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EL CALLEJERO

El hombre que se hizo fuerte en la calle

Foto: KIKE TABERNER
17/10/2021 - 

VALÈNCIA. Junto a los arcos del puente del Real, bajo un árbol y al lado de una fuente, en un pequeño recoveco donde siempre hay sombra, se encuentra un banco de madera en el que, sobre el respaldo, alguien ha escrito con pintura blanca 'Fly me to the' y a continuación una luna dibujada torpemente. Allí termina de pasar la tarde Tomás mientras se encorva para leer un libro junto a todas sus pertenencias: una mochila marrón de Quechua, una bolsa blanca de plástico llena de cosas y una botella de zumo de piña y coco.

Tomás es cubano y llegó a València en 2002 después de casarse con una valenciana. Tenían su hogar en un lugar idílico, en una de las torres que hay frente al Sidi Saler y la playa de la Garrofera. Pero se le fue la mano con la bebida y su pareja acabó señalándole la puerta. Y así, de un día para otro, se encontró en la calle. Durante años siguió empinando el codo y dando tumbos, pero un buen día, hace un par de años, decidió tirar la botella y no volver a probar el alcohol nunca más. Tomás corría el peligro de sufrir un fuerte deterioro y terminar de arruinar su vida. Así que trazó un plan y decidió no desviarse ni un milímetro de él. Su idea, básicamente, consistía en cuidar su cuerpo y su alma. Deporte, lectura y unos horarios que no incumple jamás.

Tomás no se salta nunca el guion. Llueva o truene. "Porque en Cuba se dice que siempre que llueve, escampa", sentencia Tomás mientras sacude la mano para espantar las moscas que vuelven una y otra vez a su rostro envejecido. 

Foto: KIKE TABERNER

Acaba de terminar la biografía de Nino Bravo, impresionado por su temprana muerte en un accidente automovilístico. "¡Se hizo un mito después de muerto!", exclama antes de pasar a explicar que Julio Iglesias, rendido a su voz, preguntaba por él cuando venía a València. Y, sin darse cuenta, pasa de hablar de Nino Bravo a Frank Sinatra, de quien también ha leído sobre su vida, de su amistad con Al Capone, con el presidente Kennedy, con Marilyn Monroe... "Pero Nino Bravo era mucho más humilde y jamás cayó en la corrupción. No se quiso ir nunca a Madrid porque quería mucho a su pueblo". Y de ellos salta a Joaquín Sabina, de quien le gustó que no se esconde, que habla abiertamente de todos sus defectos, de sus vicios, de sus dobleces. Y cuenta orgulloso que el padre de 'Calle Melancolía' grabó con Pablo Milanés, su paisano. Y rememora entonces aquella noche de verano en la que el cantautor cubano actuó en Viveros e interpretó 'Yolanda' y todos sus éxitos mientras él, tumbado sobre la hierba del viejo cauce, contemplaba las estrellas y escuchaba emocionado sus canciones. Porque la felicidad, a veces, también alcanza a quien no tiene casa, coche, ni cuenta corriente. "Él es de mi provincia", aclara orgulloso. Porque Tomás nació en la provincia de Granma, en el municipio de Manzanillo -una ciudad de 130.000 habitantes-.

Su pasado como atleta

Su madre, Edita Gómez, era funcionaria de prisiones, y su padre, Tomás Vázquez Carmona, era un buen trompetista que llegó a tocar en la capital con el conjunto Rumba Habana en los años 70. "Cuando él murió, yo tenía once años, era muy pequeñito. Mi padre se había ido a La Habana con mi hermana Elena y con la mujer de él, y yo me dediqué al deporte. Yo fui nadador, fui jugador de waterpolo y cerré en el atletismo. Yo tuve muy buenos parciales, con un 500 en 1.04 en una pista de arcilla y con unos pinchos (los clavos de las zapatillas) malos. Y yo ahora mismo me siento bien, bien, bien, gracias a Dios. Me siento igual que cuando era atleta porque no he dejado el deporte. Yo hago 1.400 flexiones en series de cincuenta. Yo entreno de lunes a sábado y hay días que subo a 1.600 o 1.700", alardea.

