En la región de Ammassalik sus habitantes todavía dependen de la caza y pesca tradicionales, un modo de vida que va desapareciendo a pasos agigantados por la globalización y el cambio climático. Aun así, siguen apostando por su pueblo, negándose a abandonar sus hogares y su cultura ancestral
VALÈNCIA. En el reino de los hielos la supervivencia nunca ha sido un regalo. Lo saben los inuit de la región de Ammassalik, cuyo modo de vida se derrite en un mundo en el que año tras año se baten récords de temperatura. Noticieros y estudios lo corroboran: en 2019 Groenlandia rompió todos los récords con 586.000 millones de toneladas de hielo derretido, según un estudio publicado en Communications Earth & Environment. Más allá de esas cifras, el deshielo y sus consecuencias son una realidad a la que se enfrentan diariamente las cerca de 57.000 personas, en su mayoría de origen inuit, que viven en una de las regiones más inhóspitas y gélidas de la tierra.
En lo alto de una colina en Kulusuk, al este de Groenlandia, Francesc Bailón, antropólogo especializado en la cultura inuit y profesor universitario, explica que los habitantes se reparten en veintiún grupos tribales a lo largo de las tierras árticas: Alaska, Canadá, Rusia (Chukotka) y Groenlandia. Antes, matiza que en la lengua inuktitut inuit significa «personas o seres humanos» y para ellos Groenlandia es Kalaallit Nunaat, que significa «la tierra de las personas».
Bailón comenta que de esta manera se separan claramente del término esquimal, que significa «el que come carne cruda». «Llamarles esquimales es casi un insulto, es como compararles con los aborígenes que cruzaban el estrecho de Bering desde Asia hace más de cuatro mil años», comenta el experto.
Mientras lo cuenta, al norte, los bloques de hielo se desplazan en el fiordo. Contrasta con lo que ocurría en los años de juventud de Avannaa, en los que podía salir sin problemas con los trineos de nieve hasta principios de mayo. Sin embargo, hoy duda de que, a finales de marzo, sea posible recorrer todo el fiordo helado y llegar sin peligro de caer al mar hasta el glaciar Knud Rasmussend, ubicado a ochenta kilómetros de allí.
Hace frío pero nada que ver con el gélido invierno —con temperaturas de -50 ºC— que queda atrás. Ahora, la primavera brinda la posibilidad de coger los trineos de perros para cazar y pescar (parte de la comida es para los perros porque son los que les ayudan en sus tareas). Avanna lleva haciéndolo medio siglo y explica alegremente que «la primavera es un periodo fundamental porque, por fin, se puede salir con los trineos de perros esquivando las tormentas».
Un tiempo próspero que los inuit deben aprovechar pues el cambio climático está haciendo que las estaciones intermedias se reduzcan, dejando a penas tiempo para esta actividad. Además, casi no reciben ayuda del exterior por lo que su supervivencia depende de ellos mismos; al igual que lo han hecho toda su vida.
La vida se concentra en el asentamiento de Kulusuk, en el que viven 212 personas. Está salpicado de acogedoras cabañas de madera en las que refugiarse de las bajas temperaturas. El hogar Justus es de los más acomodados pues tiene agua corriente y sale caliente, así que su familia se puede duchar en casa. No es lo habitual porque la mayoría de los habitantes tiene que ir a los baños públicos del pueblo. A pesar de ese lujo, al igual que el resto, no tiene alcantarillado así que los desechos del inodoro se acumulan en una bolsa negra que se cambia cuando es necesario. Una vez llena, se desecha en las inmediaciones del poblado.
En esa vida, a caballo entre lo antiguo y lo nuevo, mantienen su máxima de no alterar el entorno. Se adaptan a él sin transformarlo. Para ellos, hombres, animales y plantas merecen el mismo respeto y forman parte de un todo. Una filosofía que transmiten muy cuidadosamente generación tras generación.
Justus comparte lo que tiene en una cena que fluye entre conversaciones y tiempos pasados. Lo propio hubiera sido obsequiarle con algun presente, como una botella de vino, pero Francesc Bailón ya había advertido de que no se regalara ninguna bebida alcohólica, pues el alcoholismo ha golpeado muy duro a esta cultura. Los datos son escalofriantes: Groenlandia tiene el mayor índice de suicidio infantil y una tasa de violencia de género y abusos a menores que roza el 30%. Unos datos que los expertos atribuyen al exceso de alcohol, drogas e ignorancia sobre los derechos de la infancia. De ahí que se esté intentando crear conciencia de no beber.
Durante la velada, Francesc explica la situación económica en la zona: «En las comunidades del este de Groenlandia las ayudas del Gobierno de Dinamarca llegan mucho más racionadas que en el resto de las regiones. ¿La razón? Muy sencilla: la pesca y el turismo son mucho más escasos que en el sur o en Disko Bay, al oeste de la isla. —Y remarca— Esta región es deficitaria y la intención es despoblarla».
En ese entorno tan hostil es complicado entender por qué los inuit se resisten a dejar su tierra y moverse a lugares más amigables. Un pensamiento que se disipa cuando oscurece y llega la noche. Porque sí, las noches en el Ártico son sagradas, casi mágicas. En torno a las 22 horas unas cortinas de luz verde y magenta se forman y empiezan a bailar a ritmo de unos silbidos que se escuchaban por el pueblo. «¡Assarnerit!», grita Avanaa desde la ventana de su cabaña. El espectáculo es grandioso.
Cada cultura tiene sus leyendas sobre la aurora boreal. En el caso de los inuit se cuenta que las luces del norte son el sendero que conduce a las regiones celestiales a las almas que perdieron la vida de forma violenta. Ellos silban para que se acerque y poder comunicarse así con los espíritus. Su cultura está ligada de forma muy fuerte a la naturaleza y los animales; viven muy cerca y con dependencia absoluta del medio. Creen que cada animal, objeto o fenómeno tiene su Anua; una especie de alma. Por eso, la naturaleza es motivo de admiración y respeto.
Es momento de partir. Los perros aúllan ansiosos por empezar su actividad. Un estruendo que se silencia con el primer chasquido del látigo de Justus. En ese momento, los perros empeziezan a tirar y el trineo a alejarse por el fiordo helado. El jadeo de los perros y el de los patines deslizándose por la nieve es hipnótico y el paisaje magnético: un desierto de hielo y montañas nevadas infinito, sin un alma en al menos 50 km en línea recta. Un horizonte dominado por los icebergs que están congelados con el fiordo y se levantan como catedrales. En verano, seguramente, floten en ese mar que está bajo los pies. Y en ese breve instante se comprende por qué nada será capaz de arrancar a esta gente de su hogar.
* Lea el artículo completo en el número de septiembre de la revista Plaza