Por qué la Finca Roja es la obsesión de los cineastas. Una búsqueda frustrada tras su película definitiva en la que coinciden Paco Plaza, Enrique Lavigne y Guillermo Escalona
VALÈNCIA. A la Finca Roja le sucede lo que a esas buenas historias que entrecruzan la desarticulación de una cebolla con el mito de Sísifo. Lo que a Umbral, que de tanto contarse a sí mismo dejó el gran enigma de que nadie sabía nada sobre él. Hemos hablado tanto de la Finca, de la fortaleza que late y asombra (2014), de la casa colmena que explica la vivienda social del siglo XX (2018), de la verdad desnuda en su seno (2020)... tantas capas desgajadas y, en cambio, un gran misterio sigue en el epicentro de la fortaleza de las ocho torres proyectada por Viedma bajo las enseñanzas de la Viena marxista. No pertenece al universo de lo esotérico, sino a esa fuerza que tiene la arquitectura para provocar sensaciones cuando no obsesiones.
Esa obsesión es la que llevan arrastrando desde hace años tres tipos del cine que han imaginado en la Finca historias endémicas de la estructura rojiza entre las calles Albacete, Jesús, Marvá y Maluquer. Donde la colmena utópica. Son el director Paco Plaza y los productores Enrique Lavigne y Guillermo Escalona. Este último, hoy desde Los Ángeles, llevó su perseverancia hasta el extremo de acabar viviendo en una de las casas, en un giro inesperado. Plaza y Lavigne no se quedaron atrás: juntos imaginaron una película para el propio edificio. Se trata de La Abuela, “una película de posesiones en la que la vejez es el demonio, un demonio real, que tenemos presente cada día, queramos mirarlo o no”. Como veremos después, la cinta tuvo que encontrar localización alternativa.
Ese nexo que agita la querencia cinéfila y la arquitectura hasta fijar los ojos en la Finca Roja es lo que lleva a hacerse preguntas: qué hay allí, qué es lo que genera el deseo.
El director Paco Plaza cuenta su fascinación desde pequeño, cuando elevaba la mirada al paso como quien asiste al nacimiento de algo inmenso, hasta convertirlo en rutina: “cuando volvía de la facultad y pasaba a diario por su fachada misteriosa e imperial. Para mí era lo más parecido al edificio Dakota de La semilla del diablo”. El edificio, sigue Plaza, “parece fuera de nuestro tiempo. Es como un recipiente de secretos. Tiene algo de hermético, como de fachada amurallada que contiene un mundo que no es el nuestro”.
Enrique Lavigne lo conoció por Paco Plaza, consolidando la teoría que ambos rememoran de que “Lavigne es valenciano pero aún no lo sabe”. Desde entonces es la fijación compartida. “Desprende una energía telúrica e invade estéticamente cada ángulo de visión. Para mi es una obsesión sobre la que edificar una idea. Cada vez que piso València, voy allí. Desde aquí agradecer a Dídac y Belén, que me llevaron por primera vez”.
La idea, a pachas, comenzó a delinearse al sembrar La abuela, la película que en unos días presentarán en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. “Siempre pensé que era el escenario perfecto para una película de terror. Desarrollamos La abuela específicamente para rodarla allí pero al final no pudo ser. Es una deuda pendiente”, cuenta Plaza. “Conseguí los planos en Google -continúa Lavigne- “y edificamos una idea de terror que acabó convirtiéndose en la película. Presentamos el dossier a las ayudas del IVC para rodarlo allí pero por desgracia no nos lo concedieron, con lo que tuvimos que mover la idea a Madrid.”
Hace cerca de ocho años, la primera vez que contacté con Guillermo Escalona, mostró, como abriendo la espita, el poder seductor que la Finca Roja guarda como escenario de cine. Escalona se llevaba a sus estudiantes para que se hicieran valer del misterio arquitectónico. Por entonces, me habló de que la Finca era un recinto perfecto para “una de terror kafkiano; un melodrama sobre el paso del tiempo”. Ocho años después vuelve a sonar su timbre californiano.
“Me despierta varios sentimientos y todos contradictorios”, comienza. “Estudié toda la primaria y la secundaria en los Agustinos a un tiro de piedra con poco entusiasmo de la Finca Roja. Así que imagina todas las veces que pasé camino de los recreativos o de vuelta a casa por delante, los recuerdos de los compañeros que vivían allí y las historias que se oían. Así que muchos sentimientos cinéfilos de “coming-of-age”, de Los 400 golpes, de confusión general al crecer en un colegio católico. El resto de mi adolescencia pude afortunadamente y gracias a la Cartelera Turia pasármelo en el edificio de la Filmoteca que curiosamente es del mismo arquitecto. Más adelante ya de adulto, por carambolas de la vida, acabé viviendo una temporada en la misma Finca Roja, y como era instructor en un Master de la extraordinaria, pero ya difunta, iniciativa de la Fundación Investigación Audiovisual usé mi apartamento y los interiores para filmar cortos de los alumnos. Y hace poco investigando sobre los bombardeos a la ciudad de València -mi abuela bien chiquita sobrevivió a un derrumbe del refugio por las bombas fascistas- descubrí que en la azotea de la Finca había una ametralladora antiaérea defendiendo la ciudad. Me gusta imaginar que ese miliciano hizo lo posible por tumbar a ese hijo de puta italiano que lanzaba bombas sobre València”.
Justa esa historia sería ahora el argumento de su película: “Un arquitecto racionalista crea edificios que la burguesía del momento no entiende y que las generaciones del futuro olvidan. Tanto unos como otros acaban tirando metralla desde sus azoteas hasta proyectar la Edad de Oro de Buñuel para finalmente abandonar los columpios y los espacios comunes, o servir un bocadillo de jamón a un grupo de futuros cineastas en una plaza donde los árboles ya no tienen hojas. Vamos, como Cinema Paradiso pero con ladrillos rojos”.
El tiempo es la síntesis de la Finca. Un melodrama sobre el paso del tiempo, mostraba Escalona. Un recipiente fuera de nuestro tiempo, insiste Plaza. Siempre el tiempo.