Nos dimos cuenta de que no había electricidad porque no se me estaba cargando el móvil. Abrimos el grifo y tampoco había agua, así que bajamos a comprar varias garrafas por si acaso. Enseguida me acordé de lo que siempre nos dice mi madre: hay que hacer despensa… por lo que pueda pasar. A veces la llamamos exagerada, pero siempre acaba teniendo razón. La última vez que hice inventario de su alacena (uno de mis pasatiempos favoritos), contabilicé 15 botes de miel, 20 mermeladas caseras, nueve latas de conservas de pescado, tres tarros de bonito en aceite, seis de legumbres o cuatro de aceitunas. Es una mujer de recursos.
El supermercado más grande de la zona había cerrado, eran poco más de las dos de la tarde. En uno pequeñito compramos garbanzos cocidos, espárragos y unas latas de atún. En efectivo, claro. Otra de las grandes lecciones de mi madre: “lleva siempre dinero encima, ten siempre dinero en casa”. Pregunté por plátanos, pero ya habían volado. También el pan. Si no hubiera tenido, yo me hubiera tirado en plancha a por los frutos secos, creo que están minusvalorados en esta sociedad de las mil dietas absurdas. Parece que en las grandes cadenas la fiebre por el papel higiénico estaba viviendo su volumen 2, cinco años después del confinamiento. El ascensor no funcionaba, claro, así que cargamos dos garrafas de ocho litros cada una y subimos las catorce plantas a pie.
Cuando llegué a mi casa, comí la sopa que me había hecho la noche anterior (brócoli, kale, espinacas, romero, albahaca, orégano) y una ensalada improvisada con caballa en aceite, aguacate, rabanito, aceitunas, cilantro y pipas de calabaza. Mi mente obsesivamente gastronómica no podía dejar de pensar en recetas con los ingredientes que tenía en casa y que no necesitaban cocción: para merendar, yogur de coco, arándanos, nueces y cacao puro; para cenar, quizá pan con queso y sobrasada, por aquello de permitirme algo excepcional en una situación extraordinaria. Me encanta la cocina que no necesita más que lo que tienes en casa, la creatividad instalada en lo que ya existe. Mis opciones también contemplaban, evidentemente, todo lo que tenía congelado, porque me niego a tirar comida.
Después de comer me entró el sueño, así que dormí una hora de siesta. Pequeños lujos que una se permite cuando no puede trabajar. Tenía muchas cosas que hacer, pero no quería gastar la batería del ordenador porque era la única manera que tenía de cargar el móvil. Me despertaron del letargo vespertino las voces de mis vecinos, que estaban charlando en la calle. No hay nada como el barrio, la mejor red social del mundo. Mi vecina Rosa me dijo que ellos tenían gas, por si necesitaba cocinar algo. Risas nerviosas, estupefacción, sorpresa, preocupación. A todos nos inquietaba lo mismo: no saber nada de nuestras familias que viven en otras ciudades. Pero también se palpaba en el ambiente esa inquietud alegre de cuando sucede algo inesperado y que no controlas, la incertidumbre ante algo que ocurre por primera vez. A pesar de todo, en Altea se vivió con tranquilidad. Paradójicamente, en un pueblo hay más recursos que en una ciudad para afrontar este tipo de situaciones. Uno de mis vecinos iba pertrechado con la caña de pescar y su novia se iba con él, “porque total, no tengo nada más que hacer”, me dijo resignada a la par que divertida. Me vino a la cabeza uno de mis sueños recurrentes: quiero vivir en una casa en el campo, tener huerta y gallinas, ser autosuficiente. La verdadera libertad, eso es.
Eran las ocho de la tarde, salí a dar un paseo. Tuve la precaución de coger un frontal. Nota mental: tener siempre en casa linternas, pilas, cerillas y velas. Otro de los grandes consejos de mi madre. Mujer precavida vale por dos, dicen. Normalmente en ese recorrido de 7 kilómetros escucho un podcast o aprovecho para hacer un par de llamadas. Pero ayer no llevé el teléfono, para qué. Y entonces recordé que me gusta infinitamente más mirar al mar que a una pantalla. Me propuse hacerlo más a menudo, porque es tremendo el enganche a ese puñetero recuadro brillante que no mide más que un palmo. Escucho la conversación entre unas veinteañeras: “A mí lo del móvil me da igual, pero me gustaría tener televisión para al menos poder ver una serie”. No sé en qué momento nuestra existencia empezó a girar alrededor de los aparatos electrónicos, pero qué absurdo. Existen la lectura, los juegos de mesa, la pintura, la fotografía, la escritura, el baile. Contemplar la belleza sin más ya es una gran tarea. Porque la naturaleza sigue latiendo y floreciendo, los pájaros siguen volando, a las olas del mar nada las puede parar, el sol continúa brillando. Hay mucha vida (toda) más allá de todo lo que necesita corriente eléctrica. Me doy cuenta de que los pasos de cebra siguen funcionando, no como los semáforos. Que hablar con tus vecinos también, no como las llamadas de teléfono. Que aunque la mayoría de negocios están cerrados (también influye que es lunes), algunas terrazas están repletas de gente relajada que bebe cerveza. Supongo que aprovechan que aún está fría. Y después… siempre nos quedará el vino tinto. Y el agua, claro. Qué necesario se torna lo habitual cuando no lo damos por hecho, ¿verdad?
De vuelta a casa, pensé que en días como hoy agradecería tener a una persona con la que caminar de la mano. Creo que el mundo es un lugar mucho menos hostil cuando alguien te abraza por las noches, cuando alguien te agarra fuerte para que no te pierdas. Vi a un grupo de amigos haciendo picnic frente al mar y sentí envidia. Me imaginé con mi familia alrededor del fuego, charlando sobre nuestros proyectos. Acabé cenando en el Hostal San Miguel a la luz de las velas con mi vecina Paula, fue mágico. Pedimos cerveza, chipirones con patatas y unas alcachofas a la plancha. Algunas estaban un poco quemadas, pero se lo perdoné porque entendí que estaban cocinando bajo mínimos. Afortunados ellos que tienen gas y no vitrocerámica. Terminamos con un chupito, porque había que celebrar lo inaudito. La luz iba a volver, pero no sabíamos cuándo. En ese ratito, le confesé a Paula algo que acababa de decidir: este año me iré dos meses de viaje.

- Hostal San Miguel -
Hace siete que lo hice (a Australia) y he vuelto a sentir la llamada. Indonesia, quizá. Salimos de allí extasiadas por la experiencia. Suena ridículo, pero así lo sentí. Miré al cielo y vi más estrellas que nunca. Una barbaridad, menuda suerte. Subimos caminando al casco antiguo de Altea, que siempre es un escenario bello pero que esa noche se me antojaba cual fantasía digna de película de Woody Allen a orillas del Mediterráneo. Pero poco antes de la medianoche se hizo la luz, se fue la magia. Esa que dura unos segundos, unos minutos, unas horas… y que no siempre sabemos aprovechar porque estamos pensando en lo que haremos después. Qué estúpida manía esa de querer adelantar acontecimientos, de querer pasar página, de desear que todo vaya más rápido cuando precisamente es ahí, en la lentitud, en lo inesperado, en lo que sucede mientras tanto, en el proceso… donde está todo lo que nos pasamos media vida buscando.