El otro día veía un documental sobre cocina donde Dani García rendía homenaje al chef japonés Nobu Matsuhisa y, Dios mío, todo era tan trascendental, tan cotidianamente trascendental. Oh, Dios mío, se ha retrasado el avión, oh, Dios mío, ha llegado por fin, oh, Dios mío, me da la mano, oh Dios mío, ha dicho que va a ir al hotel a descansar antes de la cena.
Todo estaba envuelto en un halo de misticismo, rociado de una mitomanía de gran calado que alcanzaba hasta las cosas más simples, como una tabla de cocina o un saludo de manos. Estaban haciendo historia, tan conscientes de estar haciendo historia.
Que yo no niego que sean grandes cocineros, con mucho que decir pero me pregunto si no se nos está yendo un poco de las manos. ¿Gastroenteritis ha dicho que tengo, doctor? No, gastrotontitis, he dicho GASTROTONTITIS.
Si viniera alguien de los años ochenta en su Delorean, pensaría que definitivamente hemos enloquecido, no reconocería este castizo país surcado de brunches, ramenes, ceviches, munchies que se aplacan con toppings, de gastroemociones que impelen a desarrollar una gastroactitud.
Recuerdo que un amigo estuvo varios años fuera de España y al regresar pensó que le estaban gastando una broma de cámara oculta, todo el mundo hablaba raro, muy raro: fue la moda Chiquito de la Calzada.
Esta temporada viene pegando fuerte la foodietontería que no es más que otra moda, una costumbre pasajera y por ende superficial. Velaskes, ¿yo soy guapa? No me sorprendería cualquier día encontrarme por la calle a alguien con unos huevos Benedictine por sombrero, porque quedan bien a cualquier hora del día, o echándose un echarpe de brócoli al cuello, que es muy sano y ligero.
La comida está de moda, colgarse la etiqueta de foodie está de moda y eso por una parte está muy bien porque ayuda a difundir la cultura gastronómica que se expande como el universo pero por otra arrastra a toda una legión de pretenciosos más preocupados por el símbolo que por la idea, más seducidos por la promesa del eslogan publicitario que por el producto real. Velaskes, ¿yo soy guapa?
Por lo visto, el placer de comer no es suficiente, hay que trascender a través de la comida, hay que formar parte de una clase social a través de la comida, hay que alcanzar la posmodernidad a través de la comida, lo que me lleva a pensar que en el fondo los que así actúan no aman la comida, no la quieren por ella misma sino que la utilizan para otros fines.
Por supuesto, el postureo no es exclusivo de la gastronomía. ¿Cuánta tontería no creció alrededor de Bolaño o de Leopoldo María Panero?, ¿cuánta gente hay a la que más que gustarle la literatura, lo que le gusta es que le guste la literatura, como decía Olmos?, ¿cuántos viven en la postura más que en la emoción, en la foto de Instagram más que en la mirada única y efímera del mundo? Velaskes, ¿yo soy guapa?
Yo misma, escucho una canción en Radio 3 que está a punto de ser un bodrio, y me suena infinitamente mejor que si la oigo en los 40 principales.
¿Y qué hago escribiendo sobre gastronomía, si mis palabras no se comen, acaso aspiro a trascender, aunque sea hacia otras mentes?
En fin, que para compensar toda esta gastrotontitis que a menudo nos asalta, a veces me pongo el Celebrity de Muchachada Nui de Ferrán Adrià, y me parto de risa con todas las foodietontás, que diría Reyes. Y no porque Ferrán no sea un genio, que lo es, sino porque cualquier genialidad elevada al paroxismo resulta risible, porque es sano rebajar la pretenciosidad y el afán de trascendencia. Velaskes, ¿yo soy guapa?