VALÈNCIA. El Christopher Lee tiene tantos años, cincuenta, que casi suena a ciencia ficción que a mitad de la calle donde está, a la altura del vecino bar Richard, hubiera un secadero de bacalao que convertía aquello en un callejón inmundo. Y no, ya no está el secadero, ni aquello parece ya un callejón, pero el viejo pub se mantiene inamovible con su iluminación bohemia, su escalera de trece escalones y sus mil fetiches decorando cada rincón. Y allí, cuidando cada copa con esmero, como si cada cóctel fuera una especie de pequeña obra de arte, siguen Vidal y Mila haciendo del Christopher Lee un lugar único.
Vidal Ruedas tiene ya 65 años, pero está hecho un roble. De las mangas de la camiseta salen unos brazos dignos de un leñador de Arkansas. Y le queda cuerda y un amor por la hostelería que mamó de adolescente en diferentes antros de Benidorm y la Costa Brava, donde aprendió el oficio y descubrió los secretos: la iluminación, el gusto por los rincones, la calidad del producto… Y eso ha permitido que cuarenta y dos años después de coger el testigo del Christopher Lee, un pub que abrieron dos amantes del cine como Lluís Fernández y Rafa Ferrandis, los culpables de elegir el nombre del actor que encarnó a Drácula, el local siga abierto.
El Christopher Lee es el sueño de Vidal y a él ha consagrado su vida. Pero antes tuvo una vida de perros, una infancia traumática y una adolescencia trabajando de sol a sol por una cama y un plato de caliente. Una vida, en realidad, marcada por un padre alcohólico que no pudo hacerse cargo de una mujer y sus nueve hijos. Al principio lo intentó en el pueblo de donde proceden los Ruedas, en Granátula de Calatrava, en Ciudad Real, una aldea manchega donde Pedro Almodóvar rodó la primera escena de ‘Volver’, o eso dice la Wikipedia. Allí, aquel hombre tiraba del esparto para hacer capazos y aperos para el campo. Y en invierno trabajaba el carbón. Pero, al final, se acababa gastando el jornal en la frasca. Hasta que un día, cuando Vidal, el octavo de los hermanos, tenía ya cinco años, la madre, harta, decidió mudarse con toda la parentela a València, donde llevaba un tiempo viviendo una hermana.
El padre se quedó acodado en la taberna mientras la familia ponía rumbo al este. Se instalaron en Burjassot y la madre les explicó que si querían sobrevivir que todos tenían que tirar del carro. Las hermanas se pusieron a trabajar en lo que pudieron: limpiando casas, en un matadero, en una fábrica de muebles… Y el mayor, ‘ungido’ sin pretenderlo en cabeza de familia, se tiró a la construcción. Vidal, aún un niño chico, intentaba adaptarse a la escuela. Pero no encajaba. No tenía amigos, se frustraba con unos maestros que se empecinaban en enseñar a golpe de regla, y añoraba su rincón de la mancha, el monte, las eras Cuando llegaba a casa, tristón, lejos de encontrar cariño, era recibido con aspereza. Sus hermanos no estaban para gaitas y el niño creció con mucho desafecto, una pena que le ha acompañado durante toda su vida. Vidal era infeliz en casa y en el colegio. Por eso, en cuanto podía, se marchaba a un descampado de Burjassot a jugar al fútbol.
“Los 60 fueron años muy oscuros para mí”, explica el manchego. Hasta que un verano su madre le explicó que eso de las vacaciones era para otras familias, que él tenía que ayudar llevando un dinerito en casa. Así que se puso a trabajar en el bar del mercado. Y aquello le encantó. Le gustaba llevar los cafés o los desayunos a los dueños de las paradas, hablar con ellos, gastarse bromas y ver que era bien recibido. Aquel niño de 13 años al fin se sentía útil. También ayudaba al dueño a hacer la horchata que luego llevaba al mercado. Un chaval que era feliz trabajando porque al fin había encontrado su sitio. “Ahí entendí que la hostelería es mi pasión”, sentencia.
Vidal dejó los estudios en cuanto se sacó el graduado escolar. El propietario de una parada del mercado le contó que tenía un amigo que en la temporada de verano se iba a trabajar a Ibiza o a Benidorm. Al chico se le encendió la bombilla. Pero pasado el verano se puso a trabajar en una empresa textil donde le hacían llevar elevadas sumas de dinero para pagar a los proveedores o ingresarlo en el banco, y, más tarde, en un taller de mecánico donde también descubrió que le gustaba el oficio. “Pero los dueños eran unos tiranos y me lo dejé. Solo aguanté cuatro meses”. Durante esos cuatro meses adquirió un hábito que le ha durado cincuenta años. “Yo, desde entonces, siempre subo y bajo la persiana con mucho cuidado, para no molestar a los vecinos. Y lo sigo haciendo cada día. No soporto el golpe típico de la persiana cuando alguien la suba o la baja a lo bruto”.
