Catalán, marxista, religioso, profesor, jubilado... y, desde el 13 de junio de 2015, alcalde. Un año después de renunciar a tomar la ‘vara de mando’ para devolver la ciudad a los ciudadanos, Joan Ribó hace balance de su vida, de su experiencia como primer edil y del futuro del 'Cap i Casal'
VALENCIA. Cuando era un militante comunista no pudo derribar a Franco. Joan Ribó aún se lamenta por ello. «No pudimos con él». Pero hace un año consiguió algo que comenzaba a parecer igual de difícil: destronar a Rita Barberá después de 24 años de reinado en una ciudad que llegó a identificarse con su alcaldesa. Como con la caída (es un decir) del régimen anterior, habría que calibrar qué influyó más, si la presión de las fuerzas del cambio o su propia descomposición. Un análisis serio matizaría la autoestima de los que llegaron a pensar que habían tomado el ayuntamiento por asalto.
Lo que parece claro es que este cambio se ha encarnado en un personaje, a priori, de lo más improbable. Fuera de la sucesión dinástica o gremial y en un sistema político de masas resulta ciertamente complicado calcular las posibilidades de que un individuo concreto acabe ostentando una alta magistratura. El hecho de que hasta seis Fabra hayan presidido la Diputación de Castellón parece una anomalía estadística pero no social. Rita Barberá, por ejemplo, pertenece a una familia patricia y políticamente activa en el consistorio y ya desde jovencita apuntaba maneras de prócer capitalino, al menos desde que la nombraron Musa del Humor municipal en un año tan cargado como 1973.
Por aquel entonces, nuestro protagonista, un joven profesor de Agrónomos en la recién creada Universidad Politécnica, militaba en un partido clandestino que tuvo que resignarse a esperar «el hecho biológico» y unos cuantos meses más para salir de las catacumbas. Los militantes de entonces se jugaban el pellejo cada uno a su manera y según su formación y sus inquietudes. Ribó se colaba en los aparcamientos para medir la calidad del aire y denunciar lo irrespirable de aquellas estancias subterráneas, casi una metáfora de la grisura espesa de la época y el presagio de una vocación de pionero ciclista urbano y «pacificador» del tráfico rodado en el centro histórico.
Vamos al principio. Que un hombre nacido en Manresa, criado en el Pirineo catalán y educado en los Jesuitas y el marxismo se haya convertido en alcalde de Valencia merece una explicación. Ribó vino al mundo el 17 de septiembre de 1947. Lo hizo «por casualidad» en Manresa, donde su madre había acudido al hospital porque tuvo problemas con un primer hijo. Su infancia transcurrió en una masía de Adrall, un pueblecito del municipio de la Ribera d’Urgellet, a 15 kilómetros deAndorra. La familia vivía de la crianza de vacas lecheras en un entorno «casi autosuficiente con la huerta y las gallinas». Apenas tenían que comprar «el aceite, el pan y la sal». En una escuela nacional situada a diez minutos de casa, «al otro lado del río Segre», le enseñó las primeras letras un maestro «muy falangista».
La amistad de su madre con un jesuita le permitió ingresar interno con once años en el colegio de la Compañía en el barrio barcelonés de Sarrià. La distancia con la familia resultó «traumática». Como el hecho de ir a un colegio de «pijos, hijos de una burguesía profundamente antiagraria que te hacían sentir a cada momento que no encajabas». Allí surgió un incipiente «sentimiento de clase», la toma de conciencia de ser un labrador en medio de burgueses. Y allí se empapó de la ética jesuítica «del trabajo y del estudio».
En pleno Concilio Vaticano II, los padres ignacianos más sensibles a los nuevos aires eclesiales le mostraron la cara sucia del mundo, la de los barrios de chabolas de la Barcelona de aluvión de finales de los 50. «Rompí con la jerarquía eclesiástica después de que Juan Pablo II hiciera arrodillarse a un ministro sandinista que era sacerdote. Pero en el colegio era creyente, muy creyente», de aquella fe que aspiraba a cambiar el mundo con las herramientas teóricas del marxismo, del que aprendió «mucho más en la Iglesia que en elPartido». Era, eso sí, un marxismo ecléctico y más allá. «Desde Marta Harnecker hasta el anarcosindicalismo de Ángel Pestaña. Y Rosa Luxemburgo».
Ni Lenin ni menos aún Stalin estaban en su horizonte. Tenía reticencias a ingresar en el PCE «hasta que asumió el eurocomunismo y la posibilidad de conjugar socialismo y democracia». Al otro lado del mar y en el extremo de otro continente estaba el Chile de Salvador Allende, «que se debatía entre avanzar para consolidar o consolidar para avanzar» hasta que lo pararon en seco. Aquél fue el 11 de septiembre que marcó a Joan Ribó, «un trauma también personal» por su amistad con un sacerdote que escapó por los pelos y con el dirigente socialista Vicent Garcés.
