Terra Milles no tiene carta fija. Si no hay pesca, no hay mesa. Su carta es una pizarra; las sillas, de plástico; las servilletas, de papel; los vasos, sin pretensiones. Y como única separación entre la cocina y las barcas, una simple valla. Aquí no existe el postureo: el no postureo se vuelve casi un postureo anecdótico.
Sencillo: ensalada de tomate, cebolla y olivas; sepia fresca a la plancha; y un arroz del senyoret. Sencillo también en el efecto: sabores que te aterrizan de golpe en ese ‘ya estoy de vacaciones’, aunque no lo estés.
Nos sentimos tan en casa que, al marcharnos, nos dimos cuenta de que no quedaba nadie alrededor. Todas las mesas estaban recogidas, ni rastro de nombres en la pizarra, y la caseta blanca y azul donde cocinan tenía ya la puerta y las ventanas cerradas a cal y canto. Ni un alma. Nos cerraron el chiringuito con nosotras dentro, apurando las últimas cucharadas de arroz. Y nos fuimos calle abajo, con la brisa salada en la cara, el sol muy abajo y sintiéndonos dignas de la confianza de la casa: cierre al salir.

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