Tomás se despierta cada mañana a las cinco. Lo primero que hace es asearse: "Esta mochila es un salón de belleza. Con el dinerito que gano aparcando coches -es gorrilla- me compro mi champú, mi maquinilla de afeitar, mi pasta de dientes...". Después coge lo poco de valor que pueda tener y sale caminando hacia Blasco Ibáñez, llega hasta el final y luego cruza el Cabañal hasta desembocar en la playa. Allí se entrega al deporte. "Trabajo la fuerza y la resistencia. La fuerza y la resistencia", repite como un marine. Lo tiene todo cronometrado en un modesto reloj deportivo de color rojo. Dos horas de caminata a un ritmo elevado. Luego vienen mil abdominales en series de cincuenta, estiramientos y natación en el mar. Al acabar, una ducha fría. "Yo nací en Manzanillo, que tiene un malecón como la Malvarrosa. Los edificios y, ahí pegado, el mar".

Esa actividad frenética mantiene a Tomás en equilibrio. "Me oxigena el cerebro. Yo me encuentro perfecto. Me pusieron la vacuna y no me dolió ni me molestó nada. Es la importancia de hacer deporte. Estés donde estés. Yo lo hago todos los días: tres horas con veinte minutos. Caliento bien y comienzo suavecito con mis flexiones. Yo, antes de la pandemia, estuve entrenando en la pista de atletismo y me duchaba con los fondistas árabes que corren el maratón. Pero ahora hago deporte para cuidar mi mente y mi físico". Este cubano de 59 años dice sin decir que gracias al deporte ni ha vuelto a desviarse del camino ni cae en la demencia. Que su vida espartana y ordenada le mantiene cabal. Y que eso, en la calle, cuando tu casa es el ojo de un puente y tu cama, un cartón, vale más que encontrarse una bolsa llena de billetes.

Tomás cuenta con mucho orgullo que en febrero hará dos años completos sin probar el alcohol. Y que logró acabar con esa adicción destructiva, como todas, estando en la calle, donde muchos recorren el camino inverso. Pero no se apropia de todo el mérito y entonces se acuerda de la gente que trabaja en el centro de día al que va todas las semanas, y agradece la ayuda de una trabajadora social llamada Yolanda, como la canción de Pablo Milanés, y de Jorge, un psicólogo. También le entrega una porción a la fe. "Yo voy todos los domingos a un culto y le doy las gracias a Dios porque he dejado el alcohol a pelo".

Atrás han quedado los años turbulentos. Los primeros meses en la calle, en el pasaje Ruzafa, donde se reunían varios sin techo enganchados a la botella. Luego vio cómo fueron cayendo uno tras otro. "Se murieron todos por el alcohol. Lorenzo, Pascual, todos. Y no dejé de pensar nunca en que lo iba a dejar y que iba a tener buena salud. Ahora me hago mis analíticas en el hospital Doctor Peset y tengo todo bien. El hígado, el riñón, todo. Pero eso es gracias al deporte. Las tres horas bien hechas cada día. Cuido también mucho mi alimentación. Cuido mi sueño. No me junto con nadie. Y el domingo asisto a la casa del Señor. La fuerza que tengo se la debo a él".

