El director del MuVIM, un hombre que tuvo que salir del armario entre el franquismo y la democracia, es todo un experto en numismática, cartografía y hasta en heráldica
16/10/2024 -
VALÈNCIA. Rafa Company (València, 1962) lleva, como tanta y tanta gente, un viajero dentro. Pero ese viajero ha ido mutando con el tiempo. Antes era el turista empollón, que llegaba al destino con todo aprendido. Qué ver, dónde ir, qué comer. Hasta que se hartó de ir predestinado, dirigido por las guías, y ahora prefiere dejarse sorprender y que la ciudad que visita le vaya llevando por un sitio u otro. El director del MuVIM estuvo este último verano en Toulouse —en la región de Occitania, al sur de Francia— y se encontró con una exposición que le sacudió. «Fue brutal, sobre la cruzada contra los albigenses, los cátaros, en dos espacios monumentales».
A este hombre culto le chiflan los museos. Aunque, excesivamente diplomático, se niega a recomendar uno de València que no sea el suyo. Solo hace una concesión con uno de fuera, el entretenido Museo de Historia Natural de Londres. Y no olvida el impacto de la primera vez, con dieciocho años, durante un viaje con el instituto. «Recuerdo que íbamos paseando por las salas y, de repente, escuchamos un latido. Dimos una vuelta y apareció un feto humano, de unos dos metros y medio, sobre un fondo oscuro, en el interior de la placenta latiendo. Jamás lo olvidaré. Aquello era lo inesperado. Era aprender de una manera completamente distinta. Es caro, es obvio; enseñar de otra manera requiere un incremento de inversión muy grande, pero vale la pena el esfuerzo. He vuelto a visitar ese museo y sigue siendo muy interesante ver en la cola a mamás inglesas, arregladas pero informales, llevando a sus críos. Y ver a papis con el nene a cuestas. Los ingleses hicieron una gran apuesta, influidos quizás por la climatología: convertir los museos en un buen refugio para el mal tiempo».
Company recomienda a los valencianos visitar los museos de la ciudad. Aprovechar los sábados por la mañana, por ejemplo, y descubrir uno cada vez. O visitar otros barrios. Hacer lo que haces cuando vas de viaje, pero en València. Él lo practica y va a los museos como fue en Toulouse o, a finales de agosto, en Pontevedra, una ciudad con un casco histórico sublime que muy pocos conocen. Él, la verdad, llegó de rebote a Galicia. Company estuvo en el Museo de Pontevedra en el Congreso Nacional de Numismática, una de sus pasiones ocultas. Allí aprendió algo más de monedas y billetes, pero también que el museo «es un gran museo, que tiene detrás a la propia sociedad pontevedresa de finales del XIX y principios del XX».
Hace mucho tiempo, décadas atrás, su madre, Josefina, se encontró una moneda mientras barría en una calle de El Cabanyal. «La pieza era un centavo mexicano que llevaba una figura que, con el tiempo, averigüé que era una heroína mexicana que se llama… Josefina. Es brutal». Aunque la afición, y una incipiente colección, comenzó gracias a unos tíos que vivían en Francia y que traían francos cuando venían de visita a El Cabanyal.
Sus padres eran de extracción modesta. Josefina era la hija de un hombre que estuvo preso en la Guerra Civil. Su abuelo, después de tres años encerrado, comenzó a trabajar como jornalero en la huerta de Alboraia. Por eso, quizá, aquellos padres le quitaron rápidamente la afición por escribir que tenía la hija. «Mi madre dejó de escribir y acabó trabajando en la papelera. Hasta que se casó y se convirtió en un ama de casa ultracumplidora. Tanto que le preguntaban si es que iba a pasar la reina Sofía a controlar cómo tenía la casa». Su padre era matricero y se dedicaba a hacer moldes de metal. No ganaba mucho con este oficio y tenía que completar el jornal trabajando en otros empleos, incluido el de estibador.
Rafa Company intenta rememorar el esfuerzo de sus padres por sacar a la familia adelante, pero al hacerlo acaba derrumbándose. El director del MuVIM rompe a llorar. Se quita las gafas e intenta torpemente, absurdamente avergonzado, que no se imponga el silencio. Luego se recompone y recuerda que sus padres tenían dos sueños: uno era que su hijo estudiara, y el otro, tener algún día una vivienda en propiedad. Aquel matrimonio alcanzó sus dos objetivos. «Tenían un sentido del trabajo enorme. Se construyeron a sí mismos. Si eres receptivo a lo que tus padres te enseñan, eso te marca para toda la vida. Y luego, si eres consciente de la pérdida de los padres, es duro. Es el gran hurto de la vida».
