VALÈNCIA. Una grúa deposita en un patio una oficina portátil de cristal y acero, de esas que vemos en las obras. Son los primeros planos de la película La caja de cristal y en ellos la vemos balancearse y sobrevolar amenazante un edificio, perfecto emblema de lo que vamos a ver a continuación. Porque desde esa caja de cristal, el representante de la inmobiliaria o fondo de inversión que quiere comprar el inmueble, va a manipular al vecindario hasta conseguir lo que quiere.
Aún no lo sabemos, pero esa caja, que es la del título, simboliza la gentrificación, el mercado, el capitalismo despiadado que va a caer implacable sobre la comunidad de vecinos donde se ha instalado. Tras ese inicio, entramos al edificio y ya no saldremos de él hasta el plano final. Eso significa que no veremos la calle, el cielo, el horizonte. Solo el patio del inmueble, las fachadas interiores, las escaleras y sótanos y algunos de los pisos. Compartimos así la situación de los vecinos a los que, además, la policía imposibilita la salida. ¿Por qué? No lo sabemos, ni nosotros, ni ellos, pero la casa está rodeada por policías antidisturbios que no dejan entrar y salir a nadie a causa de un peligro desconocido que no explicitan.
Aunque, en realidad, sí sabemos cuál es ese peligro. Es el avance de la gentrificación, esa herramienta del capitalismo y la economía de mercado que empuja a la gente a moverse y a desalojar sus barrios, sus casas, sus ciudades para convertirlos en espacios comerciales y residenciales al servicio, cada vez más, de un turismo implacable y destructor. Es una forma de concebir la vida que solo atiende al precio de las cosas y a la codicia, que empuja a competir y dejar atrás al prójimo, que, merced a la connivencia entre el mercado y la violencia institucional, como la película muestra, destruye la convivencia y la democracia.
¿Y cómo contar todo esto? La opción de Asli Özge, directora turca afincada en Alemania, es clara: colocarnos en el plano humano. que es justo es que la especulación urbana y el mercado desprecia. Para ello la película mantiene la unidad de tiempo, un día, y lugar, un edificio. En el ambiente enrarecido que hemos comentado, corren los bulos y las sospechas, unos miran a otros con desconfianza, el miedo va imponiéndose. La cámara se pega a los rostros y los cuerpos, y la pantalla se llena de primeros planos y planos de detalle. También se agazapa tras puertas, ventanas, ramas, objetos, tabiques, para, a través de constantes efectos de reencuadre, imponer una sensación física de claustrofobia y también de vigilancia y control. Una vigilancia ejercida por las fuerzas de la ley, claramente un arma más de la gentrificación; por el ocupante de la caja de cristal, sicario de la empresa; pero también por unos ciudadanos que han interiorizado el mensaje y, encerrados cada uno en su vivienda y en su realidad, viven en el miedo y la sospecha creciente sobre los demás, elevando la seguridad a la condición de bien supremo.
La ausencia de planos generales nos impide situarnos en el espacio y tener una visión global del edificio y del entorno. Esa visión fragmentaria es la misma de sus habitantes, y está promovida por las manipulaciones de la empresa inmobiliaria, en complicidad con la policía y otros poderes, que empujan a ver un enemigo en el vecino. El egoísmo y la codicia, alentadas por el hombre de la caja de cristal y por la extraña situación, lleva a los propietarios a preocuparse únicamente por el precio de su piso, por cuánto pueden sacar de su vivienda en esas circunstancias.
Aunque está muy pegada a la realidad, tanto por lo que cuenta, como por el escenario elegido y por la caracterización de los personajes, la película mantiene una fuerte carga metafórica y simbólica, evidente en el ejercicio de puesta en escena que hemos comentado y también en el propio título: en el título original, Black box, como la caja negra de los aviones que revela lo que ha sucedido en un accidente castellano, y ¡ en el título en castellano, esa caja de cristal que, a pesar de ser transparente, es opaca, puesto que oculta las verdaderas intenciones de la empresa. Otros aspectos conceptuales abundan en la alegoría y lo simbólico: el edificio como un microcosmos social, la pequeña comunidad como metáfora de una ciudad o un país.
La denuncia de la especulación inmobiliaria son temas que existen en el cine desde siempre y se dan en todas las cinematografías. No solo son escenarios habituales del thriller y el cine negro, o de las historias de la mafia, como en El padrino III (The Godfather Part III, Francis. F. Coppola, 1990), también los son, lógicamente, del cine político, como La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), Las manos sobre la ciudad (Le mani sulla città, Francesco Rosi, 1963) o series como The Wire (2002-2008) y Show me a hero (2015), ambas de David Simon o Crematorio (Jorge y Alberto Sánchez Cabezudo, 2011).
Pero no está de más recordar que es una realidad tan habitual y extendida, quizá habría que decir asumida como normal, que es la base del argumento de, por ejemplo, dos de los mejores films de animación de la historia: ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (Who Framed Roger Rabbit, Robert Zemeckis, 1988) o Up (Pete Docter, Bob Peterson, 2009). O de comedias románticas comerciales al uso como Amor con preaviso (Two Weeks Notice, Marc Lawrence, 2002) o de sagas familiares bien alejadas de nuestro entorno como la serie coreana Pachinko (Soo Hugh, 2002). Parece algo nuevo, porque el palabro, gentrificación, se ha puesto de moda hace poco, pero son solo nuevos nombres para la codicia, el afán de lucro y la explotación que, como muestra con vigor e inteligencia La caja de cristal, arrastran a un grupo humano a la desunión, la insolidaridad y la destrucción de la vida comunitaria.