Hay una lectura necesaria para acercarse al legado culinario de México: ‘Como agua para chocolate’. Junto a la propietaria de La Despensa de Frida, Michel Resendiz, elaboramos las recetas más emblemáticas de la obra, al tiempo que vamos masticando una historia de amor y cocina
INGREDIENTES: 12 rosas, de preferencia rojas / 12 castañas /2 cucharadas de mantequilla / 2 cucharadas de fécula de maíz / 2 gotas de esencia de rosas / 2 cucharadas de anís / 2 cucharadas de miel / 2 ajos / 6 codornices / 1 pithaya
“Se desprenden con mucho cuidado los pétalos de las rosas, procurando no pincharse los dedos”, escribe Tita, con la veteranía de quien acumula heridas. “Aparte de que es muy doloroso, los pétalos pueden quedar impregnados de sangre y esto, además de alterar el sabor del platillo, provoca reacciones químicas, por demás peligrosas”, indica, pues ya comprobó los efectos de derramar sus lágrimas sobre la mezcla. “Pero Tita era incapaz de recordar este pequeño detalle ante la intensa emoción que experimentaba al recibir un ramo de rosas, de manos de Pedro”, prosigue la novela, donde los sentimientos se convierten en ingredientes de las recetas. Si hay un libro que sirva de homenaje a la cocina mexicana, es Como agua para chocolate, de Laura Esquivel; si hay un plato famoso entre las páginas de la obra, se trata sin duda de las codornices en pétalos de rosa, con efectos afrodisíacos para el comensal. La historia de amor prohibida entre Tita y Pedro, casado con su hermana, vive en la receta elaborada a partir del ramo de rosas que él le regala, y que ella se ve incapaz de tirar.
“Es importante que se desplume a las codornices en seco, pues el sumergirlas en agua hirviendo altera el sabor de la carne. Ya que se tienen los pétalos deshojados, se muelen en el molcajete junto con el anís. Por separado, las castañas se ponen a dorar en el comal, se descascaran y se cuecen en agua. Después, se hacen puré. Los ajos se pican finamente y se doran en mantequilla; cuando están acitronados, se les agregan el puré de castañas, la miel, la pithaya molida, los pétalos de rosa y se echa sal al gusto. Para que espese un poco la salsa, se le pueden añadir dos cucharaditas de fécula de maíz. Por último, se pasa por un tamiz y se le agregan sólo dos gotas de esencia de rosas, no más, pues se corre el peligro de que quede muy olorosa”.
Michel ha comprado las flores a primera hora y ha encargado las codornices en el mercado, alterando uno de los pasos tradicionales del ritual mexicano, donde habitualmente las aves se matan al instante. También ha optado por dejar la carne en la salsa, confiando en que la fragancia no tenga el efecto desencadenado por Tita. Admite que solo había preparado esta receta dos veces en su vida, “y una fue para celebrar un aniversario”, ya que es habitual servirla en las bodas y entre enamorados. Resendiz será nuestra guía en este viaje a través de la literatura y la gastronomía de México, país del que es originaria y que abandonó hace 12 años precisamente por amor. Siempre ha sentido debilidad por los fogones, pero cuando llegó a España los convirtió en el centro de su vida. Es propietaria de la tienda especializada La Despensa de Frida, además de socia en un catering, con el que cocina en varios eventos y cada jueves en Bar Monterrey. Allí se organizan una fiesta en torno a los tacos, con vinilos y megáfonos, para cantar las comandas de pibil y arrachera, de pastor y yucateca.
"Cuando vivía en Tijuana, trabajaba en un hotel como recepcionista. Muchas veces me quedaba después de mi turno ayudando en la cocina, sobre todo cuando celebrábamos fiestas para los huéspedes. Pero todo se intensificó cuando lo conocí a él, que estaba de viaje por Sudamérica", relata. Habla de Manolo, valenciano, músico. Se enamoraron, vivieron juntos durante un año en México y luego vinieron de vacaciones a España; se quedaron en tierra, optaron por emprender su propio negocio y así nació La Despensa de Frida. Un puesto único en el Mercado de Ruzafa, auténtica ventana a la alacena mexicana, donde se pueden encontrar productos poco frecuentes en estas latitudes, tan singulares como los nopales, los quesos aztecas, los chiles secos o las salsas que te hacen arder el infierno. Ya en València conocería a Betty. Más que amiga, es casi hermana de Michel, desde que se conocieran hace siete años en la Asociación Cuauhtémoc, que une lazos entre mexicanos de la ciudad. Juntas pusieron en marcha el catering, además de ayudarse mutuamente en todo.