La familia, pese a todo, creció feliz en El Cabanyal. «Un lugar donde, durante mucho tiempo, fue una forma de estar en el mundo muy particular. Con el paso del tiempo, hay procesos de homogeneización, pero yo aún digo que voy o vengo de València. Como cuando iba con mi padre a ver partituras a la calle de la Paz, porque quería que tocara la guitarra. Nunca lo consiguió. Cuando cruzábamos el río se producía el cambio. El río siempre fue la frontera. Ahora me siento muy partícipe de todo lo que ocurre allí, pero al mismo tiempo me siento un ciudadano global de esta ciudad. Me sirvió mucho conocer a Josep Vicent Boira de joven. Somos personas formadas en la lectura de La Ciutat de València, de Sanchis Guarner, que fue la primera narración completa a la que accedimos, y ahí pudimos integrar nuestro amor reverencial por todo lo que está alrededor de la playa».
El papel del Instituto Sorolla
Aquella obsesión de tener un hijo que estudiara y alcanzara la universidad hizo, incluso, que el piso que siempre habían soñado comprar lo adquirieran al lado del Instituto Sorolla, para facilitar su formación. Fueron tiempos difíciles y raros. Los padres, que siempre habían hablado en valenciano entre ellos, se dirigían a su hijo en castellano, como tantos otros de aquella generación. Peor era en el colegio, donde se humillaba en público al que hacía una construcción en valenciano. «Recuerdo a profesores inclementes al respecto. Todo eso lo hice trizas en el instituto. Franco había muerto en el 75 y yo entré en el instituto en el otoño del 76. Allí había un movimiento de recuperación de la lengua que fue gozoso. Luego, con el tiempo, descubrí que con el valenciano tenía un camino abierto hacia las otras lenguas románicas. Y después comprobé que la gente mayor que hablaba en valenciano era menos tímida con un italiano que con alguien que hablaba en castellano. La asunción del valenciano como lengua propia ha sido un proceso, para mí, importantísimo. Yo soy de la generación que escuchaba Tio Canya y era consciente de la humillación. Yo no desplegaba una en valenciano, porque no lo había aprendido en casa. Mi madre, que procedía de Aragón, hablaba el valenciano de El Cabanyal». Hasta que un año, en el instituto, Company vio que se ofrecían clases gratuitas de valenciano. El adolescente, muy prudente, fue a casa y preguntó. La respuesta de su madre fue tan sutil como rotunda: «El saber no ocupa lugar».
El Instituto Sorolla le cambió la vida. Rafa Company cuenta que estudió Historia del Arte porque se lo inculcó una profesora de primero de BUP llamada Amparo Ibáñez. Y luego, en COU, otro profesor, Joan Richard, acabó de hacerlo posible. «Al final, estudié Historia del Arte, pero conservé la mitad del cerebro receptiva a la historia como tal. Las obras de arte son historia pura en realidad».
De repente suena un órgano de fondo. Todo adquiere un aspecto muy teatral. Pero Rafa nos tranquiliza y dice que proviene de la exposición permanente. Luego cuenta que no tiene hijos ni edad ya para tenerlos. Company está emparejado con un catedrático de Filología. El director del MuVIM habla abiertamente de su relación y de su condición. Aunque, primero, se ha referido a su compañero con el siempre ambiguo 'pareja'.
Ser gay es algo que ya está superado, pero no fue fácil para él ni para toda su generación admitirlo, manifestarlo, compartirlo. Company alcanzó la adolescencia a finales de los setenta. En plena transición del franquismo a la democracia. Ir de la mano de un chico podía acarrearte un porrazo de los grises o el desprecio de un matrimonio heterosexual que se cruzara por la calle. Salir del armario fue casi un parto. «Fue tan difícil, tan difícil, que salí cuando ya no había más remedio, que era lo habitual. A mis padres les costó asumirlo, pero acabaron siendo dos personas de Luxemburgo. Se modernizaron por el cariño que me tenían, pese a venir de una sociedad en la que aquello era minoritario y raro. Tuvieron que sobreponerse al impacto, pero se engarzaron perfectamente en la modernidad inclusiva, que se diría ahora. Las nuevas generaciones, aunque sigue habiendo energúmenos que pueden atentar contra ellos y el derecho de cualquiera a ser feliz, no se lo plantean tanto. Entonces era complejo».
Cuando llegó al MuVIM, Rafa Company ya era un gay reconocido en el ámbito privado y quiso romper con esa aura de secretismo en su entrada al museo. «Quería que nadie que estuviera en el museo prestando sus servicios tuviera duda de que lo nuestro es normal. Y me comporté como corresponde y fue una experiencia muy gratificante. Al final, todo el mundo tenía un familiar o un conocido que era gay. Ahora no tengo la memoria del padecimiento, porque han pasado décadas de felicidad y lo malo lo acabas soterrando».
Company aplaude la relativa libertad que ha conquistado la comunidad LGTBi, pero se apresura a recordar que hay muchos países donde se condena a los gais. «El otro día miraba unos mapas que atestiguan que hay sociedades muy crueles, que persiguen con cárcel o pena de muerte a los homosexuales. Aquí nos hemos acostumbrado a una libertad que no debería hacernos olvidar que es un privilegio que está en América del Norte, en México con ciertas limitaciones, algunos países de América Latina, solo un país africano reconoce los matrimonios del mismo sexo, Sudáfrica; solo Taiwán, Nepal y Tailandia, en Asia, y, en Europa, hay una masa suficiente, pero también conviven sociedades que están en involución. No podemos olvidarnos de todos esos países».
