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ecología

La miel de barrio endulza València

El Observatorio del Árbol puso en marcha un colmenar municipal hace seis años, cuando las abejas comenzaron a llegar a València procedentes del campo. Ahora las han distribuido por cinco barrios y ya han superado en población a las personas que habitan la ciudad. Aunque su objetivo no es la producción, envasan el excedente de miel y lo regalan

| 13/04/2022 | 10 min, 16 seg

VALÈNCIA.- Desde la azotea del edificio donde está instalado el Observatorio Municipal del Árbol de València, en Viveros, se observa a unos operarios desmontar a toda velocidad un escenario de mecanotubo. Da cierto vértigo verlos allá arriba, tan elevados, sin más soporte que unos tubos de hierro, en un día tan ventoso que los árboles se agitan alrededor por la ventolera incómoda de esta mañana. Y en esa cubierta del edificio, a buen recaudo de esas rachas de aire tan violentas, se esconden en unas cajas decenas de miles de abejas. Encarni Benito, una joven apicultora de la institución, calcula que habrá cerca de 280.000. Ahí están, sin que las cientos de personas que cada día pasean a sus chuchos por los Jardines del Real, corren o se besuquean en un banco, se den cuenta de que están rodeadas de antófilos que viven en el edificio del Observatorio del Árbol o en el del vecino Museo de Ciencias Naturales. 

Esas siete colmenas son parte de un proyecto municipal pionero en España. Una iniciativa que pretende llevar las abejas a cada barrio de la ciudad. De momento solo alcanzan a cinco barrios porque no ha sido fácil ponerlo en marcha. Los urbanitas entran en pánico cuando ven una abeja porque piensan que les va a picar, cuando, en realidad, solo lo hará si se le molesta. Pero los urbanitas son mayoría en las ciudades. Y votan. Así que no resulta sencillo convencer a los políticos de hacer algo que, de entrada, podría incomodar a sus votantes.

Pero Santiago Uribarrena, que durante 41 años ha estado luchando por una ciudad más verde y biofílica desde su cargo municipal en el Observatorio del Árbol, es muy tenaz y al final no solo acabó convenciendo a los políticos sino que, en ocasiones, el alcalde Joan Ribó agasaja a sus visitantes con un tarro de miel de Patraix o Malilla, un distintivo de una ciudad que aprecia y le importa la naturaleza. Una miel que no es de azahar ni de castaño ni de lavanda, es una miel de muchas flores.

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Pero esta historia comenzó en 2016 con una alerta. Unos vecinos del barrio de Ciudad Jardín, asustados al ver que había un enjambre en un parque de la plaza del Cedro, llamaron a los bomberos. Estos llegaron, inspeccionaron el terreno y vieron que las abejas estaban en un chopo, así que pidieron ayuda al Observatorio Municipal del Árbol. «Las abejas, cuando se separan porque hay dos reinas, muchas veces deciden enjambrar en un árbol que tiene una oquedad o una cavidad. Con nosotros trabajaba un jardinero apicultor y colaboramos con los bomberos para recuperar este enjambre. La abeja es una especie protegida y el árbol había que cortarlo porque se había secado. Los bomberos, que son los que tienen la competencia de recuperar esos enjambres, nos llamaron porque estaba en un árbol y tenían dificultades, mientras que nosotros, lógicamente, tenemos podadores y gente especializada», explica Santiago Uribarrena.

El caso es que una vez recuperado ese enjambre, no sabían muy bien qué hacer con él. Lo metieron en una caja y se pusieron a debatir. Una de las opciones que barajaron al principio fue llevárselo a algún integrante del potente sector apicultor de la provincia de Valencia, donde hay una honda tradición apícola y núcleos significativos como Ayora, Montroi, Montserrat… Pero acabó imponiéndose la idea de formar una colmena en la terraza de su sede. «Aquello fue el inicio del colmenar municipal», apostilla Santiago, que acaba de jubilarse después de toda una vida trabajando para el Ayuntamiento de València como técnico agrícola especializado en jardinería urbana, aunque él nació en París hace 68 años después de que la familia, originaria de Durango (Vizcaya), emigrara a Francia durante la Guerra Civil.

El Observatorio firmó un convenio con Bomberos después de constatar que ese año, en 2016, con el mundo preguntándose por qué ya no había abejas en el campo, se multiplicaron las llamadas de ciudadanos alertados al detectar enjambres en un entorno urbano. «Nos dimos cuenta de que las abejas, que al principio estaban en el campo, se estaban yendo a la ciudad porque en el campo empezaba a escasear el agua, había menos flores para pecorear y su hábitat estaba intoxicado por plaguicidas e insecticidas. Un fenómeno global conocido como ‘el colapso de la colmena’, según la definición de Dave Roubik (investigador del Instituto Smithsoniano) y cuyo origen aún se desconoce. Se sabe, eso sí, que el medioambiente se ha vuelto inadecuado para ellas y se refugiaron en las ciudades», argumenta Uribarrena. Lo hace recordando que ese año aparecieron cerca de trescientos enjambres en València.

Con el tiempo y mucha divulgación van logrando que crezca el colmenar municipal, que ya está desperdigado por Viveros, Patraix, Malilla, el edificio Punt de Gantxo que hay detrás de la Catedral de València, y dentro de poco también en Nazaret. Aún quedan muchos de los cincuenta y nueve barrios y doce distritos de la ciudad, pero algo es algo. Llegar a la presencia que tienen en otras grandes ciudades europeas como Londres, París o Berlín aún es una utopía y, como para demostrarlo, Santiago saca una caja dividida en pequeños compartimentos y cuenta que el tarro que hay en cada uno es una muestra de la miel de un barrio diferente de Viena. «A nosotros aún nos falta mucho para llegar hasta ahí, pero el nuestro es un proyecto a largo plazo». Aunque antes hay otra prioridad: «Ahora queremos cambiar la legislación estatal, que está pensada para la producción industrial, para que la ciudadanía pueda tener colmenas de autoconsumo».

