VALÈNCIA. La sala es pequeña y se llena rápidamente. Padres y niños que, unos minutos antes, esperaban impacientes en la calle Puerto Rico, en Ruzafa, entran apresurados y se reparten entre los cerca de 40 pufs que hay frente al escenario. Cuando ya están dispuestos, Juan Picó sale, saluda y hace una presentación con una voz fuerte y llena de personalidad. Luego se agacha para ponerse a la altura de los niños y cuenta la historia de un par de dragones que sobrevuelan València desde hace un tiempo y presenta a la banda de los tíos vivos; en realidad, tres hileras de músicos de madera. Entonces se apaga la luz y todo queda en penumbra. Un niño se asusta y rompe a llorar. Parece que va a arruinar el momento. Pero entonces comienza a sonar la música, los instrumentistas empiezan a moverse y el llanto remite. Cuando vuelve Juan con la marioneta de un dragón, ya solo queda silencio y expectación.
Juan es un fontanero del barrio de Ruzafa que arregla tuberías por la mañana y por la tarde se entrega al arte. Le apasiona más lo segundo que lo primero, pero es lo primero lo que paga lo segundo. Por eso hace 30 años, cuando tenía su banda de pop-rock, hizo un curso de FP y se buscó un empleo porque ya había tenido tiempo de descubrir que de la música no iba a poder vivir. Pero no se rindió. La llama de su pasión siguió viva y aquel grupo sin nombre fue evolucionando hacia lo teatral. Un día, a la vuelta de una manifestación contra las obras que tenía pensadas Rita Barberá para el Cabanyal, pasó por delante del teatro de títeres que hay allí y pensó que ese sería un buen nombre: Títere. "Yo iba cambiando voces y montando un rollo esquizofrénico en el escenario hasta que aparecieron los títeres de verdad. Luego la banda se fue disolviendo y empecé a meter una banda más orquestal. Del bajo y la guitarra fuimos pasando al violín, el chelo, el piano... Y ya empezaron a haber más escenas de teatro", rememora Juan.
Porque él, además de fontanero, es compositor autodidacta. "Y con este nuevo concepto necesitaba más músicos. Al principio éramos cuatro, luego seis, a veces diez... Pero yo compongo para una orquesta sinfónica y eso es inviable económicamente". Así que decidió inventarse a los músicos que le faltaban. Su orquesta, a partir de entonces, iba a estar compuesta por autómatas, figuras de chapa de madera mecanizadas. Al principio de manera modesta, con poleas y mecanismos algo ortopédicos. Pero aquello era un poco caótico y, de repente, en mitad de un función, saltaba una goma del violinista o se rompía un cable.
Juan entendió que así no podía seguir y lo paró todo durante un largo periodo de tiempo que empleó en hablar con ingenieros y mecánicos. Necesitaba que sus músicos 'leyeran' las partituras en tiempo real y se movieran al ritmo de la melodía, que no hicieran simplemente un movimiento repetitivo como si fueran el mono con los platillos o uno de esos gatos orientales que mueve, siempre con la misma cadencia, el brazo izquierdo.
La clave de su supervivencia fue Fernando Ortega, un amigo de Juan que es ingeniero de la Universidad Politécnica de Valencia. "Fue fundamental porque yo lo iba salvando como podía, pero aquello no tenía futuro. Fernan me dijo que para hacer una cosa industrial me tenía que meter con gente profesional que manejara el tema. Entonces me busqué un programador de informática que también es técnico industrial, un electromecánico, e hice una gran familia, también con artistas de Bellas Artes de València".
La banda tenía detrás un equipo de especialistas, gente que, sensibilizada por el seductor espíritu artístico de Juan, decidió rebajar sus pretensiones económicas para sacar el proyecto adelante. Cada uno avanzó en su faceta hasta hacer posible la idea de Juan Picó. "Lo que yo compongo en el ordenador va a un programa informático. Son microordenadores. Cada figura tiene una fuente de alimentación. Cada uno lee la música y la interpreta a tempo real", presume años después.
Ahora la sala está vacía. Desde los laterales, unas luces amarillas titilan. Juan se sienta delante del escenario y da la espalda a esos catorce músicos de palo que parecen inertes. Pero cuando se refiere a ellos, se gira y les dice: "¿Verdad, chicos?". Porque Juan vive allí con ellos. En un lado se abre una cortina que da acceso a un breve pasillo, un cuarto de baño, un estudio donde compone sus obras y, al final del todo, una especie de saloncito con una cama en alto que libera todo el espacio que tiene debajo. Una habitación sin televisión, pero con un proyector. Es la guarida de Juan a la que a veces llega de visita Sara, su sobrina, a quien el compositor ve como posible heredera de este proyecto pese a que solo tiene diez años. "Sara es una crack, una persona muy especial. Le encanta venir aquí y no tiene miedo. Y eso que aquí, por las noches, el teatro da un poco de yuyu".