El siguiente empleo fue con el mayor de sus hermanos en la obra. Eran los tiempos en los que se hacía todo a mano, a lo bestia. “Tenías que descargar sacos de cemento de cincuenta kilos, mover las vigas, todo sin protección. Yo, que siempre me ha gustado hacer deporte, me lo planteé como si fuera al gimnasio. El deporte siempre ha sido mi vía de escape y aquello era como el ‘crossfit’ que ahora se ha puesto de moda”.
En aquella época se murió su madre, a quien Vidal recuerda con cariño y veneración. “Tiene mucho mérito sacar adelante una familia tan grande. Mi madre fue una de esas mujeres que se quedaba sin comer para que comiéramos los hijos”. Sin la madre, Vidal se sintió desamparado entre unos hermanos que lo trataban con dureza. Y entonces, con 16 años, le vino a la cabeza la conversación que tuvo con aquel hombre del mercado y en Semana Santa se fue a Benidorm a buscarse la vida.
Empezó a trabajar en un restaurante, pero era muy duro. “Te daban el alojamiento y la comida. Pero el sueldo y las propinas nunca los vi… Me apasionaba la relación con los clientes y me desvivía a pesar de no hablar en inglés porque era muy servicial”, rememora de ese primer empleo en Benidorm vestido con un uniforme infame: unos zapatos negros de plástico que le destrozaban los pies, unos pantalones de tergal, una camisa barata, pajarita y chaqueta blanca a pesar del calor. Cada noche llegaba con las axilas y el pubis llenos de rozaduras. “Pero era joven y fuerte, y entonces lo aguantaba todo”, sentencia.
A la vuelta a València volvió a discutir con sus hermanos y entonces cogió un día y se fue a vivir a casa de un amigo. Cuatro días después, su hermano fue a buscarle de mala gaita. Tuvieron una discusión fuerte, el primogénito le levantó la mano y Vidal decidió que no quería volver a verles. Vidal se marchó a Benidorm. No tenía donde quedarse y los primeros días, mientras buscaba un empleo, tuvo que dormir a la intemperie en la ladera del monte, al lado de un camino hacia la playa de Poniente. Después un amigo le dejó dormir en la terraza y cuando entró a trabajar en un hotel, le dejaron quedarse a dormir en un sótano donde se apilaban las literas para que pernoctaran los cerca de treinta empleados.
Alguna noche se dejaba caer por los bares de copas. Como el Madeira. O el 007, un lugar estrambótico donde los camareros iban con plataformas. “Pero eso era lo habitual. Yo también las llevaba, Tenías 17 años y querías ir de moderno. Con el pelo largo, las camisas ceñidas y los pantalones de campana”. A Vidal nunca le fueron las drogas ni el alcohol. Él prefería el deporte. “Yo siempre digo que inventé correr. Porque en 1973 o 1974 no corría nadie, pero yo sí, También me gustaba nadar en la playa o salir al agua con el patinete. Cuidaba mucho de mi cuerpo”.
Otro verano probó suerte en Lanzarote. Solo aguantó mes y medio. No encontró trabajo a pesar de que cada día recorrían un trozo de costa, entonces totalmente virgen, en busca de una oportunidad. Cuando ya estaba casi sin blanca, se puso a pedir y en cuanto tuvo suficiente con los pocos ahorros que conservaba se compró un billete de vuelta.
Su siguiente destino iba a ser la Costa Brava. Allí estaba germinando la moda de las discotecas de playa que luego prendió en Ibiza y en el resto de España. La víspera de marcharse, fue a Burjassot a ver a su hermano pequeño y, por la calle, se encontró con una de sus hermanas. La joven se puso a llorar nada más verlo. Le pidió perdón y le aseguró que si volvía a casa, todos iban a tratarle mucho mejor. “Esa fue la primera vez que me sentí acogido en casa. Aquello me emocionó muchísimo”.
A la mañana siguiente cogió un tren ‘borreguero’ hasta Barcelona y después un tren hasta la Costa Brava. Vidal se asentó en Platja d’Aro. Llegó con el alma reconfortada por la reconciliación familiar y se juró que nunca más iba a decepcionarles. Los primeros días alquiló una habitación a medias con un amigo. No tenían dinero y pedían comida por la calle o acudían a los restaurantes para recoger lo que tiraban a la basura. Hasta que encontró trabajo en un bar. Pero aquello no era vida. Solo trabajaba y dormía. Nada más. Solo lo soportó dos meses.