Hoteles con su propia miel

Muchos grandes hoteles europeos, como el Eiffel Park, en el centro de París, ofrecen cada mañana a sus huéspedes miel que producen ellos mismos en su azotea. Más de ciento cincuenta litros de miel al año. En Nueva York no se legalizó la apicultura urbana hasta 2010, quizá influenciados porque un año antes la chef de la Casa Blanca, la filipina Cristeta Comerford, propuso tener miel propia. El encargo le llegó a un carpintero aficionado a las abejas que acabó convertido en apicultor jefe. Los Obama estaban encantados con su autoabastecimiento. Tanto que Michelle regalaba a sus visitantes tarros de este producto de los jardines del 1600 de la avenida Pensilvania de Washington y Barack se rumoreaba que hacía una cerveza artesanal con un toque de esta misma miel.

Una de las primeras reacciones ante la miel urbana es pensar que proviene del polen y el néctar de flores contaminadas por el humo de los vehículos. Encarni Benito sonríe al escuchar esta afirmación. «Las ciudades están contaminadas, sí, pero la abeja esconde un secreto: la colmena es el lugar más limpio que puedes encontrar en la tierra. Y, encima, la miel que nosotros extraemos, la analizamos y en ninguno de los análisis que hemos hecho se ha detectado nada». Santiago toma el hilo de su compañera y añade: «La abeja vuela hasta las flores, coge el polen y el néctar, lo ingiere y lo regurgita. En ese proceso lo ha limpiado. Aquí es todo ecológico y nuestra miel tiene una garantía sanitaria».

Los enjambres suelen aparecer entre marzo y octubre. Desde el inicio de la primavera hasta el final del verano, que es cuando grupos de abejas se separan y aparecen en los sitios más insospechados: árboles, coches abandonados, nidos de cementerios, semáforos, tejados… Ellos y los bomberos los recogen y los incorporan al colmenar municipal. Su intención no es convertirse en productores de miel, ni mucho menos. Su propósito es cuidar de las abejas, grandes polinizadoras —llevan el polen de una flor a otra—, una tarea que influye en el 75% de los alimentos que consumimos, según la Fundación Aquae.

Santiago y Encarni han impartido una clase teórica, pero falta la práctica. Así que esta experta de veintinueve años, hija de un apicultor trashumante, que lleva sus colmenas por Castilla-La Mancha y Aragón, donde las abejas, puntualmente, pueden encontrar más néctar o polen, sube a la azotea con su traje protector blanco para ahorrarse algún picotazo ocasional. Antes ha abierto la cancela, donde han descartado alertar de peligro por las colmenas para simplemente colocar un cartel informativo y menos alarmista: «Abejas trabajando».

Encarni lleva un recipiente en la mano en el que introducirá pinocha que, previamente, ha encendido con un mechero, protegiéndose del fuerte viento. Luego avivará el fuego con un fuelle y eso hará que salga humo por un orificio. Las abejas creerán que es un incendio y comenzarán a comer miel por si tienen que irse a otra parte. Con la panza llena, se vuelven lentas y dóciles, aunque les incomode que llegue alguien, abra la caja, y se llene todo de luz donde antes estaban a oscuras, y, además, se encuentren con un viento molesto que juega con ellas.

Encarni saca los panales mientras explica que ella se crio entre abejas, que luego las aborreció y que por eso estudió Derecho Laboral. Para, total, acabar volviendo a la apicultura y empezar a colaborar en 2019 con el Observatorio del Árbol, que tiene otro apicultor, Vicente Pradas. Con un cuadro en la mano, cuenta que las abejas sellan las celdillas con cera cuando están rellenas de miel y que, aunque su objetivo no es producir miel, sí que las vacían dos veces al año, dejando la suficiente para que se puedan alimentar en invierno. Esa miel que extraen de cada panal es analizada por las universidades que colaboran con el consejo, luego la envasan, la etiquetan y la regalan a sus visitantes o a las asociaciones sin ánimo de lucro de València.

Al lado de las colmenas hay una botella de plástico con un líquido turbio al fondo. Es una trampa para la avispa asiática: la Vespa orientalis y la Vespa velutina, la mala de esta película. La botella tiene un atrayente que no seduce a las abejas, solo a esa avispa colonizadora y asesina que pone en peligro la población apícola.

El colmenar municipal ha crecido tanto que Santiago Uribarrena presume de que el censo de abejas ha superado ya las 800.000. «València tiene ya más abejas que habitantes», sentencia, y rápidamente vuelve al punto que más le obsesiona de este proyecto: «Aquí arriba hay cerca de 280.000 abejas y nadie se entera. No es peligroso. Al contrario, es la demostración de que pueden cohabitar con las personas que vienen, por ejemplo, a la Feria del Libro o a los recitales de verano. Hemos demostrado que una ciudad puede convivir con las abejas».

Ahora solo falta crecer. Sus veintidós colmenas están muy lejos todavía de las trescientas de París y su media tonelada de miel municipal al año. Las colmenas que hay en la dos óperas de la Ciudad de la Luz son, según su apicultor, cuatro veces más eficaces que las que posee a doscientos kilómetros de la capital. El mundo está cambiando y hace falta adaptarse a él. València ya lo está haciendo. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 90 (abril 2022) de la revista Plaza

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