Son las siete de la tarde y la gente pasa por al lado paseando a sus perros. Otros acuden a una de esas ferias medievales que hay siempre por la ciudad, esas ferias en las que los padres le compran a sus hijos manzanas bañadas en caramelo y que los niños tiran en cuanto se acaban el caramelo. Una chica se cruza y saluda: "Hola, Tomás". Ella duerme también bajo el puente, en el arco más próximo a la Alameda. Solo quedan libre los dos del centro, uno por donde trotan los corredores a todas horas y el otro que es el de los transeúntes. En el otro extremo se reúnen, durmiendo en mugrientas tiendas de campaña, unos extranjeros con rastas y perros roñosos. Al lado hay un chico y una chica jóvenes con muy buen aspecto y cara de susto. Se ve a la legua que son nuevos y Tomás les augura un invierno realmente áspero. En otro paso hay una tienda de campaña con publicidad de Bancaja que casi parece un chiste macabro. A Tomás, que guarda algo de ropa en los huecos que hay en la pared, le gusta estar solo. Piensa que las compañías de la calle nunca traen nada bueno. Él va a la suya. Su deporte, su lectura y su gente buena del centro de día de la calle Barraca.

Él va por libre y se preocupa por mantener una buena imagen. Sabe que de eso depende entrar en un sitio o quedarse fuera. De eso depende pasar desapercibido o recibir una mirada de desprecio. Y de eso depende también sentirse bien o sentirse mal. Tomás va muy aseado. Unas zapatillas viejas, unos vaqueros limpios y una camisa rosa bajo un polo de Lacoste a juego impolutos. Por eso cada día, después de levantarse muy temprano y lavarse en la fuente, se encamina hacia Blasco Ibáñez y, antes de llegar a la gran avenida que enfila hacia el mar, para en un bar que hay cerca de Mestalla, que abre antes de las siete, para tomar unas tostadas con mantequilla y mermelada y un café con leche.

Trabaja de gorrilla

La ropa se la lavan en el centro de día, donde tiene a sus ángeles de la guarda. Es el Centro de Encuentro y Acogida Calor y Café -él lo llama Café Calor-. Está en la calle Barraca, muy cerca de la playa donde entrena cada mañana. Ahí se puede duchar un par de días a la semana. El resto, aprieta los dientes en la Malvarrosa en una de esas duchas ideadas para quitarse la arena en verano. Por la tarde acude a la calle Convento Jerusalén y se tira un rato aparcado los coches. No muchas horas. Lo suficiente para ganar unos euros con los que pagarse los productos de aseo, un corte de pelo de vez en cuando, alguna ración de paella y el desayuno en el bar. De gorrilla, unos días saca cuatro euros y otros diez. Le sobra. No necesita lujos. Solo lo suficiente para, mes a mes, seguir fiel a su plan. "Cuando el hombre tiene esto fuerte -advierte mientras se lleva los dedos índices a las sienes-, el hombre piensa en felicidad. Yo soy un hombre feliz", nos ilustra.

Aunque estar bien no significa que carezca de sueños. Por eso, antes de irse a dormir a las diez de la noche y al despertarse a las cinco de la mañana, reza. Y en sus oraciones le pide a Dios que si Él ve bien ponerle una mujer en su vida, que adelante. "Pero yo no voy a buscar nada. Prefiero estar solo. Porque solo me va muy bien. Con conversar con la gente y mi lectura, que culturiza, me sobra". Todavía ve las relaciones personales como un peligro. La sombra del alcohol siempre queda cerca y no se fía. Por eso vuelve la conversación a lo mismo y cuenta que la doctora Concha le hace los análisis y se sorprende de que no sufra ninguna secuela de los años de litronas y vino barato.

Foto: KIKE TABERNER

Antes del puente del Real estuvo en la calle Colón, en Guillén de Castro, en la plaza Redonda, en la Gran Vía de Fernando el Católico. "Ahora llevo aquí cinco o seis años. Aquí estoy tranquilo. Estos jóvenes -cuenta mientras mueve la barbilla en dirección al rincón de los extranjeros con rastas y perros- no se meten con nadie. Aquí, cuando bajan las temperaturas, la gente huye y te quedas solo. Mi cuerpo ya está habituado al frío. Y, además, este sitio me pilla cerca de mi camino hacia la playa".

