GRUPO PLAZA

La encrucijada / OPINIÓN

La llegada del metaverso y el control del ser humano

23/11/2021 - 

Reconozco que Mark Zuckerberg nunca me ha parecido trigo limpio. Dominar las redes sociales, con 2.800 millones de personas adheridas, constituye una responsabilidad de primerísimo orden. ¿Qué otra organización humana, puede llegar a tanta gente y con tanta rapidez como ese conglomerado de Facebook, Instagram y Wasap? Disponer de tal posibilidad otorga un poder desmedido cuya gestión se ha orientado a la consecución de los mayores beneficios, aun cuando ello supusiera despojar de ética a la empresa. Hubo concesiones que representaron la pérdida de privacidad para los usuarios chinos y se permitió el acceso a datos sobre 87 millones de estadounidenses que permitieron al presidente Trump afinar y ganar la campaña de sus primeras presidenciales.

La acumulación de codicia, prepotencia y opacidad ha desprestigiado a Zuckerberg y sus perfiles empresariales. Para contrarrestarlo, su reacción, como ahora nos ha hecho saber, se soporta sobre el cambio de nombre de su holding (Meta) y el lanzamiento de un proyecto, el metaverso, con el que pretende transformar la relación del ser humano con el universo digital. Un objetivo que se encuentra asimismo presente en otras empresas tecnológicas, como Microsoft; pero ha sido Zuckerberg quien ha mostrado el mayor énfasis al proclamarlo eje central de su futura estrategia empresarial.

Si deseaba limpiar su imagen, no parece que haya utilizado el mejor procedimiento. Veamos. En una primera etapa, las redes sociales, y entre ellas las arriba mencionadas, han permitido que se monetizara la información que nos identifica en Internet: exposición de gustos, compras, preferencias ideológicas, amistades, formación, características demográficas, geografía y todo aquello que los ordenadores son capaces de exprimir y enlazar mediante la aplicación de algoritmos que, finalmente, nos clasifican en algún perfil concreto. Así, entre otros muchos usos, las empresas de Zuckerberg pueden ofrecer a sus clientes la información necesaria para que ajusten sus campañas promocionales. Un grado de precisión inimaginable, ya que resulta posible adecuar el mensaje publicitario a los rasgos específicos de cada persona destinataria.

A este empleo, en el que la información sobre nuestras decisiones y preferencias forma parte de un comercio y de aplicaciones cuya utilización nos resulta desconocida, le siguió la introducción de manipulaciones que han permitido ahondar en el conocimiento de personalidades, creencias e ideas. Para conseguirlo, la información de los usuarios se trata sesgadamente, dando preferencia a las fake news y los mensajes de odio; esto es, se escoge y fomenta aquella información/sugestión que desata mayores reacciones emocionales en los miembros de las redes sociales. Con ello se azuza al usuario, densificando sus interrelaciones con otros individuos u organizaciones que comparten y alientan sus puntos de vista.

Con la excitación se intensifica el volumen de flujos informativos, aumentando la visibilidad de la red social, mientras que el reduccionismo del mensaje conduce a la constitución de grupos de usuarios que reafirman entre sí sus ideas, prejuicios y odios; se crean islotes que evitan la discusión razonada con usuarios discrepantes, reemplazándola por amenazas y coerciones. El resultado es la creación de zonas negras en las que la red deja de ser social, en el sentido primigenio del término, para transformarse en un contenedor de núcleos de autoafirmación propia y exclusión ajena; una forma de querer estar sin practicar la sociabilidad abierta porque el comportamiento del grupo se encuentra abonado a la confrontación, la irracionalidad y el afán de imposición de verdades únicas, por más que resulten acientíficas o socialmente destructivas.

