Intelectual de los de antes y uno de los grandes expertos en Blasco Ibáñez, Fernando Millán Sánchez forma parte de la memoria política de la Comunitat Valenciana. Amigo del diálogo y sin miedo a resultar incómodo, sigue luchando por reivindicar el peso y la cultura de su tierra de adopción
VALÈNCIA.- «No te preocupes porque los ciegos se ganan bien la vida con la limosna» son las palabras que Fernando Millán Sánchez todavía guarda en su memoria y que, según le contaron, le dijo su abuelo paterno a su padre cuando nació con una enfermedad en los ojos. La sentencia no se cumplió y el nieto, que nació el 21 de septiembre de 1939 en la población manchega de Montealegre del Castillo y que a los cuatro meses sus padres se trajeron a vivir a València, se convirtió en un hombre con estudios que a lo largo de su vida ha sido educador, librero, escritor, político, historiador, editor, conferenciante y columnista, además de un apasionado de Vicente Blasco Ibáñez, de quien es un gran divulgador hasta el punto de ser considerado su biógrafo político.
Millán ha acudido puntual a la cita en la Biblioteca de la Nau de la Universitat de València. Viste impecable y refleja un buen semblante. Está contento. Se le nota. Ha vuelto al sitio donde siendo joven hizo dos años en Filosofía y Letras como complemento de Ciencias de la Educación, carrera que estudió en Madrid. Los recuerdos fluyen en su memoria. Cuenta anécdotas como si hubieran sucedido ayer. Su memoria también es impecable. Se ríe en un gesto de complicidad con esos recuerdos y comparte algunas vivencias. La juventud era otra. En la planta alta se impartía Filosofía y Letras, donde había más mujeres que hombres, entre ellos él, que eran la envidia de los que estudiaban Derecho en la planta baja; todos del sexo masculino. «¡Qué tiempos aquellos!», musita sin dejar de sonreír.
Hay tanto que hablar con él. Su infancia en la posguerra, sus aspiraciones literarias, sus múltiples profesiones, su pasión por la historia, sus reflexiones sobre la identidad valenciana, su paso por la política y, por supuesto, su pasión por Blasco Ibáñez, a quien ha estudiado tanto que al escucharlo hablar sobre él deja la sensación de que solo le faltó conocerlo en vida. Su lúcida memoria sorprende cuando habla de sus primeros años de vida y cuenta que viene de una familia humilde, cuya madre era analfabeta y criada y su padre, pastor de cabras.
«Al nacer en un pueblo chiquito de Albacete yo estaba condenado a vivir de la limosna como ciego, pero la vida cambia y mi padre, que había ido a la guerra con los republicanos, pero no había completado el servicio militar, tuvo que terminarlo en el cuartel de intendencia de la plaza del Pilar, en València, a donde nos trasladamos a vivir». Gracias a que su madre lo llevó a Albacete con el doctor Nicolás Belmonte, cuyo nombre aún recuerda, se curó de las úlceras que le impedían ver. «A él le debo el poder ver —expresa agradecido con su madre y con ese médico— que fue para mí como si fuera Dios». Son historias de su infancia que Millán aún guarda en su corazón, con dolor pero agradecido.
En el barrio del Pilar vivían en una habitación que les alquilaban y estaba justo en la zona donde se ejercía la prostitución. De hecho, una hija de la familia con la que vivían era prostituta. Eran tiempos de mucha pobreza, hambre y terror. La casa estaba al lado del cuartel donde su padre hacía el servicio militar. Pese a todo, Millán dice que tenía una ventaja sobre los demás niños, porque su padre, que fue intermediario entre el cuartel y los que hacían el extraperlo, robaba alimentos de los soldados y los llevaba a casa para venderlos o repartirlos entre amistades o vecinos. Él tenía unos dos años y sentado en la puerta de su casa comía ‘chusco’, un pan grande que daban a los del cuartel. «Los niños se ponían a mi alrededor, viéndome, y yo les daba un poquito».
* Lea el artículo íntegramente en el número 91 (mayo 2022) de la revista Plaza
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