Francisco López García, ‘Sopas’, fue veterano de tres guerras y acabó asesinado, como muchos españoles, en el campo de concentración de Gusen (Austria): de los cinco mil que fueron confinados, el 80% perdió la vida. Su nieto, el periodista Kike Pastor, recuerda su periplo para reconstruir su historia y sus últimos días
VALÈNCIA.-En un apartado rincón del cementerio de Almansa (Albacete) existe aún un pequeño panteón que pertenece a la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados. Desde 1926, ese diminuto mausoleo es la última morada de las monjas que prestan sus servicios en el asilo almanseño. Pero también fue durante más de medio siglo el lugar elegido por mi abuela Enriqueta, la madre de mi madre, para llevarle flores a su marido el Día de Todos los Santos. Mi abuelo, Francisco López García, conocido como ‘Sopas’, había sido asesinado por los nazis en el campo de concentración austríaco de Gusen el 18 de noviembre de 1941, a los 37 años. Y quince años antes, el joven herrero republicano había fraguado la reja que todavía hoy sigue siendo la puerta de entrada al sepulcro de las monjas. Sobre esa reja depositaba mi abuela sus flores cada primero de noviembre.
Puede parecer una anécdota entrañable, pero en realidad no deja de ser una de las consecuencias más indecentes de cualquier guerra, y muy especialmente de la Guerra Civil española. Que los familiares de miles de muertos, desaparecidos, asesinados o fusilados, no tengan la posibilidad de honrar dignamente a los suyos, recuperar sus restos, elegir siempre que sea posible su última morada, por el mero hecho de pertenecer al ‘bando perdedor’, no es precisamente la mejor muestra de compasión. Y mucho menos de justicia en aras de la reconciliación. Sirve exclusivamente para perpetuar sentimientos de angustia, dolor, odio y rabia.
Dicen que el tiempo todo lo cura, pero no es verdad. El tiempo es, en este caso, una burda excusa, una pesada losa para enterrar el oscuro pasado, cómplice necesario e imprescindible del olvido. Por eso los familiares de las víctimas no queremos reabrir heridas, lo que queremos es que nos dejen cerrarlas definitivamente. Cerrarlas bajo tres llaves: la de la verdad, la de la justicia y la de la reparación. Nunca la del olvido. El que quiera olvidar que olvide. Pero imponer el olvido resulta inmoral y debería también estar tipificado como delito, por la cuenta que nos trae.
En sus 37 años de vida, mi abuelo se vio envuelto —directa e involuntariamente— en tres guerras. Y destaco lo de involuntariamente porque me consta que en ningún caso fue decisión suya participar en ellas. Más bien al contrario, intentó infructuosamente zafarse de su fatídico destino.
La primera fue la Guerra del Rif, en el antiguo protectorado español de Marruecos. La misma en la que un joven coronel llamado Francisco Franco fue ascendido a general de brigada por sus méritos al frente de la Legión. Aquel fue un conflicto con episodios muy cruentos como el Desastre de Annual o el de Monte Arruit. ‘Sopas’ fue llamado a filas para realizar el servicio militar hacia el final de la contienda. Hizo la mili con su primo Francisco Gabaldón García, ‘El Moreno’, quien correría después su misma suerte en el campo de concentración nazi de Gusen (Austria). Eran como hermanos; de hecho, los dos habían nacido con una semana de diferencia en febrero de 1904. Según cuentan en casa, los dos estuvieron buscándose uno al otro durante varias horas en el campo de batalla rifeño después de un sangriento combate que dejó el terreno plagado de cadáveres. Afortunadamente ambos sobrevivieron, pero no sospechaban ni por asomo su aciago porvenir.
De vuelta a la Almansa natal, ‘Sopas’ retoma su actividad profesional como herrero. Había aprendido pronto el oficio para no tener que ir al campo. Sabía leer y escribir. Prefería el fuego a la tierra. Trabajaba el hierro con destreza; lo mismo forjaba aperos que fabricaba una reja. Su compromiso republicano le llevó a impulsar con otros compañeros la Sociedad de Maestros Herreros de Almansa. Creo que perteneció al Partido Republicano Radical Socialista, porque entre los pocos papeles que se conservan de él en el archivo familiar encontré unos boletos de lotería con el sello de esa formación política. Se casó por la iglesia en noviembre del 1931 con mi abuela Enriqueta, un año más joven. Dos años después, en el 33, nacería mi tía Josefa; en el 36, mi madre, Belén; y en el 38, mi tío Paco. Es decir, se casó el mismo año que se proclamó la Segunda República.
