En este rincón de Senegal todo fluye a su ritmo para disfrutar de la esencia de África
VALÈNCIA.- Llevo días recorriendo la región de Casamanza, penetrada por ríos y meandros que dejan una frescura tropical que nada tiene que ver con el Senegal que he dejado atrás. Incluso las carreteras son mejores y el amarillo solo lo veo cuando paso por los campos de arroz, siempre trabajados por mujeres que llevan prendas de vivos colores. Y es así, en parte, porque Casamanza se encuentra casi completamente separada del resto del país por Gambia. Pero de todo eso ya te contaré más otro día, porque hoy quiero que conozcas la isla de Carabán, hacia la que me dirijo subida en una pequeña piragua a motor que avanza sin prisa por el exótico manglar.
El viento refresca mi cara mientras observo los manglares repletos de ostras —qué lástima que no me gusten porque hay un porrón— y viendo cómo poco a poco esa isla diminuta se va haciendo algo más grande. Lo hago disfrutando de la simpatía de los delfines, que saltan en las inmediaciones del diminuto puerto. Este último tramo se me hace muy largo pero finalmente llegamos. Me quito el chaleco salvavidas y, casi después de amarrar los cabos al puerto, salto deprisa para no perder ni un instante y explorar la isla. Bueno, antes llevo mi maleta al alojamiento. Allí mismo miro mi móvil y compruebo que no tengo ni wifi ni cobertura. Sonrío y lo dejo allí mismo. También porque, por fin, tengo una ducha normal y no un cubo lleno de agua fría.
Ya abajo miro a mi alrededor: una larga playa de arena blanca de aguas azules custodiada por una hilera de palmeras en la que descansan barcas de colores. Me quito las sandalias y hundo mis pies sobre esa arena para sentirla y me adentro para notar el agua fría. Ahora sí, mochila al hombro y que comience la aventura. Paseo sin rumbo, siguiendo las huellas que otras personas han dejado antes que yo y me dejo llevar por la tranquilidad del lugar. Soy la única viajera y a mi alrededor corretean cerditos, gallinas y cabras.
Los habitantes se muestran indiferentes y siguen con sus cosas: unos niños juegan con una botella de plástico que han encontrado muy cerca de otros que, con sus camisetas del Barça, juegan al fútbol. Al otro lado, una mujer lleva el cesto de la ropa para lavarla y unos pequeños se duchan con el agua fría de palanganas y botijos de plástico. Como la tradición manda, llevan el gris-gris, el amuleto que les protege de los demonios y la mala suerte que se les da cuando son bautizados. Algunos llevan conchas, que en Senegal son muy importantes porque fueron la primera moneda del país. Al verme ríen y me preguntan «Kassoumay?». Y alegremente les contesto «Koe kassoumay!». Vamos, que me preguntan «¿qué tal?» y yo les contesto: «¡muy bien!».
En esa sencillez me doy cuenta de que Carabán es un oasis de paz y el tiempo lo marcas tú. Es precisamente lo que buscaba, aunque descubro también que es una isla repleta de historia, a pesar de no tener grandes monumentos y sí destartaladas casas construidas de variopintos materiales. Y es que, aunque parezca una leyenda, esta coqueta isla tiene un pasado interesante, pues albergó los primeros asentamientos comerciales franceses a comienzos del siglo XIX. Y fue así porque a pesar de que los primeros colonos fueron los portugueses, hacia 1830 les sustituyeron los franceses porque el líder de la aldea de Kagnout decidió ceder la isla de Carabán a Francia a cambio de un pago anual de 196 francos.
