Durante medio siglo este fotógrafo retrató Valencia a través de sus miradas. Nunca imaginó que aquella afición obsesiva por captar y documentar a los anónimos de la ciudad encontrara en su ocaso el mayor reconocimiento
VALENCIA. Si hubo un tiempo en que los artistas malditos estuvieron de moda, este inicio de siglo XXI ha servido en gran medida para que cada territorio y casi cada disciplina reencuentre el trabajo de un creador excepcional que durante toda una vida ha pasado desapercibido. Es el caso de la pintora cubana Carmen Herrera, que vendió su primer óleo a los 89 años y ahora a los 100 ya tiene obra en el MoMA de Nueva York o la Tate Modern de Londres, entre otros. No todos han vivido el éxito de lo mucho creado, como es el caso de la omnipresente Vivian Maier. Las decenas de miles de fotografías que esta niñera de Chicago capturó a lo largo de su vida ahora giran por el mundo, vendiéndose y revendiéndose con muestras tan poco interesantes como la que ha permanecido durante las últimas semanas en Madrid, explotando los infinitos recursos de una obra para la que el criterio del propio artista no cuenta.
No es el caso de nuestro particular caso valenciano, el del fotógrafo Joaquín Collado. Este exempleado de banca acumula algo más de 40.000 fotografías, con una laboriosa documentación anexa que recoge cuándo disparó cada carrete y dónde, dividiendo estanterías de producción según su fecha y serie Collado es para muchos el fotógrafo de la Valencia más callejera, y desde que en 2009 se hiciera su primera gran retrospectiva en las Atarazanas de la ciudad, los reconocimientos no han cesado. Los últimos, ingresar en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, exponer en la galería le Plac’Art Photo de París de la mano del promotor Armand Llàcer (inaugurada el pasado mes, hasta el 7 de noviembre) y ser objeto de un libro acerca de su figura que ultima en estas semanas el bibliófilo e investigador Rafael Solaz.
"Collado es fundamental para entender la sociedad valenciana de los años sesenta a los ochenta", asegura RAFAEL Solaz
Collado (Valencia, 1930) "es fundamental para entender la sociedad valenciana de los años sesenta a los ochenta", asegura Solaz. Todo apunta a que el libro estará listo a principios del próximo año, incluyendo una amplia muestra de su obra y la biografía del joven que con 14 años fue botones del Banco Hispanoamericano, en la Calle de las Barcas de Valencia, y desde allí inició una fotografía urbana, intensamente humana, de miradas, y que ha captado los rincones oscuros, las heterogéneas gentes y las fiestas de la ciudad.
El que fue durante casi un cuarto de siglo presidente de la Agrupación Fotográfica Valenciana (Agfoval) vive ahora su particular primavera, a los 85 años, en una reivindicación que acepta con la naturalidad de quien nunca buscó el reconocimiento público a partir de sus fotos, sino mostrar «las miradas; en los ojos está todo».
«Nunca esperé que nadie me dedicara tanto tiempo, tanta atención. Cuando se hizo la exposición de mi obra en el MuVIM me pasaba un par de veces cada semana y veía a la gente mirar y mirar. Pasaron hasta 12.000 personas y se tuvo que prorrogar dos veces.
Las primeras de las más de 40.000 fotografías que guardo las tomé en 1959, aunque hasta el 65 no revelé por mi cuenta. En toda esa época inicial no conocía a fotógrafos profesionales. Hacía mi propia fotografía sin mirarme en nadie, pero poco a poco conocí a Alfredo Sanchis Soler, José Miguel de Miguel o a Gabriel Cualladó [con quienes la crítica le compara]. Aun así, nunca tuve como objetivo publicar nada, ni exponer en ningún sitio, aunque entiendo a todos lo que lo hacen y obviamente es algo lícito».
«Para hacer las fotografías del Barrio Chino de Valencia [en las que aparecen prostitutas, proxenetas y clientes] me escondía la cámara en el abrigo. Tosía cada vez que disparaba, porque vaya ruido hacían aquellas cámaras... La prostitución se ha convertido en algo marginal y lo único que queda son los edificios deteriorados que albergaban esos prostíbulos.
Espero que algún día cambien, aunque espero que no pase como con toda la ciudad. He visto desaparecer toda la huerta y está claro que para que llegue la modernidad, para que la gente tenga más oportunidades y pueda dedicarse a lo que verdaderamente quiere, es necesario un cambio, pero creo que no hacía falta arrasar con todo como ha sucedido».
«En toda mi obra hay niños. Los hay en Gitanos, en Infrarrojos o en La ciudad y sus gentes y son los protagonistas en otras series como Plaza de San Esteban. Ahora esto sería impensable. Hoy en día apenas hay niños en la calle. Antes todo el mundo en la calle sentía que les teníamos que proteger, y era tan impensable que les fuera a pasar algo, que crecían allí. Yo siempre les pedía permiso a los padres para las fotos, igual que hacía con los adultos. En mi fotografía la conversación previa es una parte esencial. Bueno, y también la posterior, porque en una infinidad de casos me comprometía a llevarles una copia. Y vaya si se la llevaba».
«La fotografía que se hace hoy en día es efímera. Mi nieta me enseña alguna foto que ha hecho con su móvil y yo le pregunto que cuándo la va a revelar, pero no le interesa. Tampoco la vuelve a mirar. Yo sigo viendo la fotografía de la misma manera y eso incluye sacar copias. Las últimas que he hecho han sido en la Plaza Redonda de Valencia, hace unos días, en color, aunque luego las paso a blanco y negro porque sólo entiendo la fotografía así. Y ya tengo bastantes a color, pero no las aprecio así. Cuando ya no esté [mira sus cuatro estanterías repletas de negativos] mis hijos decidirán qué hacer con todo esto».