En Francia el pato es casi religión. Se le trata con la devoción con que aquí se trata al arroz: se cría, se alimenta, se celebra y se hereda. Es identidad, orgullo y economía. En la Comunitat Valenciana, en cambio, el pato se nos había quedado en los cielos de la Albufera: volando en temporada de caza, sonando en los refranes y sobreviviendo en algún arroz que recupera lo de antes. Hasta que unos patos, allá en Les Useres —en pleno interior de Castellón, comarca del Alcalatén—, decidieron recordarnos que también podíamos pronunciar “pato” con acento propio.
La historia de Anecs Mas del Pelegrí empieza en un paisaje que no parece, a primera vista, terreno de patos. Les Useres huele a almendra, a olivo, a tomillo seco y, sobre todo, a viñedo. Es un paisaje de piedra, no de agua. Pero ahí, entre masías y bancales, el Mas de Pelegrí combinaba los elementos que caracterizaban a las familias rurales de finales del siglo XIX: abrieron una tienda que abastecía todo tipo de productos a las masías del entorno. Pasaron unas décadas hasta que en los setenta, con el éxodo rural y como tónica en la zona, se impuso la cría de cerdo. En los noventa, la familia comenzó la compra venta de pollos y pavos con distribución a carnicerías y particulares. Fue tras varios percances que Benjamín Pitarch decidió adentrarse en el mundo del pato pequinés, por el año 2000. Desde 2019 crian patos mudos con el objetivo de controlar todo el proceso: desde la cría hasta la distribución para garantizar la máxima excelencia.
Y así es como la familia Pitarch Centelles (Benjamín, Inma y sus hijos Laia y Jordi) ha levantado la única granja de patos de la Comunitat Valenciana. Un lugar donde los animales crecen al aire libre, beben agua limpia, comen maíz seleccionado, y se mueven sin prisas entre paredes anchas. No hay misterio industrial ni fórmula secreta. Lo que hay es tiempo, cuidado y sentido. La misma lógica que explica un buen vino, una buena naranja o un buen queso.

En la Albufera, el pato azulón fue durante siglos compañero de arrozales y cazadores. Aparecía en arroces espesos, en cazuelas con caracoles, en guisos con fondo oscuro. Era alimento de temporada, de gente de barca y caña, con un sabor fuerte y una grasa noble. Con la llegada de la modernidad —la carne magra, las prisas, la idea absurda de que la grasa era pecado—, el pato desapareció de la mesa. El azulón siguió sobrevolando los cañares, pero ya nadie, o muy pocos, lo esperaba en la cazuela. Mientras tanto, al otro lado de los Pirineos, los franceses lo convirtieron en arte. Allí el pato nunca fue exótico: era la carne cotidiana de las zonas rurales, el corazón de una cultura doméstica que sabía aprovecharlo todo. Del magret al foie, del confit al rillettes, cada preparación era una forma de rendir homenaje al animal entero.Lo que aquí era recuerdo, allí se hizo industria; lo que aquí se perdió en las marismas, allí se elevó a símbolo de identidad.
Y así, cuando en Les Useres decidieron criar patos, muchos pensaron que era una locura, Benjamín vió una oportunidad. ¿Patos en Castellón? No, no hay. Pero quizá esa era la idea: recuperar sin copiar. Inspirarse en la cultura francesa, sí, pero traducida al idioma del secano valenciano. Porque los patos del Mas del Pelegrí no son patos “a la francesa”: son patos valencianos criados con ética mediterránea. Se alimentan de grano, respiran aire limpio, crecen despacio. En lugar de grandes instalaciones, hay corrales amplios; en lugar de automatismos, hay manos que miran y escuchan. Y ese detalle se nota: aunque el magret, más terso; en el confit, más elegante; en el foie, más limpio.

El proyecto ha ido creciendo en silencio, como crecen las cosas que se hacen bien. Y por su buena recepción crearon la marca. Los patos viajan hasta Girona y de allí Benjamín vuelve con el camión cargado de patos frescos —entero, magret, blanqueta y muslo— y productos elaborados -foie laminado, mouse, foie de pato entero y desvenado, micuit, magret curado entero y laminado y muslo confitado-. Y que hoy, distribuyen a restaurantes que valoran la trazabilidad y el sabor con raíces. Muchos cocineros ya integran su producto en platos que viajan del interior al litoral: en el relleno de canelones de El Portón (Castellón), en la longaniza embutida de pato de Atalaya (Alcossebre) o en cualquier fondo de pato en un arroz de otoño.
El pato vuelve al Mediterráneo, pero no por nostalgia, sino por coherencia. Porque este animal, tan poco mediterráneo en apariencia, encaja sorprendentemente bien en nuestra despensa. Tiene la intensidad del cordero, la melosidad del cerdo, el carácter del conejo… y una grasa que sabe trabajar con el aceite de oliva, las verduras de invierno, los cítricos o las alcachofas. Solo hacía falta que alguien volviera a criarlo con sentido de paisaje. En la granja, los patos viven sin ruido. No hay olor fuerte ni sensación de granja industrial. Hay calma. Es un lugar de luz y aire, no de barro ni humedad. Y esa diferencia, intangible pero real, se traduce en una carne distinta: más limpia, más firme, más delicada.

Al final, todo se reduce a eso: a devolver al producto su voz natural. A entender que detrás de cada magret o de cada foie hay una manera de mirar el mundo. En Francia, el pato es orgullo regional. En la Albufera, sustento y rito. En Les Useres, hoy es una declaración de intenciones: la de un territorio que puede hacer alta gastronomía sin imitar a nadie, solo volviendo a lo esencial. De Les Useres a la Albufera hay apenas dos horas de coche, y ahora también hay un hilo invisible que los une. Quizá el pato valenciano no necesite laguna para ser auténtico; le basta con un puñado de campesinos obstinados y un paisaje que aún conserva verdad.
Así que la próxima vez que escuches “pato” en una carta valenciana, no pienses solo en Francia. Piensa en Valencia y también en Castellón, en un corral al pie de olivos y almendros, en el sol de enero, en esa grasa que chispea al caer sobre la plancha. Porque el pato ha vuelto a hablar valenciano. Y esta vez, viene del interior.