A menudo la cabeza le lleva a sus años de atleta, los entrenamientos en el estadio Eduardo Saborit, los rivales contra los que corrió y los años de juventud trabajando como socorrista en la playa de Marianao; en el hotel Atlántico, en Santa María del Mar, en Guanabo... De vez en cuando extraña a su gente, pero ya hace casi veinte años que salió de la isla y la añoranza va remitiendo. "Me queda mi madre, me quedan mis hermanas y estoy seguro de que Dios un día me abrirá una puerta y agarraré un viaje a La Habana", explica Tomás, que nunca le ha dicho a su madre que vive en la calle. "Se moriría", advierte. Sí se lo ha dicho a un sobrino y a su padre, su cuñado, que trabaja en la televisión cubana y estuvo una vez en València. "Si algún día voy, me sentaré con mi madre y se lo contaré poco a poco. Ya debe tener cerca de 80 años".

Tomás pide que salga el nombre de las personas que le ayudan desde hace tiempo en el centro de día: "Me tratan muy bien. Jorge, el psicólogo; Pau, el chico que lleva el ropero; la enfermera, María José, que ahora está ausente, y Yolanda, que estoy encantado con ella porque es una trabajadora social que está completamente entregada a su trabajo; me ha ayudado a dejar el alcohol y congeniamos muy bien. Conversar con ella es un privilegio. Yo no necesitaba medicación, yo necesitaba una amiga así. La gente que estamos en la calle necesitamos cariño y conversación. Estoy contentísimo con ella".

A un lado, sobre la bolsa, ha dejado el libro que estaba leyendo. 'Mil soles espléndidos', de Khaled Hosseini, el autor afgano que triunfó con 'Cometas en el cielo'. Le está gustando, pero no para de pedirle a todo el que se le acerca que le consigan una biografía del torero Palomo Linares, que era muy famoso en Cuba cuando él era joven.

La afición por la lectura le vino gracias a un cubano, hijo de gallego, que vive cerca de donde aparca coches por la tarde. Era profesor en la Universidad de La Habana y un día le vio en la FNAC hojeando una biografía de Pablo Escobar, el narcotraficante. "Vino y me dijo que eso era lo que quería para mí. Deporte y lectura". Y así fue como hace tres años se enganchó a la literatura. Los libros de Roberto Bolaño y otros autores, pero, sobre todo, las biografías: Nelson Mandela, Lady Di, John Lennon... "Me falta la de Palomo Linares. Es que ponían sus películas en Cuba y cantábamos una canción -le cantaron Juanito Valderrama, Manolo Escobar o Marifé de Triana- que salía y me trae muy buenos recuerdos".

Tomás también tiene su vena reivindicativa y se atreve a pedirle a Juan Roig -él le llama Paco Roig- que construya un albergue para la gente que vive en la calle. Le ruega, dice, que no se gaste el dinero solo en hacer el mejor maratón del mundo, que también piense que ese maratón se ve en muchos países y que la ciudad está cada vez más llena de gente viviendo en la calle. De vez en cuando piensa sus respuestas y se queda meditabundo mientras se mete la punta del dedo índice en la boca. No se piensa tanto que prefiere estar solo, que él vuelve de la playa cargado de energía y que no quiere que nadie contamine ese estado. 

Es un hombre austero que prefiere dejar de aparcar coches en cuanto tiene lo justo para sobrevivir. No le gusta estar mucho más tiempo fuera de los lugares donde se siente seguro. Y afirma que no necesita demasiado para vivir. "Yo me acuerdo mucho de mi abuela, Carmen Gutiérrez. Mis antepasados son de campo, gente humilde. Mi abuelito trabajaba con los arados, con los bueyes. En casa de mi abuela se comía lo que se cultivaba en el campo. Ella murió con cien años y un día y siempre nos decía a los nietos: 'Recuerden que debajo de mi cama hay una cancía'. Era una lata a la que le hacía una raja con un cuchillo -una hucha- a la que le metía monedas. Y añadía: 'Ahí tienes tu dinerito Pero no se puede gastar todo. Siempre hay que pensar en el mañana...'".

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