“Nuestra primera idea fue montar un restaurante, pero enseguida nos enfrentamos al problema de la falta de ingredientes y de conocimiento de la cultura mexicana. Si algo teníamos claro, es que queríamos hacer algo auténtico, y por eso empezamos por la tienda”, aclara Michel. Por entonces, València derrochaba prejuicios, apenas conocía el recetario azteca (eso sí, estaba plagada de reclamos tex-mex) y renegaba del picante como del mismo infierno. La labor de Resendiz a lo largo de estos últimos años, así como la de muchos otros restauradores que han impulsado gastronomías extranjeras en la ciudad, ha tenido buena parte de didáctica. “Desde el puesto intentamos informar sobre los alimentos y dar ideas para cocinar con ellos cualquier receta. Ahora la gente está cada vez más familiarizada; es algo que le debemos a los programas de televisión y a los viajes de novios”, bromea.
INGREDIENTES: 25 chiles poblanos / 8 granadas / 100 nueces de Castilla / 100 g de queso fresco añejo / 1 kilo de carne de res molida / 100 g de pasas / ¼ kilo de almendras / ¼ kilo de nueces /½ kilo de jitomate / 2 cebollas medianas / 2 acitrones / 1 durazno / 1 manzana / una pizca de comino / pimienta blanca / sal / azúcar
De nuevo, Tita. Cuando se publicó Como agua para chocolate, en 1989, la novela supuso toda una revolución dentro de la corriente literaria del realismo mágico, por la cual la fantasía y la realidad se funden en el relato. Fue traducido a 33 idiomas y llevado al cine por Alfonso Arau, entonces marido de la escritora. De repente la intimidad de las casas de México, aquellas donde se había vivido en silencio la revolución, quedó al descubierto en todo el mundo. El recetario más humilde también se elevó a los altares de la gastronomía. Los chiles en nogada, que dan título al último capítulo de la obra (cada uno empieza con una receta), fueron una de las elaboraciones presentadas ante la Unesco cuando la comida mexicana obtuvo el reconocimiento como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Apenas un humilde platillo del estado de Puebla, 'poblano por excelencia', que se prepara en septiembre por el Día de la Independencia, como denota la estacionalidad de las granadas. “Es más laborioso de lo que parece, mucho más que las codornices”, indica nuestra cocinera, quien esta vez ha decidido sustituir las manzanas por melocotones: “La clave está en equilibrar el sabor del chile a la llama y el dulce de la fruta que lleva el relleno”.
“Las nueces se deben comenzar a pelar con unos días de anticipación, con especial esmero en que a ninguna le quede adherido ni un solo pedazo, pues al molerlas y mezclarlas con la crema amargarían la nogada (…) Ya que se tienen todas las nueces peladas, se muelen en el metate junto con el queso y la crema. Por último, se les pone sal y pimienta blanca al gusto. Con esta nogada se cubren los chiles rellenos y se decoran después con la granada (…) Para el relleno de los chiles, la cebolla se pone a freír, y cuando está acitronada se le agregan la carne molida, el comino y un poco de azúcar. Ya que doró la carne, se le incorporan los duraznos, manzanas, nueces, pasas, almendras y el jitomate picado hasta que sazone. Cuando ya sazonó, se le pone sal a gusto y se deja secar antes de retirarla del fuego. Por separado, los chiles se ponen a asar y se pelan. Después se abren por un lado y se les retiran las semillas antes de rellenarlos”.
Así como la infancia de Tita se macera con tardes bajo las faldas de su cuidadora Nacha, Michel evoca el aroma de los fogones de su madre, de sus abuelas, de su bisabuela. “Tengo instantes detenidos en la mente”, afirma. Y entonces habla de los tarros con germinados que preparaba su abuelo, vegetariano en tiempos prematuros; o de la cocina de leña de su bisabuela, sobre la que colocaba comales de barro para hacer tortillas. “Mi madre siempre ha sido una gran cocinera, hasta el punto de organizar su restaurante en el patio de casa, donde sirve comida los fines de semana”, relata. Su especialidad es el menudo, que algunos identifican de manera errónea con los callos, pero que se elabora a partir de panza de res con chiles rojos. “Es un plato de carne muy especiada que no mucha gente sabe hacer; un clásico de la cocina mexicana que desgraciadamente se está perdiendo”, afirma. Su debilidad, no obstante, son los chilaquiles, y cualquier tipo de salsa que escarmiente el paladar. “Para nosotros son como el pan, un acompañamiento que siempre debe estar en la mesa, así que no entiendo por qué algunos restaurantes las cobran aparte”, explica.