Su primogénita nace el mismo año que la coalición de partidos de derechas (CEDA) ganó las elecciones. Mi madre, el mismo día que las ganó el Frente Popular, el 16 de febrero de 1936. Mi abuelo amagó con llamarle Victoria, pero acabó imponiéndose el criterio de la abuela, y su segunda hija, como tantas almanseñas, lleva por nombre el de la Virgen de Belén (patrona de la ciudad). Mi tío Paco, el único hijo varón, nació poco antes de que acabara la guerra, a finales del 38.
‘Sopas’ es llamado a filas por segunda vez en su vida para participar en otra guerra porque alguien interpone una denuncia contra él. La abuela Enriqueta señalaba a dos antiguos correligionarios del abuelo como responsables de su reclutamiento. Lo bien cierto es que en mayo de 1938 es trasladado a Albacete con su propio equipo de soldadura autógena para trabajar en una fábrica de armas, y en agosto de ese mismo año fue destinado al Ejército del Centro, en Madrid, donde todos los datos apuntan que prestó también sus servicios en la fabricación de armamento bélico.
Los campos de refugiados en Francia pasarán a la historia de la ignominia de la humanidad, como lo harán los de ahora en Grecia, Macedonia, Turquía...
Mi abuelo solo vio a su hijo Paco una vez en la vida: el día que el tren en el que viajaba su unidad del ejército republicano en retirada desde Madrid a València realizó parada nocturna en la estación de Almansa. ‘Sopas’ pidió permiso para bajar del convoy y visitar a la familia. Se lo concedieron. Aquella fue la primera y la última noche que pasaron todos juntos.
Se calcula que alrededor de medio millón de españoles cruzaron la frontera en dirección a Francia a principios del 39. Cuentan las crónicas que el gobierno francés no les recibió precisamente con los brazos abiertos. Los campos de refugiados en las playas del sureste galo pasarán a la historia de la ignominia de la humanidad, al igual que lo harán también los de ahora, los de Grecia, Macedonia, Turquía, Libia, Jordania...
‘Sopas’, junto a su primo ‘El Moreno’, se alista en la 4ª Compañía de Trabajadores Extranjeros (CTE). Los franceses intentaron por todos los medios que los refugiados volvieran a España, pero ante la negativa de muchos por temor a represalias, les ofrecieron la posibilidad de alistarse en la Legión Extranjera o en las militarizadas CTE, compuestas por grupos de refugiados españoles (entre doscientos y cuatrocientos aproximadamente) que hacían trabajos de construcción y mantenimiento de obras públicas (caminos, carreteras, puentes, etc.) a cambio de una exigua paga y la promesa de una futura nacionalidad francesa.
Entre mayo del 39 y mayo del 40, ‘Sopas’ remite a su familia una treintena de cartas desde las dos poblaciones francesas en las que estuvo destinada su compañía: Bourg-Saint-Maurice (Saboya) y Baerendorf (Alsacia), en la línea Maginot. Esa relación epistolar durante todo un año es la prueba más evidente del profundo amor que ‘Sopas’ les profesaba a su mujer, a sus hijas, a su hijo recién nacido, a su madre y a toda su familia. Y leer sus cartas es una de las experiencias emocionales más desgarradoras que se pueda alguien imaginar. Como lo es también escuchar a mi madre contar que, a partir de mayo de 1940, cuando dejaron de recibir sus cartas, ella y su hermana (de cuatro y siete años, respectivamente) no paraban de preguntarle al cartero una y otra vez, día tras día, si les traía carta de su padre. Hasta que un día, sencillamente, dejaron de hacerlo. «Para no molestar al pobre cartero...», dice con voz trémula mi santa madre.
