En la Reserva Natural de Masái Mara aún es posible contemplar la vida salvaje con toda su potencia original y episodios de cruel belleza como la gran migración
VALÈNCIA.- Presenciar cómo el sol, convertido en un círculo de fuego, desaparece tras la característica silueta de las acacias africanas; asistir con el corazón encogido a los ataques que los depredadores más voraces del planeta lanzan sobre las víctimas descuidadas; danzar con guerreros de tribus ignotas, o acompañar a una manada de elefantes en un avance parsimonioso y devastador que arrasa con toda la vegetación a su paso... Un safari fotográfico es una experiencia única e inolvidable en el bagaje de cualquier viajero, por modesta que sea su inquietud por la naturaleza. Y el mítico Masái Mara está entre los mejores lugares para realizarlo por ser una de las más imponentes concentraciones de vida salvaje del planeta, a la altura de otros parques nacionales como el de Serengueti en la vecina Tanzania o el Kruger en Sudáfrica.
Las cifras de este templo en el que la naturaleza aún se exhibe con toda su potencia original son abrumadoras. La población conjunta de cebras, gacelas, impalas, jirafas, jabalíes verrugosos y otros herbívoros moradores de la sabana se cuenta en cientos de miles. La de ñúes supera el millón. Con ellos conviven centenares de leones, leopardos, guepardos, hienas o chacales en un inacabable ciclo de supervivencia y muerte. El parque nacional de Masái Mara abarca algo más de 1.500 kilómetros cuadrados de inmensas llanuras de hierba salpicadas de acacias de copa achatada y riachuelos. Junto a ellos se concentra la vegetación más densa y la mayor cantidad de animales. Se trata del mismo ecosistema que se extiende hacia el sur por Tanzania, donde recibe el nombre de Serengueti.
La temporada alta para los safaris coincide con los meses de mayor actividad migratoria de los herbívoros, normalmente de junio a octubre, pero todo depende del ciclo de lluvias y la disponibilidad de pasto. La imagen de caravanas formadas por miles de ñúes y cebras vadeando el río Mara, siempre infestado de cocodrilos, es una de las estampas grabadas en la retina de los viajeros que tarde o temprano se deciden a realizar uno de estos safaris. Pero la grandeza de Masái Mara es que la belleza y la crueldad del reino animal se muestran siempre en grado superlativo. La abundancia es tal que la observación de antílopes, toda clase de herbívoros y elefantes, búfalos, avestruces o rinocerontes está garantizada en cualquier momento del año.
Los más buscados en Masái Mara, los felinos, son también los más escurridizos y complicados de avistar. Observarlos depende de una mezcla de suerte y pericia de los conductores de los vehículos. Cada jornada de safari —o game drive— es realmente un ejercicio de emoción e incertidumbre que obliga a mantenerse siempre en guardia, escrutando permanentemente entre los arbustos para localizar grupos de leones o en las copas de los árboles en busca de algún solitario leopardo. El premio nunca está garantizado y en ello también reside parte del juego y el encanto. Por eso, la descarga de adrenalina que se produce al avistar alguno de ellos es imposible de describir. Con todo, después de varias jornadas de safari es prácticamente imposible marcharse de África sin haber avistado elefantes, rinocerontes, búfalos, leopardos y leones, los cinco grandes.
Las jornadas de safari suelen iniciarse al alba por ser el momento del día en el que los animales, especialmente los felinos, despliegan su mayor actividad. Las horas centrales del día, cuando más castiga el punzante sol africano, no son las más propicias. Al margen de las siempre presentes cebras y gacelas, con fortuna podrá observarse grupos de leones reposando a la sombra de los arbustos. Por eso los viajeros suelen dedicar esas horas a descansar en los alojamientos antes de salir de nuevo con los vehículos todo terreno para el atardecer, cuando se reactiva la mayor actividad animal.
El alojamiento escogido constituye un elemento esencial para el disfrute de un safari. Al viajero que se aventura en esta experiencia se le presupone el deseo de integrarse al máximo en la naturaleza salvaje y los lugares de descanso están concebidos para ello. La forma más habitual son los llamados lodges, complejos situados dentro de las reservas en perfecta simbiosis con el entorno. Las habitaciones suelen estar en bungalows y las zonas comunes disponen de todos los servicios básicos —excepto suministro eléctrico ininterrumpido— con el aliciente de encontrarse en el centro de la acción.
Otra modalidad con más encanto son los tented camp, complejos en los que los huéspedes se alojan en tiendas de campaña con todas las comodidades y áreas colectivas, como piscina o comedores al aire libre en los que compartir conversación en torno a una hoguera. Durante la noche, por las finas paredes de la tienda se cuelan todo tipo de sonidos propios de la actividad de los animales en la sabana.
Más allá de Masái Mara
El parque nacional junto al que se asientan los Samburu es una de las reservas más populares de Kenia. Conocido por su población de elefantes —es habitual contemplar manadas de más de veinte ejemplares—, el parque nacional de Samburu se encuentra en un área semidesértica al norte del país, pero últimamente luce un verdor inusual que lo convierte en uno de los rincones más hermosos de Kenia.
Más al sur, en pleno valle del Rift, se encuentran otras dos reservas de obligada visita en un primer viaje a Kenia. Neivasha —paraíso para toda clase de aves y escenario de rodaje de algunos exteriores de Memorias de África— y Nakuru forman parte del sistema de lagos kenianos declarados Patrimonio de la Humanidad en 2011. Este último es apreciado por poseer una población de flamencos que, concentrados en las orillas del lago, forman un impresionante manto de color rosa entre el que se cuelan los reflejos del sol en el agua. Esta es, sin duda, una de las imágenes más hermosas con las que los viajeros regresan de su experiencia africana.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 35 de la revista Plaza (IX/17)
Madrid como capricho y necesidad. Me siento hijo adoptivo de la capital, donde pasé los mejores años de mi vida. Se lo agradezco visitándola cada cierto tiempo, y paseando por sus calles entre recuerdos y olvidos.