como su propio título indica, Félix, el personaje central, omnipresente, no vemos nada que él no vea. Un personaje hecho por y para Leonardo Sbaraglia, que es un excelente actor, nada que no sepamos. Sin embargo aquí, aunque da muestras indudables de esa excelencia, a veces resulta tal vez demasiado esforzado, como si viéramos el engranaje. Somos muy conscientes de estar ante un intérprete que está componiendo un personaje: sus andares vacilantes, su mirada huidiza, la pose apocada, el habla queda. Probablemente tiene que ver en ello el hecho de estar configurada la serie como un ejercicio de estilo, pero empaña algo el resultado final.
Un elemento de gran importancia narrativa y estética es el paisaje. La nieve, el bosque, la montaña son espacios privilegiados, utilizados tanto por su belleza intrínseca como por la relación, sobre todo el contraste, que establecen con los seres humanos que los habitan. Su presencia poderosa refuerza el desconcierto del personaje, su inseguridad y sus dudas, sobre todo en los planos generales que le muestran perdido y solo, además de configurarse como un lugar en el que pueden esconderse cosas y personas, bajo la nieve o en el bosque, o ser territorio de violencia y muerte.
Este paisaje y el modo en que se usa es uno de los aspectos que más acerca Félix a Fargo (la serie y la película). El otro es el sentido del humor, menos grotesco y negro en la obra de Cesc Gay, pero sí irónico y esquinado. Un buen ejemplo es el amigo del protagonista, ese hombre de pueblo leal y extravagante, servido con gran talento por Pere Arquillué, que resulta uno de los hallazgos de la serie. Pero el propio protagonista también es objeto de ironía, ese Félix a veces tan cargante y siempre en el filo de lo insufrible en su apocamiento y su tozudez. Es un ejercicio narrativo arriesgado pero hay que decir que ahí la serie logra mantener el equilibrio.
Este sentido del humor, a ratos muy evidente y a ratos subterráneo, impone un tono muy particular, que se mueve entre la tragedia y la farsa. Esa es una de las grandes preocupaciones de Cesc Gay, encontrar el tono y mantenerlo, de hecho, el cineasta afirma que el trabajo de un director es que no se vaya el tono, porque el tono es el alma de la película. Y ciertamente, toda su obra es una demostración de esta creencia. Félix es, en el fondo, una película larga y no tanto una serie de seis episodios. Esto, que se ha convertido casi en un cliché al hablar de las series digamos de autor, resulta particularmente cierto en este caso. Los capítulos no tienen especificidad en sí mismos, se trata, simplemente, de una historia dividida en seis partes que mantienen la continuidad sin mostrar diferencias entre ellas.
Félix acaba resultando la obra de un cineasta al que a veces cuesta reconocer en la serie, alguien a quien no parece interesarle ahondar en su universo autoral. Su empeño es más bien el de ofrecer una historia bien construida, ligera y entretenida. En ese caso, reto conseguido.