Como le ocurre a la mayoría de los refugiados españoles en Francia, cuando en mayo de 1940 los alemanes invaden el país vecino, ‘Sopas’ y ‘El Moreno’ son detenidos y hechos prisioneros de guerra. Inicialmente son recluidos en el campo de Belfort, en la Borgoña francesa, pero ‘gracias’ a las negociaciones entre la Alemania nazi y la España franquista pronto serán considerados apátridas y deportados a los campos de concentración. De hecho, como constató el historiador Benito Bermejo, en septiembre de 1940 el ministro de la Gobernación franquista, Ramón Serrano Suñer (cuñado de Franco), visitó Berlín. Allí mantuvo varias reuniones al más alto nivel con Hitler, con Himmler (líder de las SS y de la Policía nazi) y con Heydrich (jefe del RSHA, departamento central de seguridad del Reich). Justo el día después de la visita de ‘El cuñadísimo’ (apelativo de Serrano Suñer), la RSHA cursó una orden para que la Gestapo sacara de los campos de prisioneros de guerra a todos los españoles y los enviara a «los campos de la muerte». Más de 9.300 españoles fueron deportados a campos nazis con el beneplácito de Franco. Aproximadamente 5.500 serán exterminados.
En enero de 1941, ‘Sopas’ y ‘El Moreno’ son trasladados desde Francia a territorio alemán, al Stalag de Fallingbostel, muy cerca de Hamburgo. La Gestapo los agrupó allí para embarcarlos días después en otro tren con destino a Austria. El 27 de enero de 1941 el mayor contingente de deportados españoles de toda la II Guerra Mundial, unos 1.500 hombres, hacinados en vagones de ganado, llegó a la pequeña estación de la localidad austríaca de Mauthausen, a orillas del Danubio. Tras un par de semanas en cuarentena dentro del campo central, los dos primos son trasladados al campo de Gusen el 17 de febrero de 1941. Ese mismo día entran en Gusen 1.160 españoles. Pocos, muy pocos, saldrán de allí con vida.
En 2014, mi tío Paco me pidió que organizara un viaje a Austria para visitar Mauthausen y Gusen. Quería ver con sus propios ojos, junto a sus hermanas, el lugar donde los nazis mataron a su padre. Hablé con Benito Bermejo, que me puso en contacto con Martha Gammer, maestra austríaca jubilada y presidenta del Comité Memorial de Gusen. Martha se ofreció muy amablemente a hacernos de guía a la veintena de miembros de la Familia ‘Sopas’ que nos desplazamos aquel 20 de julio de 2014 hasta la entrada principal del campo de concentración de Mauthausen. Aquella visita cambió por completo y para siempre mi perspectiva sobre la deportación española a los campos nazis.
Hasta entonces era plenamente consciente del vergonzoso papel jugado por todos los gobiernos españoles en Democracia respecto a nuestras deportadas y deportados. Ni una mísera línea en los libros de texto, ni una sola reparación a las víctimas, ni un solo gesto de contrición; y, por supuesto, ni pensar en asumir alguna responsabilidad, cuando hay pruebas fehacientes de la colaboración y la connivencia de las autoridades franquistas con los nazis en estos crímenes de lesa humanidad. Alemania y Francia sí han asumido sus obligaciones, mientras que España, una vez más, escurre el bulto. Nada nuevo bajo el sol. Pero entonces descubrí Gusen.
Descubrí que Gusen no es Mauthausen. Descubrí que Gusen prácticamente no es, no existe; y lo que queda de él se lo debemos en gran medida a unos cuantos supervivientes italianos, a sus familias y a ese pequeño grupo de intrépidos austríacos liderados por la maestra jubilada que nos acompañaba, reunidos todos en el Comité Memorial de Gusen. Descubrí que el campo donde había sido asesinado mi abuelo y la inmensa mayoría de los deportados españoles —más de 4.000— era un puro esperpento. No daba crédito. Un campo nazi transformado en una bucólica urbanización austríaca. La antigua Jorhaus —la entrada principal de Gusen— es ahora un impresionante chalé unifamiliar con jardín y piscina. El burdel del campo, una casa particular. Y el molino de piedra situado junto a las canteras de Gusen, el que fuera en su día el más grande de toda Europa, más conocido por los deportados como ‘El Pozo’, porque en su construcción fueron torturados y asesinados cientos de españoles, hoy amenaza ruina.