Hace cuatro años estrenaron 'El caballo llamado miedo". Ya habían dejado los bolos itinerantes para instalarse en la Sala Títere de la calle Puerto Rico. Juan había quemado todos sus ahorros en sus hijos de madera y aquello funcionó. "De hecho empezó a ir muy bien. Pero entonces llegó la pandemia y como esta sala es muy pequeña, si guardaba la distancia de seguridad, solo podían entrar ocho o diez personas, así que tuve que cerrar. Ahora empieza a irnos bien otra vez. ¿Verdad, chicos?", explica mientras se gira hacia esas figuras con rostros dibujados pero claramente distintos. Cada instrumentista es un personaje diferente. Juan aprovechó para hacerle un guiño a algunos amigos. "Les di un aire a compañeros que han trabajado conmigo como músicos. El pianista es Pedro, Peter, que sigue trabajando conmigo. El guitarra de allá es Carlos, que es el que ha hecho el teatro de sombras. La mayoría son compañeros con los que he trabajado. Y eso que con algunos hemos tenido nuestras cosas, pero yo quiero que estén aquí".
Luego también hay algún híbrido. Como el violinista, que es una mezcla de Ara Malikian y Marcos, un violinista que estuvo trabajando para Títere. "Así que yo a este autómata le llamo Marcos Malikian". La banda también esconde sus secretos. Juan se niega a revelar quién es la punki de la primera fila. "Eso no te lo voy a decir", zanja.
Cada dos por tres, sin previo aviso, Juan agacha la cabeza y la levanta de golpe para colocarse el pelo, una melena larga y lacia que, junto a las patillas y el bigote de mexicano que le llega hasta la barbilla, le dan un toque de rockero. Reafirma su imagen con unas botas de piel, unos tejanos y una camiseta negra. Es más la fotografía de un seguidor de los Stones que el de un amante de Bach. Pero Juan es un hombre ecléctico por la influencia de sus padres, que se separaron cuando él tenía 13 años. A ella, Paz, su madre, le gustaba escuchar música ligera: Nino Bravo, Paloma San Basilio, Camilo Sesto, Raphael... Él, Juan, su padre, era más de clásica. Y cuando el chaval, que era un pésimo estudiante, llegaba con los suspensos impresos en un papel, aquel hombre le imponía un castigo que, en el fondo, veladamente, era un regalo educativo. El padre cogía a su hijo, lo sentaba en un sillón del salón y le obliga a escuchar a Beethoven, Mozart, Brahms o lo que le hubiera dado por poner a aquel hombre ese día. Y el chaval, rebelde como todos los chavales, se ofuscaba al principio, pero luego, poco a poco, se iba amansando. Hasta que llegó un día que le pilló el punto y eso, quizá, marcó más adelante su deriva artística. Porque él era de otro tipo de clásicos: Beatles, Rolling Stones, Pink Floyd...
El proyecto, superado el receso pandémico, vuelve a coger vuelo. Juan es ambicioso y no se conforma con su pequeño espectáculo en esa sala minúscula. Su idea es ampliar la orquesta y subirse a tarimas de más fuste para alcanzar a un público mayor. Y en la cima de su sueño, el Palau de les Arts, con cuarenta o cincuenta autómatas encima del escenario y que los músicos de carne y hueso se sitúen en el foso de la orquesta y se coordinen con los títeres para interpretar una obra sinfónica. Antes, algo menor, como que otro autómata reciba en la sala a los espectadores, les salude con un "Bon dia, benvinguts", y otro, una especie de Rumba programada, les acompañe hasta su asiento. "Mi gran proyecto es sumar arte y tecnología", resume Juan Picó.
El fontanero de Ruzafa, aunque criado en Campanar, no es de muchos viajes, pero en alguno que ha hecho por Europa indagó para ver si encontraba otras bandas de autómatas. "He visto muy poco. Y de este concepto no hay nada. Lo que yo hago, creo que no lo hace casi nadie en España. No a este nivel. Y eso es gracias al enorme talento que sale de Bellas Artes o de la Universidad Politécnica. València es la caña". Lo dice y abre unas manos de dedos gruesos, las manos de un hombre habituado a tareas que requieren de la fuerza, pero también las manos de un hombre refinado, educado pero bravo, con gustos sofisticados en lo musical. Un hombre sin hijos. "Bueno, mis hijos son mis autómatas, ¿verdad, chicos?".