La cocina contemporánea ha construido un relato heroico: el chef vocacional, el sacrificio como orgullo, el servicio como entrega absoluta. Pero el terreno no acompaña. Como advierte Ferran Adrià desde hace años, “la mayoría de restaurantes no sobreviven cinco años” y “la viabilidad es el gran tabú del sector”. En Castellón, sin embargo, tres proyectos que sí superaron esa frontera —cada uno con su identidad, su clientela y su propósito— han decidido cerrar.
Tres cocineros muy diferentes —un joven que trabajó siete años sin sueldo real, un veterano que decide no seguir empujando contra la inercia, y un chef en plena madurez que quiere conciliar sin romperse— tomaron la misma decisión: cerrar para vivir. Y en esa coincidencia, aparentemente casual, hay un retrato claro del momento que vive la restauración independiente. Porque no se van por falta de pasión. Ninguno reniega del oficio. Lo que se diluye es el futuro: el cálculo imposible entre costes disparados, clientes tensos que no pueden asumir el precio real de la calidad, sueldos que no llegan, falta de personal y carga mental sin descanso.
Aunque Ferran Adrià lleva meses repitiendo que “el 50 % de los restaurantes no dura más de cinco años” y que “el 45 % de los que sobreviven ni siquiera son rentables de una manera lógica”, la paradoja en Castellón es que los tres cierres recientes que analizamos superaron con holgura esa frontera estadística. No se trata, por tanto, de proyectos inmaduros ni de aventuras impulsivas: son modelos que resistieron siete, diez o y más años, y aun así han decidido parar.
En otoño cerró Cor de Carxofa, el restaurante vegetal de Benicarló que había puesto a los vegetales y la sostenibilidad en el centro de la propuesta culinaria; también bajó la persiana L’Escudella, un proyecto rural de Vilafranca que combinaba temporada, territorio y precisión extrema; y el próximo junio de 2026 cerrará otro restaurante, dirigido por un cocinero veterano que prefiere mantener anonimato, que ha decidido marcharse a pesar de la rentabilidad, porque sus números ya le adelantan la curva descendente. Tres casos distintos, un mismo mensaje: el sistema se agota antes que las personas.

Para Anay Bueno, el cierre de Cor de Carxofa no fue un acto de desaliento sino de supervivencia. “Mi negocio ha sido mi pasión, pero también mi todo”, confiesa. Su proyecto vegetariano y de pastelería saludable había logrado reconocimiento provincial y nacional, pero no era suficiente para sostener un local en una localidad pequeña. “Llevábamos dos años afrontando una subida descontrolada del precio de las materias primas de calidad y una ligera bajada de clientes. Después de realizar un estudio de viabilidad externo, al fin entendí que por mucho que amara Cor de Carxofa, no podía seguir apostando por un local con una estructura económica tan inestable”. La decisión no fue repentina: fue el resultado de microcansancios acumulados y desgaste constante. “Dedicaba el 100% de mi tiempo a la empresa; nunca llegas a desconectar del todo y esto condiciona no solo a tus relaciones sociales y personales, sino también tus hábitos, el deporte, la alimentación y las aficiones”.
El joven cocinero reconoce que los números fueron el límite. “Siete años sin un sueldo como tal es mucho tiempo. Si me hubiera transferido un salario digno como a mis trabajadores mes a mes, muy probablemente hubiera bajado la persiana muchísimo antes. Anteponía la subsistencia del negocio a mis intereses personales”. Y no todo estaba en sus manos: la percepción del público condicionaba el éxito. “El cliente de a pie en Benicarló no acababa de valorar nuestra propuesta; priorizaba que el ticket medio fuera bajo o sencillamente no sentía afinidad por este tipo de alimentación. En cambio, el cliente extranjero, tanto turista como residente, sí apreciaba la comida de calidad, elaborada con tiempo, amor y pasión”.