¿Qué sabemos acerca de la auténtica comida mexicana? Ahora tenemos taquerías, pero desconocemos que al otro lado del Atlántico desayunan, comen y cenan estos bocados, cambiando el relleno según el momento del día. Sorprende comprobar que las tortillas que envuelven sus quesadillas pueden ser de color negro, tal vez azul, ya que emplean cientos de tipos de harinas. Como variedad se encuentran las tortas, que constituyen otro tipo de masa rellena, en este caso con forma de pan bolillo o birote, para las que también hay bares específicos. Y más allá de la comida callejera, tan importante en la cultura azteca, apenas nos estamos acostumbrando a la alta gastronomía del país. En Valencia hay restaurantes que presentan otro tipo de producto, como Casa Amores o Ameyal, aunque la auténtica avanzadilla cabe buscarla en Madrid, donde está Punto Mx. El restaurante mexicano de Roberto Ruiz fue pionero en obtener la Estrella Michelin en Europa.
INGREDIENTES: 1 taza de natas / 6 huevos / Canela / Almíbar
En el libro de Esquivel, como en la vida misma, la comida tiene un valor simbólico. Tita ama a las aves, que son la libertad; las adorna con rosas, que evocan la sexualidad; no soporta romper la cáscara de los huevos y se baña en las lágrimas de la cebolla. “Lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es el simple hecho de llorar, sino que a veces uno empieza, como quien dice, se pica, y ya no puede parar”, relata. No en vano el título del libro responde a un refrán de doble vertiente, porque “como agua para chocolate” bien puede significar que uno se deja llevar por la pasión, como por los demonios estando muy enfdado. La novela va tejiendo una historia de amor, pero también alude a la revolución de México, donde hay opresores y oprimidos. En las casas se guardan secretos a media voz, y la libertad tan solo triunfa con el devenir de los años. “Uno de los elementos más valiosos es que refleja lo que la familia, la casa y las supersticiones son para los mexicanos”, cuenta Michel.
“Se toman los huevos, se parten y se les separan las claras. Las seis yemas se revuelven con la taza de natas. Se baten estos ingredientes hasta que se torne ralo el batido. Entonces se vierten sobre una cazuela previamente untada con manteca. Esta mezcla, dentro de la tartera, no debe sobrepasar un dedo de altura. Se pone sobre la horquilla, a fuego muy bajo, y se deja cuajar”
Al compás que ella remueve la cacerola, vamos desmenuzando sus secretos; componemos el plato, de la misma manera que se van armando las fotografías. Aquí y allá encontramos elementos de su casa que nos remiten a su país, desde los carteles de lucha libre mexicana a las catrinas con cara de esqueleto. Entonces toca a la puerta Betty, quien trae consigo los molinillos de madera y los molcajetes de piedra volcánica. La complicidad entre ambas, socias en el catering que se encuentra tras los tacos de Bar Monterrey, se desprende de las miradas que se cruzan. “Algún día también nos gustaría arriesgar con un restaurante, pero ahora andamos atareadas”, admite Betty, quien comparte con Michel la condición de madre: "Es algo que nos apetece vivir intensamente unos años más". Mientras, ambas continúan difundiendo la cultura de su país, en la materia que sea, con el formato que se pueda.
Somos cuatro mujeres reunidas en la cocina mientras la tarde se va agotando. Para cuando Betty pone el café, Michel sirve su particular versión de la torreja, que ella ha preparado capirotada. Esto es, con sirope, una mezcla de especias, queso seco curado, nueces y piloncillo (una suerte de azúcar no refinada que consumen las clases más modestas de México, pero que en el fondo resulta mucho más sana). “Allá no hay tanta costumbre del postre después de comer. El dulce suele ser merienda o motivo de reunión”, revela la anfitriona. Y en esas andamos. Charlamos en torno al fuego, se nos escapa algún secreto, Michel habla de las paellas en familia precedidas de guacamole, Betty cuenta aquella vez que preparó la ensaladilla con la receta de su suegra, y la comida de las bandejas se agota, nos hace felices. Entonces me acuerdo de Tita entre las cacerolas. Pobre de quién no sabe hasta qué punto la buena mesa calienta el alma, de la misma manera que lo hace una buena novela. Ya me confesé una voz: libros, cocina, amor; no necesito más.
“Todos nacemos con una caja de fósforos adentro, pero no los podemos encender solos. Necesitamos la ayuda del oxígeno y una vela. En este caso el oxígeno, por ejemplo, vendría del aliento de la persona que amamos; la vela podría ser cualquier tipo de comida, música, caricia, palabra o sonido que engendre la explosión que encenderá uno de los fósforos (…) Cada persona tiene que descubrir qué disparará esas explosiones para poder vivir, puesto que la combustión que ocurre cuando uno de los fósforos se enciende es lo que nutre al alma.
Ese fuego, en resumen, es su alimento”.