Antes, a mediados de los años 60, en Barcelona, ingresa en la facultad de Ingeniería. Las primeras manifestaciones y un encontronazo con la autoridad, en concreto con una fusta de los grises que le quedó «bien marcada en la espalda durante una semana». Todo porque «habían prohibido proyectar Viridiana en Económicas». Para especializarse en Agrónomos debe elegir entre Madrid y Valencia. No lo duda.
El actual alcalde de Valencia se apeó del tren en la Estación del Norte un día de 1965. Lo primero que hizo fue preguntar en la lengua del país y un paisano le respondió de la misma guisa. «Xe, xiquet... me di cuenta de que me entendían a la primera». Y hasta hoy. Le gustó Valencia y después de formar una familia supo que ya no se iría. A Adrall vuelve muy de vez en cuando. «Iba cada mes cuando aún vivían mis padres. Y en vacaciones. El paisaje del Pirineo me relaja mucho, como el sonido del río y el olor de las vacas. Mi sensibilidad ambiental viene de ahí. Pero ahora tengo mucha faena aquí».
La universidad es tiempo de mucho estudio y la primera militancia en el Sindicato Democrático de estudiantes, donde conoció a Garcés y Carmen Alborch. Sin alardes. «Nunca me detuvieron. Era algo miedica y he tenido suerte. Iba corto de dinero, y acabar el curso era prioritario». Un examen parcial evitó que acudiera a la Caputxinada de Sarrià y la detención junto a lo más granado de la intelectualidad antifranquista catalana, además de una multa de decenas de miles de pesetas.
El día de la muerte de Franco había champagne en la nevera de la familia Ribó. Contempló atónito el fracaso electoral del PCE de Carrillo en una Transición política donde «persistía el miedo» y con un partido marcado por «la prepotencia de los que venían del exilio de París» y que de España lo desconocían casi todo. «Tamames propuso concurrir como Junta Democrática para evitar el temor a los comunistas. No le hicieron caso. Los mítines fueron los más multitudinarios, pero luego no nos votaron». El sorpasso sin paliativos lo dio un PSOE de nueva planta. «Aquí los únicos socialistas que conocíamos eran los del PSPV de Garcés». El gran «trauma» del 77 y más aún del 79 culmina con la aplastante victoria de Felipe González en 1982. En el ayuntamiento, el PCPV apuntala a los alcaldes socialistas. Un año después Joan Lerma arrasa en las primeras elecciones autonómicas.
Hay que reinventarse. Nace Izquierda Unida. Ribó es un militante de base centrado en tareas sindicales en el sector de la enseñanza en CCOO. La lenta e inexorable erosión del PSOE no es suficiente. El sorpasso de Anguita fracasa. El PP de Aznar y Zaplana se basta y se sobra para gobernar en Madrid y Valencia.
Joan Ribó dirige la coalición en la capital desde 1992 y se convierte en diputado autonómico y portavoz parlamentario en 1995. En la tradición comunista y poscomunista cada crisis supone una purga por expulsión o abandono. La dimisión del coordinador de EUPV Albert Taberner en 1997 aúpa a Ribó al cargo. Admite que estas cribas son «una herencia del pasado» y que no alcanza el liderazgo «por méritos propios sino por oportunidad. Estaba en el momento y en el lugar adecuados». La historia se repetirá y con resultados óptimos.
El parto del primer Compromís (pel País Valencià) en 2007, la efímera coalición de EUPV y el Bloc, coincide con su cese de diputado. Vuelve a la militancia de base y a su trabajo de profesor de instituto. Se jubila en 2010. El retiro dura apenas unos meses. Compromís es ahora la suma del Bloc y el grupo de Pasqual Mollà y Mónica Oltra expulsado de EUPV. Las eleciones de 2011 son a vida o muerte. Se busca un cabeza de cartel para atacar el bastión más inexpugnable: el ayuntamiento. Ribó vuelve a estar disponible. Es un jubilado en buena forma y con ganas de plantar batalla. «No esperaba que saliéramos, y menos con tres concejales».
Esta vez se encuentra en el lado afortunado de la barrera. Compromís aprovecha la evidente descomposición socialista. Con tres concejales frente a los ocho socialistas, Ribó se convierte en el referente de la oposición a una alcaldesa que empieza a sentir los achaques de dos décadas de hegemonía indiscutible. Compromís recoge el eco del 15-M antes que nadie. Es una formación política de aluvión (lo opuesto de EUPV) pero con una estructura y una experiencia que permiten que los nuevos materiales se asienten. Es un equilibrio algo inestable, pero equilibrio al fin.
Ribó representa la consistencia. Por trayectoria y por posición. Fue de los últimos en abandonar, por expulsión, el barco de EUPV, pero no se integró en la Iniciativa de Oltra y los Mollà. «Creo que he cumplido de sobra mi cuota de militar en un partido». Aparenta un cierto desdén hacia los seísmos internos que acaecen cada vez que hay que negociar una lista electoral. «Es secundario, problemas de casa adentro que hay que arreglar». En él predomina la mirada institucional, hacia afuera. «La simbiosis de ideas. Valencianismo, nacionalismo, ecologismo. Una izquierda nueva con ideas muy potentes para transformar. La gente no ve sus partes sino una fusión que engarza con las raíces del país para avanzar sin planteamientos radicales». La contradicción ideológica y la tibieza de programa, las piedras con las que siempre tropezó la llamada izquierda real en sus intentos de abrirse para crecer, se aparcan y se asumen discretamente. ¡Para qué ponerse la venda antes de la herida!