Para Anay, el sector ha cambiado. “Hoy importa más que un plato sea instagrameable a que sea sabroso o sostenible”, asegura, y añade que la lección más importante que deja la experiencia es que un restaurante no puede ser solo una pasión, también tiene que ser rentable. “Hemos aprendido la importancia de contar con un equipo financiero que sepa poner límites a ciertas compras o inversiones, para que los cocineros podamos centrarnos en lo que más nos gusta: crear y cocinar”.

En Vilafranca, Emilio Pons relata un desgaste similar desde la ruralidad. Su restaurante era un negocio pequeño, fuera del circuito urbano, con los retos que esto implica: menos población, falta de personal especializado, presión de clientes que esperan precios ajustados. “Mi detonante fueron microcansancios. Seguimos teniendo más trabas administrativas y personales que en la ciudad. Y todavía hay quien cree que por estar en un pueblo tienes que ser más barato para que vuelvan”. La cocina profesional, apunta Emilio, es sacrificada. “La parte más crítica es el estrés. Aunque intentes minimizarlo, siempre estará ahí. El resultado final no lo valora uno mismo, sino mil paladares. Seguimos siendo sirvientes para gran parte de la sociedad”.
Conciliar, dice Emilio, es posible pero cuesta. “Se puede conciliar si se planifica, pero supone incrementar el tiquet y el cliente final no siempre lo quiere pagar”. Emilio remarca una frase que ha escuchado a sus clientes decir: “Págales bien a estos camareros que lo hacen muy bien, pero hazme la cuenta barata o no volveré’”. Hoy su paréntesis pasa por viajar, enseñar y abrir la mente, sin abandonar la gastronomía. Quien entra en este mundo suele hacerlo por vocación y la fórmula de la vocación con el vivir todavía no la ha encontrado. “Quiero vivir experiencias, viajar, conocer gente, y si puedo hacerlo ligado a mi pasión me sentiré realizado”.
El tercer caso que prefiere mantenerse en el anonimato es el cocinero veterano que cerrará en junio de 2026, y que representa otra cara de la misma moneda: experiencia, rentabilidad y previsión. Su restaurante sigue siendo viable, pero él ha decidido anticipar el final. “Llevo años haciendo cuentas, y aunque mi negocio sea rentable, visualizo el declive. No tiene sentido seguir antes de quemarme”, dice. Su salida será para seguir en el sector, para viajar y trabajar como cocinero pero por cuenta ajena (sin responsabilidades). Esto demuestra que el agotamiento no discrimina entre jóvenes y profesionales consolidados. La estructura que sostiene el oficio está fallando, incluso cuando los números están controlados. Es un síntoma de agotamiento estructural, presión laboral y falta de personal cualificado, subida de costes, exigencia desmedida de un comensal que no quiere gastar y recorta en ocio. Los tres vislumbran que en el corto plazo quedarán franquicias, cocinas industrializadas y comida de quinta gama y los restaurantes que puedan aguantar (los muy top).
Convergen una advertencia: la gastronomía no puede sostenerse únicamente con talento y vocación. La viabilidad económica, la planificación financiera, la conciliación de la vida personal y el contexto socioeconómico son esenciales. No es un problema de pasión: ninguno de los tres cocineros la ha perdido y los tres seguirán cocinando. Es un problema de futuro. Cada cierre no es solo el fin de un proyecto: es una alerta. Porque sostener un restaurante ya no depende solo del talento del cocinero, sino del ecosistema que lo rodea. Y ese ecosistema, hoy, está en números rojos ante una presión que acumulada es insostenible.
Y en un momento en que los fogones exigen sacrificio valorar a quienes nos dan placer al comer implica mirar más allá del plato: cuidar su tiempo, reconocer su esfuerzo y entender que detrás de cada receta hay un equilibrio frágil entre pasión, vida y supervivencia. Y que, a veces, decir ‘hasta aquí’ no es fracaso, sino inteligencia.