Gusen —más grande y cruel que Mauthausen—prácticamente había desaparecido del mapa. ¿Por qué? La respuesta se publicó en un libro firmado por Rudolf A. Haunschmied (St. Georgen - Gusen - Mauthausen, 2007), otro de los fundadores del Comité Memorial de Gusen, quien, además de aportar las claves sobre la historia de este campo tan injustamente olvidado, se ha convertido un referente cívico en su particular batalla contra el olvido del pasado nazi de Austria. Rudolf comienza a indagar sobre la historia de Gusen a mediados de los ochenta. Entrevista a muchos testigos, en concreto a muchas vecinas de la zona que habían permanecido en silencio durante décadas. Habla con los supervivientes, recopila documentación, imágenes y coteja todo tipo de archivos. Comprueba que el ejército soviético, a cargo del campo tras su liberación en mayo de 1945, prácticamente lo desmanteló por completo; siguió explotando durante cuatro años más sus canteras y dinamitó buena parte de los dos sistemas de túneles (Kellerbau y Bergkristall) construidos con mano de obra esclava judía y utilizados para fabricar armamento y ensamblar los fuselajes de los cazas nazis entre 1943 y 1945.
Rudolf también pudo comprobar que el gobierno austríaco no tenía interés alguno en divulgar lo ocurrido en Gusen. Y con la excusa de que se trataba de un subcampo de Mauthausen, intentaron soltar lastre. De hecho, cuando Austria recupera su independencia en 1955, decide parcelar y urbanizar toda la superficie de Gusen. Incluso el crematorio, que apenas se sostenía, llega hasta nuestros días porque varios supervivientes italianos compran con dinero de su propio bolsillo la parcela en que se alzaba. Austria se ha mostrado siempre muy reticente a mantener cualquier vestigio de Gusen, donde fueron asesinadas 40.000 personas. Tal vez porque la mayoría de las víctimas pertenecían a países del otro lado del Telón de Acero (polacos y soviéticos); o porque allí fueron deportados miles de judíos procedentes de Auschwitz; o sencillamente porque consideraban que con Mauthausen ya tenían cubierto el expediente.
El campo de exterminio de Gusen (más grande y cruel que Mauthausen)prácticamente había desaparecido del mapa y de la historia. ¿Por qué?
Sin embargo, no contaron con la perseverancia de un pequeño grupo de compatriotas dispuestos a no dejarse avasallar por políticos que, en muchos casos, habían mantenido vínculos muy directos con el nazismo. Cuando algunos propietarios intentaron derruir los edificios del antiguo campo de Gusen, allí estaban los miembros del Comité Memorial, que lograron su protección legal. Cuando en 2006 el gobierno austríaco intentó cegar con hormigón y destrozar los túneles del Bergkristall, porque habían construido sobre ellos y el terreno empezaba a colapsar, allí estuvo también el Comité Memorial, que consiguió movilizar al vecindario e impulsar un proyecto de conservación para evitar su destrucción, gracias al cual hoy esos túneles pueden visitarse.
El Bergkristall es un entramado subterráneo de diez kilómetros de túneles construidos en condiciones infrahumanas por los presos judíos de Gusen II. En sus entrañas, con más de 45.000 metros cuadrados, trabajaban las 24 horas del día alrededor de diez mil deportados.
En 1996 llegó a Gusen el primer autobús con supervivientes y familiares de deportados polacos. Desde entonces, Polonia ha jugado un papel esencial en la recuperación del campo olvidado, participando activamente en su preservación y en los actos conmemorativos que se celebran cada año.
El presidente de Polonia llegó incluso a proponerle a su homólogo austríaco la adquisición de los restos de Gusen. A Austria no le ha quedado más remedio que reconocer su error y tratar de enmendarlo, y hace unas semanas anunciaba que negocia con los actuales propietarios la compra de las pocas edificaciones que quedan en pie del campo de concentración.
Solamente en Gusen fueron exterminados por los nazis más de cuatro mil españoles, 300 de ellos valencianos. El pasado 5 de mayo se cumplió el 75 aniversario de su liberación. Ya va siendo hora de que el Gobierno de España se sume también a la campaña #RememberGusen.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 68 (junio 2020) de las revista Plaza