De ese pasado colonial quedan algunos vestigios, como la iglesia católica, que se mantiene en pie casi por milagro divino, y el cementerio católico, con la tumba vertical del Capitaine Aristide Protet. Según me cuenta mi guía, Bouba, murió en 1836 tras alcanzarle una flecha envenenada durante un levantamiento de los diola, el grupo étnico más extenso en la zona. Pidió que le enterraran de pie con su perro para seguir contemplando el mar —el río, en este caso— incluso ya fallecido. Está cerca de la playa, así que me dirijo hasta ella para contemplar las vistas. Junto a mí unas vacas disfrutan del entorno. El sol está cayendo, así que los amarillos y naranjas comienzan a colorear el paisaje y dan forma a una espectacular puesta de sol que vivo como si fuera la primera que veo en mi vida. Y también me llevo el susto de mi vida porque ante mis ojos tengo un lagarto de unos tres metros que me hace dar un grito…
Regreso a mi alojamiento y tras la cena decido olvidar al lagarto y bajo hasta esa arena esponjosa para dejarme llevar por el silencio de la isla, de vez en cuando roto por alguna ave y el sonido de las embarcaciones moviénsose con el suave oleaje. El cielo está limpio y estrellado, como hacía tiempo que no veía. Me entra frío y decido regresar a mi habitación. Me despierto pronto y desayuno el café aguado de siempre y una tostada con chocopain (la nocilla senegalesa). Ya tengo energía para mediodía.
No tengo ningún plan establecido así que paseo de nuevo entre las casas y me paro en La sastrería de Paco–Carabane, un taller al aire libre donde el parlanchín de Paco —es un diminutivo de Pape, nombre senegalés— y sus hijos se afanan en confeccionar prendas en tiempo récord. Es curioso ver cómo aquí la máquina de coser es cosa de hombres y su habilidad con los idiomas… No puedo evitarlo y compro un par de pantalones de vivos colores. El negocio debe de hacerlo con turistas como yo pues en la isla no viven más de quinientas personas. Por cierto, en su mayoría son de la etnia jolas, que entre otras cosas se distinguen de otros grupos étnicos de Senegal (diolas, wolof, peul…) por ser una sociedad igualitaria, libre de cualquier organización política jerárquica y que no han practicado la esclavitud.
Sigo el recorrido, pasando por el hospital, la biblioteca… mirando la ropa tendida que parece que se la va a llevar el viento, e incluso una familia me invita a entrar a su casa. Dudo pero al final acepto su hospitalidad y decido entrar. Y no sé cómo termino cortando una especie de coco con un hacha que es más grande que mi brazo. A veces pienso cómo no me ocurren más cosas en mis viajes. Me medio despido de ellos y me voy hacia la escuela. Un recorrido relativamente corto que hago con la calma que me transmite la isla.
Al llegar a la escuela me quedo parada, viendo a los niños jugando en el campo de tierra con una portería que han hecho ellos mismos con unos palos. Juegan todos juntos, sin distinción de edad o de sexo, y su risa y algarabía rompe la tranquilidad del lugar. Me acerco para ver las aulas y descubro una clase de pupitres viejos y una gran pizarra que va de lado a lado escrita con tiza la lección del día. No está el profesor y, al verme, los niños se me quedan mirando y me gritan: «Tubab!». Lo hacen pidiéndome que les haga fotos y se las enseñe. Realmente no sé quiénes son más felices, si ellos o yo.
Vuelvo hacia el puerto para coger mi piragua, esa que me llevará otra vez a Elinquín, al ruido y al polvo de los coches. Lo hago con cierta pena porque sé que la paz que he encontrado aquí, en la isla de Carabán, no volveré a encontrarla tan fácilmente.
Cómo llegar: La puerta de entrada a la isla es Casamanza, la región de Senegal situada debajo de Gambia. La capital y ciudad más importante de Casamanza es Ziguinchor, aunque se llega en coche desde Dakar. Es más largo pero más recomendable que cruzar Gambia porque las esperas son largas y los controles también. Una vez se llega a Elinquín, coges una de las barcas que conectan con la isla. El precio del trayecto son unos mil CFA (1,5 euros) ida y vuelta.
Web de interés: Yakaar Africa. Viajar a Senegal es una experiencia única, pero también solidaria. El viaje lo organicé a través de la ONG Yakaar Africa, que muestra proyectos que se están realizando en el país y, a través de las visitas, comidas y alojamientos, contribuyes al desarrollo de las comunidades locales.
* El artículo se publicó originalmente en el número 90 (abril 2022) de la revista Plaza