Rafa Company estudió Historia del Arte con la idea de ser profesor. «Pero al final de la carrera sufrí una especie de desvío del propósito inicial. Tuve una suerte genial que fue hacer política. Fue una experiencia magnífica, ya que nunca ocupé un puesto de poder ni me tuve que ver sometido al escrutinio ni al protagonismo mediático excesivo. Después tuve una etapa de reflexión sobre la valencianidad, que es donde apareció mi colaboración con Document 88. Vimos que era necesario un organismo lingüístico que acabase con la tensión que se vivía. Siempre me sentí bastante sofisticado en esas cuestiones; disfruté todo eso, disfruté mi etapa trabajando para la tercera edad, y tuve la inmensa suerte de poder presentar el proyecto del MuVIM en sus inicios. Eso transformó mi vida y dio sentido a la carrera que inicié, porque me veía en una docencia arquetípica y que acabé en una docencia no formal».
Sus otras pasiones
El MuVIM es el eje de su vida, pero tiene más pasiones. Como la numismática, esa afición que comenzó con aquellos francos que traían sus tíos de Francia. Con esas primeras monedas descubrió La Sembradora, la figura de una campesina con un gorro frigio, que sale de las manos de un artista llamado Roty. Esa figura, algo cambiada, aparece también en los euros franceses. Y a Company le gusta contar este caso, para poner de manifiesto que la numismática ha hecho de La Sembradora la obra de arte más difundida de Francia.
Y recuerda también el episodio de Luis XVI en una época, el siglo XVIII, en la que los pueblos solo conocían a sus reyes porque los veían en las monedas. «Han sido un medio privilegiado de comunicación política desde el siglo VII antes de Cristo hasta ahora, que ya están de capa caída porque muy pocos, algunos antiguos como yo, seguimos pagando en efectivo. A Luis XVI lo detuvieron porque alguien lo reconoció por una moneda». El monarca, María Antonieta y sus dos hijos huyeron de París la noche del 20 de junio de 1791, dos años después de que la muchedumbre asaltara el palacio de Versalles, y al día siguiente, fue reconocido por el maestro de postas Jean-Baptiste Drouet. Luis XVI murió en la guillotina el 21 de enero de 1793.
Y lo mismo sucedía con la filatelia. «Un sello de correos, que ahora es un objeto humilde y desconocido para la mayoría de la población joven, era capaz de hacerte reflexionar. La gente recibía una carta y la miraba. Miraba los sellos en los que se decían cosas, se conmemoraban cosas, y eso ha sido importante, probablemente más importante que un lienzo maravilloso que solo lo veía el propietario y que lo tenía encerrado en un palacio».
Ese tipo de conocimiento siempre le ha entusiasmado. «Es muy gratificante saber de monedas, billetes, sellos de correos, cuadros, libros, obras musicales… Todo te va a conformar. Tenemos una disposición hacia ciertas cosas. A mí me encanta la heráldica —la ciencia que se encarga de los escudos de armas—. Me apasiona la historia de cuando cambian el escudo de Franco. Me interesé cuando el Consell del País Valencià de Albinyana, al principio, utilizaba los tres escudos provinciales, cuando sacaron el escudo del Consell. También me interesan los mapas. Creo que tengo algo en el cerebro que me conduce hacia las representaciones y los símbolos. Me apasiona ese universo. Sé cómo es el escudo de los Company. Bueno, más bien conozco el que usaron algunos Company. También me interesa la genealogía —la ascendencia y descendencia de una persona—».
Y también otras representaciones artísticas más mundanas. Como las fallas. Rafa Company tuvo su etapa fallera y fue uno de los fundadores de una comisión universitaria. «Fue cuando estábamos en ese proceso por lograr que València se pacificara lingüísticamente, y convencimos a la universidad de que la plaza del Patriarca podía ser un casal fallero gigante. Así nació la falla Universitat Vella-Plaça del Patriarca. Yo ya me hice mayor y me lo dejé. Se juntó gente que había sido fallera en otros lados y que necesitaba una falla céntrica. Fue maravilloso. La fundamos en 1989 y la primera Ofrenda fue en 1990. Como desfilamos con indumentaria tradicional fuimos apercibidos. Teníamos gente que sí sabía de indumentaria y de historia de las Fallas. Intentamos crear un ambiente fallero y que se ajustara a las necesidades de los universitarios. Ahora ya no soy fallero y vivo en el meollo, así que intento hacer un viaje cultural y estar de vuelta el día de la cremà, porque acaba todo y tiene un aire sentimental que me encanta. Días antes, cuando están montando, también madrugo para hacer fotos del montaje de las fallas».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 120 (octubre 2024) de la revista Plaza
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