VALÈNCIA.-Estaban los terrícolas tan tranquilos y, de repente, esa flota de naves alienígenas que llega y se posiciona en el cielo de las ciudades más importantes. Son visitantes de otro mundo que, según hacen saber a los humanos, llegan en son de paz; para ayudarnos a que vivamos mejor. Porque ellos son así, extraterrestres generosos y filantrópicos. Solo quieren darnos facilidades para luchar contra las enfermedades. Y los humanos, que siempre hemos sido muy idiotas, que sí, que sí, que bajen y se instalen con nosotros que son la mar de ‘enrollaos’. Y ahí les tenemos, con sus monos rojos y sus maneras de legionario. Un pelín perdonavidas. Sin soltar nunca las armas. Con su bandera que echa un tufo nazi que tira para atrás. Pero la gente está encantada con ellos y así les va a los muy ilusos, claro.
Aunque esto parezca una fábula de la vida de Santiago Abascal en clave de ciencia ficción, no es más que el argumento inicial de V, la serie de extraterrestres que causó furor en la España de los primeros años ochenta, la de Verano azul, Alf y Dinastía. Las pegatinas de aquellos invasores y de los héroes que los combatían sustituyeron a las de Pancho y Desi y a Miguel Bosé en las carpetas de niños y adolescentes que, junto a padres y hermanos, cada sábado asistían fascinados a la lucha entre opresores y oprimidos. La revista Teleindiscreta incluso llegó a regalar una pistola de rayos láser como las de los invasores (en realidad eran las instrucciones para que te construyeras algo similar). Y eso que en la serie, estas salían lo justito porque en aquella época, generar el efecto visual de sus disparos —a 10.000 dólares el rayo láser— suponía un despliegue técnico que elevaba peligrosamente los costes de la producción.
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Lo que más le gustaba al público eran los lagartos escondidos bajo el aspecto humano de los visitantes. Hasta entonces, la televisión andaba huérfana de personajes fantásticos tan bien hechos, y estos, encima, comían ratones. Como aperitivo, claro, porque el plato principal eran los confiados humanos, que para eso habían venido a la Tierra. En Estados Unidos la serie coincidió con el apogeo de la nefasta era Reagan. Su estreno se promocionó con carteles como los que anunciaban la llegada de nuestros amigos venidos del cielo. Un póster que inmediatamente fue marcado con una V pintada con espray, símbolo de la resistencia.
Resistencia que nace desde el momento en el que uno de los cámaras del equipo de reporteros de Mike Donovan filma a escondidas a la alienígena Diana zampándose viva una cobaya. Una secuencia que marca un antes y un después en la trama y también para los espectadores. Todo el mundo dijo «¡qué asco!», es decir, todo el mundo se enganchó a la serie. Aquel singular gesto de la comandanta en jefe, que hoy sin duda hubiese sido eliminado del metraje por las presiones de grupos animalistas y veganos, constató que teníamos ante nosotros a una villana de pura cepa. Acostumbrados a que los malos fuesen casi siempre ellos —hasta entonces solo Alexis Carrington hacía de las suyas—, la llegada a la tierra de Diana fue una especie de bendición fatal. Conspiraba, mentía, asesinaba, y parecía disfrutar con ello.
La actriz Jane Badler fue la responsable de que Diana fuera sexy y malota a partes iguales. Tenía una mirada pérfida y lucía una permanente espectacular. Había otras mujeres en aquel particular ejército —entre ellas, Sybil Danning, cuya breve aparición fue un guiño a los amantes del cutrecine o serie B— pero Diana era la peor de todas. No en vano, una vez finiquitada la serie, la llamaron para salir en Falcon Crest. Posteriormente acabaría haciendo cine en España, a las órdenes de José Antonio de la Loma. En cuanto a los humanos, no todos eran tan idiotas, así que no tardó en crearse un grupo rebelde conocido como la resistencia. Sus cabecillas eran el tal Donovan y la doctora Julie Parrish, que acaba dando con el método para hacer que los lagartos se vayan a su planeta: una bacteria roja inocua para los humanos pero letal para los invasores, todo un guiño a La guerra de los mundos. El personaje de Donovan estaba encarnado por Marc Singer, primo del director Bryan Singer. Faye Grant, que interpretaba a Parrish, ya era conocida por los telespectadores gracias a El gran héroe americano.
Otro de los grandes hallazgos pop de la serie fue el personaje de Willy, un lagarto con remordimientos. Al final acaba traicionando a los suyos y se pasa al bando de los humanos con tanto convencimiento que acaba teniendo un niño medio humano medio reptil con su novia de la resistencia. Inolvidable aquel titular de una revista del corazón que anunciaba: «Así es Robert Englund, el lagarto bueno de V». Muy poco tiempo después, Englund se convertirá en estrella cinematográfica y clásico del terror al encarnar al Freddie de Pesadilla en Elm Street, antítesis del personaje televisivo que se hacía la cola —de lagarto— un lío con el idioma de los humanos. Otro plus de la serie era la presencia de Michael Ironside, uno de los mejores secundarios del audiovisual contemporáneo.
Después de tres temporadas, la serie se canceló en Estados Unidos de repente, pillando por sorpresa incluso a su creador, Kenneth Johnson. Hubo una serie de episodios que quedaron inéditos. Esto generó una leyenda que asegura que en el capítulo final, Donovan despertaba y comprobaba que todo lo ocurrido durante la última temporada no había sido más que un sueño. Quién les iba a decir a los guionistas de Los Serrano que incluso las ideas más descabelladas y nefastas tienen ya un precedente. Otro dato bizarro importante: en el reboot de la serie estrenado en 2009, algunos escenarios eran sospechosamente similares a los de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. El Mundo publicó la noticia bajo el titular: «¿Es Calatrava un lagarto?».
Vivimos en un mundo extraño, sí. Lo más curioso —por no emplear el término alarmante— es que casi 35 años después, el argumento de la serie se parece mucho a nuestra realidad inmediata. Esperemos que cuando estas líneas vean la luz, nuestros amigos salvapatrias que tanto nos quieren no estén controlando nuestras vidas bajo una falsa apariencia de bienestar y democracia cuando lo único que buscan es controlarnos y comernos.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 54 de la revista Plaza