«No creo en saltos del tigre.» La metáfora sexual describe lo que supusieron los nueve concejales obtenidos el 24 de mayo de 2015. El tigre saltó por «sorpresa» y no era de papel. Percibía buenos augurios, pero siempre pensó que «los socialistas sacarían más concejales». Hasta ese mismo día no pensó que podría ser alcalde. Su elección quedó clara mucho antes del Acord del Botànic. La toma de posesión, también, con el lacónico gesto de dejar de lado la protocolaria vara de mando. Quería desmarcarse del «autoritarismo de Rita Barberá». Esa noche el nuevo alcalde de Valencia acudió a un concierto en la terraza del MuVIM. Toti Soler y Gemma Humet interpretaban canciones de Ovidi Montllor. Hubo aplausos. Jugaba en casa.
En otras plazas era previsible, como mínimo, la división de opiniones. El 9 d’Octubre, si no pacífico, se saldó sin incidentes graves. Las duras lecciones del pasado y la sincera vocación festiva de concejales como Pere Fuset están sirviendo para acabar con lo que, a juicio del alcalde, es «el tópico de que la izquierda es antifallera». Los estigmas están detectados y el esfuerzo se centra en supurarlos. «No acepto que se nos tache de catalanistas porque defendemos el uso del valenciano. O que se diga que la derecha gestiona mejor el dinero público». Tampoco asume ninguna veleidad anticlerical que se relacione con su renuncia a presidir procesiones.
«Siento un profundo respeto por las pautas religiosas de conducta, por todas, sobre todo si conducen a liberar a las personas». Comulga con muchos de los postulados del Papa Francisco y señala al arzobispo Cañizares como uno de los puntales de la «reacción durísima» contra los nuevos aires vaticanos. «El anterior arzobispo, Osoro, era mucho mejor que éste». Las nulas relaciones con la actual jerarquía eclesiástica contrastan con la normalidad de trato con los poderes económicos. «En los últimos quince días me he reunido con los directivos de Bankia, Telefónica, Ford y La Caixa. Hay un buen espíritu de colaboración con Mercadona. Algún problema ha habido con el IBI (Impuesto de Bienes Inmuebles), pero hay que cobrarlo como en el resto de España. No podemos ser un Panamá».
Ribó es diez meses mayor que su predecesora. Tiene una hija y un hijo, fruto de dos matrimonios. Es abuelo de dos nietas. Se levanta cada mañana a las 6:30 y llega al ayuntamiento poco después de las ocho, normalmente en bicicleta. El alcalde de Valencia aún descubre con sorpresa rincones de la ciudad, como un tramo de valla frente al puerto, único vestigio de lo que fue el instituto del Marítim donde dio clases de física y química hasta 1990, trasladado para dejar sitio al efímero circuito de Fórmula 1. Desde el instituto de Meliana donde se jubiló observa la huerta «cada vez más ‘antropizada’, más llena de invernaderos» y le da vueltas y más vueltas a lo que habría que hacer para salvar de la destrucción este paisaje único. Y piensa en el Cabanyal y en cómo «evitar la gentrificación» a la vez que se convierte en «un barrio atractivo, pero no como Russafa. Un barrio popular, pero sin guetos».
Poco a poco toma consciencia de que no es un ciudadano más, para bien y para mal. La gente lo reconoce. Durante un corto paseo por Patraix, su barrio, un coche se para y dos mujeres le declaran su admiración y le prometen el voto. Lo agradece algo azorado con una sonrisa de persona tímida aunque sociable que todavía se sorprende de su propia fama. Unos vecinos sentados en la terraza de un bar le agradecen hasta lo que no depende de él, como el fin del copago farmacéutico o la gratuidad de los libros de texto. «Antes, no pensaba que un alcalde fuera tan importante». Asume el precio de las críticas, incluso las injustas, en los medios de comunicación. «Va en el sueldo».
Se muestra satisfecho de su gobierno con el PSPV y València en Comú y de las «magníficas relaciones con la Generalitat. El actual gobierno de España nos trata como a una colonia». Ya ha descubierto que «la burocracia es lenta» y que «transformar» la ciudad, «hacerla más amable», llevará tiempo. Él no estará más de ocho años. «Propondría una reforma constitucional para limitar mandatos. La experiencia norteamericana me parece muy sana».
Resuena en sus palabras un pasado reciente que no quiere repetir. Por las puertas ahora abiertas del ayuntamiento «ya han entrado 150.000 personas». Una puerta abierta invita a entrar y también a salir. «Hace cinco o seis años Rita Barberá era una persona querida en la ciudad. Perdió la oportunidad de irse dignamente».
(Este artículo se publicó originalmente en el número de junio de la revista Plaza)