En la localidad de Barx hay una casa tapizada de imágenes históricas. Su dueño, el fotógrafo alemán Jürgen Schadeberg, abre sus puertas para Plaza
VALENCIA. Baja con pies de plomo las escaleras. Calza zapatillas que parecen guantes. Cada dedo entra por separado en su cavidad. No se trata de una moda. «Tuve un ictus y se retorcieron los dedos de mis pies», explica Jürgen Schadeberg. Por eso, añade, le envían estas zapatillas desde los Estados Unidos. «Estas zapatillas son cómodas y seguras». Le digo que a mí, sin haber sufrido un ictus, también el segundo dedo de mi pie trepa sobre el dedo gordo. Jürgen le pide entonces a su mujer, Claudia, que traiga las zapatillas que le enviaron por error de otra talla «para regalárselas a mi amigo».
De manera que ya soy amigo suyo cuando todavía no hemos cruzado más que un par de frases en inglés, el idioma que mantendremos a lo largo de la entrevista y que el fotógrafo alemán habla con la misma fluidez que su lengua materna.
Jesús Císcar dispara su cámara contra los pies inmóviles de Schadeberg, que no pierde la sonrisa. Esta sonrisa sólo desaparecerá en un momento de nuestra conversación. Pero no hemos llegado ahí. Primero quiere mostrar su estudio. El cuarto oscuro donde revela y el espacio donde positiva. Luego nos conduce a sus archivos personales (150.000 negativos) y señala sus treinta libros publicados y los quince documentales en DVD que ha producido desde 1984, el año que se casó con Claudia. Tiene un sello propio —Schadeberg Movie Company— y explica que sus documentales relatan la historia política, social y cultural de Sudáfrica.
En este país vivió más años que en ningún otro. Lo conoce bien. Y lo lleva dentro, como el premio Nobel de literatura, Coetzee. Un buen día —un día aciago más bien— lo expulsaron de allí quienes se resistían a liquidar el apartheid que Schadeberg denunciaba de manera arriesgada e implacable en sus fotografías.
Nacido en Berlín en 1931, este fotógrafo mundialmente famoso pasó su infancia y adolescencia en Alemania. Abandonó su país en los penosos años de la posguerra que lo marcaron para siempre. Estuvo dando vueltas por África, América y Europa como un nómada aventurero. Vivió un tiempo en un automóvil aparcado en las calles de Londres, cada noche una distinta, donde «lo más fácil, lavarte y orinar, resultaba ser lo más complicado». Su ojo derecho acusa un leve estrabismo divergente. Pero su sonrisa, más penetrante que la mirada, logra borrar la asimetría del rostro.
De todas las paredes de su casa de dos plantas, rodeada de árboles, cuelgan sus fotografías. Su casa no sólo es vivienda sino también museo, archivo personal, biblioteca y estudio. Dos jóvenes estudiantes de Bellas Artes le ayudan a diario en su trabajo. «Es impagable trabajar con Schadeberg», dicen. Porque aunque el fotógrafo ya va hacia los 90 años, sigue trabajando y vendiendo, aunque con dificultad, sus fotos de gran formato y en papel a las sales de plata, autentificadas con su firma.
En el instante de estampar la firma demuestra sosiego y seguridad. Siguiendo los escenarios y personajes que aparecen en la colección expuesta en las paredes de su casa, inicias un camino para llegar sin esfuerzo ni riesgo alguno a los mismos destinos que persiguió Schadeberg dejándose la piel.
«¿Será feliz este hombre a la hora de hacer balance de su vida?». Responde Claudia: «Es feliz, mejor dicho,somos felices los dos porque hemos vivido la vida que deseábamos vivir. Hemos sido libres. Jürgen no trabajó por cuenta de nadie. Lo hizo siempre como freelance. Siempre financió sus proyectos y sus libros, aunque con alguno perdiera dinero...».
Miran hacia su propio pasado y se reconocen tal como desearon ser. Las fotografías con las que Jürgen soñó y se obsesionó están aquí. Algunas dieron la vuelta al mundo. ¿Qué precio o valor tiene el recuerdo no siendo más que la sombra de la vida?
La muerte, de la que no hablaremos, no se puede fotografiar. Puedes fotografiar un cadáver. Pero es otra cosa. En cambio, no podrás nunca fotografiar la muerte ya que es la nada. Es la oscuridad absoluta de la vida, el vacío de toda luz.
Vamos a hablar de un estilo personal de fotografiar la vida. La pobreza extrema y la riqueza extrema. Vamos a poner las imágenes de la desigualdad una junto a la otra. Es lo que le interesó a Jürgen en todos los lugares a los que llevó su Leica. Una buena fotografía no precisa explicación. Habla por sí misma.
