El 4 de agosto de 2020, la explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut mató a 217 personas, hirió a más de siete mil y provocó el desplazamiento de 300.000 personas. Dos años después sus devastadores efectos todavía resuenan en la fracturada sociedad libanesa
VALÈNCIA. El reloj marcaba las 18:08. La tranquila tarde de verano se veía interrumpida por dos fuertes explosiones que sacudieron la capital libanesa. La primera lanzó una enorme nube rojiza al cielo como si de fuegos artificiales se tratara. La segunda, mucho más poderosa, fue una de las explosiones no nucleares más grandes jamás registrada en la historia. La ola expansiva causó una destrucción generalizada y ocasionó importantes daños en edificios situados en un radio de veinte kilómetros.
Este trágico suceso, en plena pandemia del coronavirus, junto a una creciente crisis económica y política, reavivó las protestas del pueblo libanés con llamamientos a favor de la rendición de cuentas, el fin de la corrupción y la necesidad de justicia. La presión en las calles creció y el Consejo de Ministros acabó dimitiendo por segunda vez desde que comenzaron las protestas. Aunque, muchas de las figuras que dominaban la escena política desde hacía años siguieron en el poder.
Las constantes promesas políticas del presidente de la República de Líbano y líder del partido Movimiento Patriótico Libre, Michel Aoun, no parecían calmar a una población necesitada de soluciones y, poco a poco, las calles de Beirut se fueron llenando de personas indignadas con la situación del país.
En la actualidad, la capital vive en constante estado de alarma. A las puertas de unas elecciones parlamentarias y con la peor crisis económica que se recuerda en la historia, el Banco Mundial ha decidido aprobar la concesión de un préstamo de 150 millones de dólares para seguridad alimentaria.
Si la crisis económica es grave, la crisis social no es asunto menor, y la población empieza a inquietarse ante la inestabilidad imperante. De todas las manifestaciones que recorren los principales puntos de la capital libanesa, hay una concentración que se sigue organizando desde la semana siguiente de aquel 4 de agosto de 2020: la de la Asociación de los Familiares de las Víctimas de la Explosión del Puerto de Beirut. Una vez al mes, estas familias se reúnen, pacíficamente, para pedir justicia a las autoridades y, de paso, homenajear a sus familiares fallecidos en la explosión.
«Deben pagar por todo el mal que han hecho», se escucha decir a una de las manifestantes con velo negro, mascarilla y llevando la foto de su hermano fallecido aquel día de agosto. Junto a ella unas cincuenta personas rodean la zona cero, muy cercana a la entrada principal del puerto. La asociación ayuda a organizar estas protestas y moviliza a las personas por las redes sociales como parte de su campaña en busca de justicia.
«Tenemos demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Mi marido murió aquel día y sé que su muerte fue totalmente evitable. El Gobierno nos oculta información que tenemos el derecho a conocer», dice una mujer libanesa de mediana edad, presente en las protestas y que se acerca al ver algunos medios libaneses aglutinados en la zona. Están muy bien organizados y las preguntas son comunes: quieren saber por qué el nitrato de amonio estaba en el puerto, quién lo pidió y qué se hizo con el resto que no explosionó —se reportó la explosión de 750 toneladas de las 2.750 que había almacenadas—.
A pocos metros de allí, la imagen es apocalíptica. Aún hoy la zona cero sigue como el día después, como si nadie hubiera pisado ese terreno desde que el nitrato de amonio explotara en aquella fatídica jornada. Hay decenas de contenedores destrozados con la mercancía sobresaliendo y emitiendo un fuerte hedor. Los restos de amonio esparcidos a los pies de los enormes silos de cemento también surten efecto y hacen que la atmósfera sea irrespirable. Miles de coches destruidos rodean las antiguas fábricas portuarias, entre ellos un coche fúnebre que parece puesto a posteriori para generar un ambiente funesto y desolador. A pocos metros el buque mercante Abou Karim yace semihundido en el agua, esperando a que alguien le dé sepultura. La parte sumergida rebosa vida, parece que los peces se divierten alrededor del casco. La parte flotante es la muerte. Las fábricas portuarias, destrozadas por la onda expansiva, están llenas de recuerdos. En alguna oficina sigue habiendo fotos en los cajones, facturas y tarjetas de visita esparcidas por el suelo. Todo quieto y bajo un silencio atronador, tan solo las gaviotas y los coches que transitan, a lo lejos, por la Avenida Charles Helou, rompen el aura catastrófica del lugar.
Para muchos expertos la explosión en el puerto de Beirut fue la gota que colmó el vaso. El país ya lleva años soportando una grave crisis económica y política: los vestigios de la guerra civil, los conflictos internos con los países vecinos, el sectarismo y la corrupción política, la hiperinflación, la excesiva deuda interna o las consecuencias de la crisis del coronavirus son algunas de las causas de la difícil situación que atraviesa el país de Medio Oriente.
«Nunca es un buen momento para que el horror golpee una ciudad, pero para Beirut es difícil imaginar uno peor que este», afirmó el periodista Rami Ruhayem el día de la explosión. Pero si algo ha demostrado el pueblo libanés es su enorme resiliencia ante cualquier situación. Ahora, simplemente queda una pregunta: ¿Hasta cuándo aguantará Líbano? Como dijo el presidente del Parlamento libanés, Nabih Berri, «todo el país está en peligro, todo el país es el Titanic. Si el barco se hunde, no quedará absolutamente nadie».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 94 (agosto 2022) de la revista Plaza
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