A la monetización de nuestra información sin excesivos escrúpulos, el anterior reduccionismo de la razonabilidad, la elevación de barreras al roce entre distintos y el esparcimiento de modalidades de relación tóxicas, se suma ahora el metaverso. Aunque resulte imposible delimitar su uso futuro, existe un punto de partida bien definido: se pretende la creación de un mundo virtual paralelo, al que accederemos con el doble o avatar que definamos de nosotros mismos. En ese mundo se podrán, en principio, desarrollar actividades que ahora tienen lugar, generalizadamente, en nuestra realidad tangible. Algunos de los ejemplos que se están ofreciendo se sujetan a patrones carentes, en apariencia, de aristas. El avatar, guiado mediante instrumentos de visión virtual fijados a nuestras cabezas, podrá mantener reuniones de trabajo, pasear, jugar, relacionarse con los amigos, estudiar, asistir a espectáculos, visitar y comprar en tiendas virtuales; todo ello desde nuestro hogar o el lugar que prefiramos. Las empresas, -alguna como Siemens ya está en ello-, podrán disponer de gemelos digitales que replicarán las instalaciones y maquinaria de la firma, de modo que puedan experimentar cambios en el ritmo de producción y en la composición de los productos o detectar desgastes de materiales mientras la fábrica real mantiene su ritmo habitual.

La novedad del metaverso y su aureola futurista ha suscitado bromas y memes. No parece que esa merezca ser la reacción más adecuada. Como aconsejaba estos días The Economist, “No te burles del metaverso”. En el fondo se encuentra la bárbara cantidad de dinero que puede mover en los próximos años; aunque todavía se encuentre en fase de arranque, 700.000 millones de euros en 2024. Cualquier cifra representa, de momento, una conjetura; pero no lo es tanto el atractivo que puede suponer para un comercio sustituir o complementar su página web con la reproducción virtual de la tienda: un “lugar” al que el avatar-cliente podrá acceder para ver, sentir, oler, probarse y adquirir los artículos a la venta. Sólo este caso ya sugiere la aparición de una nueva competencia entre los establecimientos físicos y los virtuales; y, de otra parte, la sofisticación de la competencia virtual: quienes ahora trabajan con páginas web, como canal comercial preferente, precisarán reinventarse para extender su atractivo a la oferta dirigida a los clientes-avatares.

Pese a su indudable repercusión, los anteriores serían cambios relativamente modestos frente a los que pueden alterar las percepciones de las personas y modificar sus hábitos, ideas y sentimientos. Por ejemplo: ¿cómo se resolvería la insatisfacción o la tristeza en un mundo virtual, siendo así que podemos diseñar nuestro avatar de modo que resulte mucho más atractivo que nuestro físico real? ¿Qué placeres sensoriales podría transmitir la realidad virtual a cambio de dinero? ¿Existirían personas finalmente sometidas a la adicción del modo placer permanente, como si se tratara de algún tipo de “soma”, similar al de “Un mundo feliz” (Aldous Huxley, 1932)? ¿Existiría un precio para detectar las falsedades exhibidas por el avatar o para identificar sus mentiras en una mesa virtual de negociación? ¿Tendrían repercusiones los actos del avatar sobre la persona que lo controlase y quién fijaría las penalizaciones?

Estar en el avatar y controlarlo o ser el avatar y estar controlado depende de los incentivos que acumule el mundo virtual frente al físico. De prosperar la identificación con aquél se crearía una nueva división entre los seres humanos, con las empresas gestoras de los metaversos acumulando influencia sobre los usuarios, incluyendo su seducción por un feroz individualismo, adversario de los valores cívicos, solidarios y comunitarios. Un caldo de cultivo muy apreciado por parte de quienes habitan las salas de mando de las grandes tecnológicas, persuadidos de su poder y superioridad sobre los gobiernos y las fragilidades de los seres analógicos.

Una sensación de prepotencia que recuerda a los protagonistas de “La Hoguera de las vanidades” (Tom Wolfe, 1987) o a los que pueblan “El lobo de Wall Street” (Martin Scorsese, 2013). No debe extrañarnos: el liderazgo del capitalismo globalizador provoca reacciones similares; entonces lo ostentaba el sector financiero y ahora es el momento de las firmas tecnológicas. La cuestión es si estamos aprendiendo: ¿podría existir la democracia que conocemos, en la que los derechos y obligaciones andan a la par, en un mundo virtual dominado por algoritmos que siguen los intereses de los propietarios del metaverso? De momento, el gobierno danés ya dispone de un embajador destinado exclusivamente a representar el país ante las empresas tecnológicas: un claro reconocimiento de su influencia ¿Qué irá viniendo a continuación, con el metaverso como herramienta de poder?

Noticias relacionadas

next

Conecta con nosotros

Valencia Plaza, desde cualquier medio

Suscríbete al boletín VP

Todos los días a primera hora en tu email


Quiero suscribirme

Acceso accionistas

 


Accionistas