Toda esa cháchara del arte conceptual es un discurso que le parece extemporáneo y ajeno. Lo que importa de verdad es el documento. Unas veces será trivial y otras, tremendo. Pero es explícito e inteligible. Ahora, en su refugio de Barx, un pueblo acogedor cerca de Gandia, sigue siendo fiel a sus ideas y a sus orígenes. Era un muchacho de 17 años cuando fotografió al acróbata Hans Prignitz haciendo el pino en lo alto de la iglesia de San Miguel con la ciudad de Hamburgo bombardeada a sus pies. Era la doble imagen del vértigo de aquel equilibrista, pero también de quienes le observaban atónitos caminando con las manos y empapado por la lluvia.
«El sufrimiento de los otros no te deja indiferente. emociona y conmueve. Todos lo saben»
En otra pared está Nelson Mandela. En otra, una carga policial. Más allá hay un negro famélico que baila la danza del hambre. Y enfrente aparece un músico pletórico tocando el trombón delante de una vaca.
También hay un agente del orden armado hasta los dientes que va a esposar a un manifestante que sonríe. No veo los dientes del agente. Veo las balas. Son instantáneas que captan la realidad de un hecho para transformarlo en historia.
En más de una ocasión Jürgen Schadeberg vio borrosas las imágenes cuando sus ojos se llenaron de lágrimas. «El sufrimiento de los otros no te deja indiferente. Emociona y conmueve. Todos los fotógrafos lo saben». Y al decir esto su sonrisa se esfuma. En cambio, los ojos saltones de Claudia van abriendo paso a su rostro y parecen anticipar algo que todavía no vemos pero que vamos a ver después de que Claudia lo vea. Su mirada es de asombro y de sorpresa, un efecto, quizá, de su atención desmedida.
«Acepto la realidad con resignación y sentido del humor. Lo hice así toda la vida». Y es como si dijera: dispongámonos a salir zumbando hacia el otro barrio, sin lastimarnos y sin hacer daño a nadie. Esto es lo que pienso, aunque no se lo digo. Ya lo leerá.
Schadeberg apila varios libros sobre la mesa que separa nuestros asientos y, como hizo con las zapatillas de dedos, quiere que también sus libros de fotografías me los lleve puestos.
La foto histórica de Mandela es un icono que aunque siga vendiéndola ya no le pertenece a él, ni al hombre que liberó a su pueblo de la esclavitud y la miseria. Recuerda que la hizo con prisas. Otros fotógrafos esperaban su turno. «La cámara te conoce perfectamente, como tú a ella. Como un pianista conoce el teclado. Es la prolongación de tu cuerpo.
Disparé instintivamente y Mandela volvió despacio el rostro y dejó de mirar entre los barrotes de la celda al infinito de su condena. Tuve la certeza de que el héroe revivía en pocos segundos las tres décadas que permaneció encarcelado en Sudáfrica». El fotógrafo, insiste Schadeberg, ha de estar social y políticamente comprometido. ¿Celebra ser longevo? «Alguien me dijo que los directores de orquesta, los filósofos y los fotógrafos somos longevos, y esto me lo creí y lo asumí al pie de la letra».
Al fin llegó la hora de redactar su autobiografía. Es un reto. No sabe si las 250 páginas que lleva escritas están bien. Pero de nuevo Claudia lo tranquiliza: «Mira, todo lo que cuentas tiene mucho interés».
A su saber, fruto de la experiencia y de la observación, Schadeberg ha unido la del filósofo inquisitivo que lleva dentro, y la del músico que hace bramar a la orquesta.
Lo único que lamenta es que no se valoren como hace años las fotografías documentales. Y que se compren pocas, a pesar del interés de algunos galeristas y coleccionistas. Hoy todo el mundo hace fotos. Un niño de cuatro años también. Pero nadie guarda nada porque la memoria digital de los teléfonos inteligentes es limitada.
Lo que haces lo borras. Vives y en seguida olvidas lo vivido. Jürgen Schadeberg guardó y ordenó meticulosamente todos sus negativos desde el año 1950. Me pide que si no me importa publique su sitio en la red: http://www.jurgenschadeberg.com
En el interior de un gran contenedor, a espaldas de la vivienda, almacena en cajas herméticas de aluminio fotografías enmarcadas para próximas exposiciones en distintos países. Es inminente la aparición de un nuevo libro dedicado a España. Se titula Spain, then and now (España, entonces y ahora) cuyas sorprendentes fotografías me enseña en el ordenador. Está satisfecho aunque asustado. «¿Cree que habrá españoles interesados en mi visión de este extraordinario país?», pregunta como lo haría un principiante.
Yo le pregunto, para acabar, cuál es el primer recuerdo de su vida. «Nadie me hizo antes esta pregunta. Puedo contestarla. Tenía tres años cuando me pegué un golpe tremendo en la cabeza contra un poste de telégrafos.
Ese golpe despertó mi memoria todavía sin imágenes». Recientemente retrató a los vecinos de Barx, muchos de ellos, ancianos. Ahora fotografía esa procesión de bebés que aparecen por la plaza del pueblo en sus cochecitos, empujados por sus madres. Las madres hablan entre ellas de sus hijos. Éste es un tema y un instante que fascinan a Schadeberg. Y como el golpe en la frente del viejo fotógrafo contra el poste de telégrafos de su niñez, lo devuelve al pasado.