Utilizo para titular este Tintero una expresión que pronunció hace unos días un alto cargo de la Generalitat Valenciana en una ambiente distendido, donde las dosis de naturalidad y sinceridad se agradecen.
En los últimos tiempos la transparencia en política está considerada como una cualidad fundamental, prueba de ello es que todas las instituciones tienen una cartera dedicada en exclusiva a tal fin. El gobierno valenciano no dudó en crear la Conselleria homónima que dirige Manuel Alcaraz. La transparencia como tantos otros términos de los últimos años se sitúa en el armario de los intocables, ese ‘no tocar’ que suelen colocar en algunos escaparates con la idea de que no les desmontemos la paraeta. Nadie, al menos públicamente, se atreve a cuestionar su utilidad o sus límites. Debemos ser transparentes, pero ¿hasta qué grado?
El de la transparencia es un ámbito de trabajo donde muchos politólogos e informáticos –hoy en día todo está en la web– encuentran refugio, a través de estudios, análisis y métodos para convertir los muros viejos y gruesos de la administración en paredes de cristal (término éste que tiene algo de cursi, que me perdonen). Pero tengo la ligera sensación de que a veces se cae en un ensimismamiento científico y técnico, bienintencionado pero alejado de la realidad social mayoritaria. La gente quiere que sus políticos sean honestos y honrados y para ello no es necesario que nos cuenten que les han regalado un CD del grupo Spanish Brass [así lo detalla el portal GVA Oberta].
Se acaban de cumplir tres años de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno que luego tuvo su reflejo en normativa autonómica y local y por supuesto en la creación de órganos y entidades para fomentar, promover y ejercer la transparencia. Y ¿cuál es la situación actual? El politólogo Francisco Delgado publicó un interesante artículo en la Revista Española de la Transparencia donde considera que más que transparencia tenemos tramparencia, de cara a la galería se presentan datos en bruto y que sin contrastar pueden ofrecer datos confusos, también se refiere a la infoxicación como herramienta de ocultación, puesto que la excesiva información que se publica habitualmente en los portales web de transparencia conlleva que sea difícil encontrar los datos que son relevantes para la ciudadanía. El autor compara la situación con el término elegido como palabra del año pasado por el Diccionario Oxford, la postverdad, y se refiere así a una postransparencia, donde el verdadero significado y su razón de ser han pasado a un segundo plano y prima más las palabras que los hechos.
Volviendo al ámbito valenciano, la intervención que escuché a un alto cargo del Consell me pareció además de sincera sensata, y como ejemplo reconocía que hay reuniones y contactos sobre asuntos que luego se trasladan a la opinión pública, pero que no pueden ser anunciadas previamente por pura discreción y pragmatismo. Pensemos en dos asuntos cruciales que se dirimen en la actualidad como la independencia de Cataluña o la huelga de estibadores, probablemente en ambos casos se den circunstancias –reuniones, negociaciones, etc.– que la inmensa mayoría no conozcamos y no significa que se incumpla la ley ni que la solución no vaya a ser positiva para la sociedad. La verdadera política no debe ser un plató de televisión 24 horas.
Y como decía en una reciente entrevista para este diario el escritor Javier Cercas: “La gran paradoja es que por un lado hemos sacralizado la memoria, y por otra olvidamos más rápido que nunca.” Añadiría que además tenemos una memoria muy selectiva, y no piense que he saltado de la transparencia a la memoria por cambiar de tema. Se acaban de cumplir 40 años de un acontecimiento que si algo fue es opaco y secreto, hemos conocido el cuidado con el que se planificó y no sólo porque la transparencia no estaba de moda en la década de los 70, sino porque hay asuntos que para garantizar su éxito deben tratarse con discreción y sigilo.
Esta misma semana se han cumplido cuatro décadas de la reunión que mantuvieron el presidente el gobierno, Adolfo Suárez con el líder del Partido Comunista en España, Santiago Carrillo. El encuentro se produjo el 27 de febrero de 1977, un día lluvioso y desapacible en Madrid, la cita tuvo como mediadores y anfitriones al matrimonio formado por José Mario Armero, por aquel entonces presidente de la agencia Europa Press, y su esposa Ana, el lugar elegido fue la casa que tenían a las afueras de Madrid, en Pozuelo. Las consecuencias de aquella reunión casi clandestina fue la acelerada (para los cálculos de Suárez y sobre todo de Torcuato Fernández-Miranda) legalización del Partido Comunista de España –PCE– y su presencia en las elecciones de junio de 1977.
Creo que hay que reflexionar y empezar a decir y hacer en público, especialmente nuestros actuales gobernantes, lo que se dice y hace en privado y cuando no se está ante los medios de comunicación. Las imposiciones del lenguaje políticamente correcto y psicológicamente corrector y los gestos electoralistas nos han llevado a una situación a veces perversa que quienes durante años lo utilizaron como argumento político desde la oposición, ahora ya en el despacho oficial y el cargo público matizan e incluso asumen el galimatías que puede suponer la“excesiva transparencia”.
Y como de casualidades también vive el hombre, nada más adecuado para terminar esta columna que esta frase, publicada en su etapa periodística por el alto cargo al que me he referido al inicio. Era julio del año 2015 y relató como desde el entorno del presidente de la Generalitat y refiriéndose a la dificultad para cubrir puestos relevantes de la administración valenciana afirmaron: "Es el problema de haber hecho demagogia con los sueldos públicos. Es prácticamente imposible convencer a un profesional de prestigio para que se incorpore a la administración pública".