Pero Vidal estaba empeñado en aprender el oficio a fondo y no iba a rendirse. Una mañana estaba dándose un baño en la playa y al salir le abordó un hombre que le propuso trabajar como camarero en Maddox -una discoteca, con cabina de disc-jockey, inaugurada en 1967 y que fue de las precursoras del Pachá que abrió poco después en Sitges-, que era de Oriol Regàs, el rey de la noche catalana que también tenía Bocaccio en Barcelona. Aún estaba todo virgen. Una carretera con los cafés a un lado y los puestos de los hippies al otro.
En el Maddox empezó a vibrar con la hostelería. “Me dejan por primera vez una barra para mí y ahí aprendí a desenvolverme y a servir copas. En la discoteca, donde había bandas que tocaban el jazz y el soul que fascinaban a aquel adolescente, se puede decir que se hizo camarero profesional. Además empezó a cobrar un poco mejor y le daban una cama para dormir, así que pudo ahorrar unos cuantos duros.
Pasado el verano, volvió a València y se puso a trabajar en Sibaris, una cafetería elegante de la calle Poeta Querol donde acudía a diario la burguesía valenciana. Cada barra trabajaba una cosa -cafés, sándwiches, cócteles…- y Vidal se encargó de los helados y los batidos. Ahí conoció otra vertiente de la profesión. La del rigor y la disciplina. Pero en cuanto volvió el calor, Vidal salió disparado hacia Platja d’Aro. Ese verano trabajó en una gran sala de fiestas llamada Flamingo, pero picó demasiado alto y acabó quebrando. Vidal ya tenía mucho callo y fue pasando de un negocio a otro. De Platja d’Aro a Palamós. Del Ramiro al Racó. Las condiciones no eran malas, pero por las noches se despertaba sobresaltado. El estrés empezaba a hacerle mella y entendió que, después de años empalmando un trabajo con otro, tenía que parar.
Y volvió a casa. Pasó el invierno trabajando en Gandia, en una obra, con su hermano. Pero Vidal ya llevaba tiempo dándole vueltas a la idea de quedarse un barecito en València y hacer su camino. En enero de 1978, un domingo por la tarde, conoció a Mila, la mujer de su vida, en la discoteca La Bruja. “A las nueve tenía que estar en su casa, así que la acompañé, nos despedimos y quedamos para el jueves siguiente. Y ya no volvimos a separarnos”, recuerda con ternura Vidal, quien insiste una y otra ve que Mila, que anda trajinando por el pub, le proporcionó todo el afecto que le faltó en su infancia y que ha sido determinante en su vida.
Juntos, paseando, se recorrían la ciudad en busca de un local donde montar su negocio, donde plasmar todo lo que había ido aprendiendo todos esos años. Pero con el dinero que tenía ahorrado, no había nada interesante. Hasta que, un día, un hombre, Pascual Cortés, le propuso que se quedaran a medias el Christopher Lee, un pub que llevaba siete años abierto y que se había convertido en un local libertario donde acudían los intelectuales y la gente de izquierdas a tramar contra el régimen. Era un lugar donde se rendía culto al cine y donde llegaban a proyectarse películas de 16 milímetros. Vidal dejó su trabajo en un kiosco del balneario de Las Arenas donde estaba vendiendo coca-colas y bocadillos y se lanzó, con la ayuda de su mujer y sus hermanos, a emprender la gran aventura de su vida.
Vidal y Mila y entraron allí en otoño de 1978 y se encontraron un lugar venido a menos. “No se parece en nada a lo que es hoy en día el Christopher Lee. Era todo con moqueta, lámparas con flecos, mesas bajas con ceniceros enormes… Tenía otra distribución. Olía a humedad. Pero eso, de joven, no te asusta. No sabía dónde me estaba metiendo”. Vidal se refiere a todos los desperfectos que fue descubriendo. Cada verano, en vacaciones, cerraban y le metían mano. Una reforma tras otra. Aquel joven tenía muy claro lo que quería.
Luces íntimas, rincones sugerentes, diferentes alturas, buena música y buenas copas. El pub estaba mal, pero tenía buena reputación y arrastraba una clientela fiel. “Entre semana estaba bien, pero llegaba el fin de semana y había gente esperando en la puerta para llenar el pub”.
El problema era que parte de la clientela estaba acostumbrada a un tipo de ocio diferente al que aspiraba Vidal. Eran años de represión, donde los jóvenes tenían que buscar lugares oscuros donde dar rienda suelta a la libido. Y en el Christopher Lee, hasta entonces, les dejaban.
Giraban la bombilla para quitar la luz y allí, encima de los sofás, se dejaban llevar. Vidal tuvo que acabar con eso. Él quería un sitio más elegante, con más clase, y, sintiéndolo mucho, tuvo que ir acabando con esa clase de clientes mientras educaba a los nuevos a no tirar las colillas al suelo y a comportarse. “Al final nos hicimos un nombre”, celebra.
Pasaron muchos años en los que solo estaban en el trabajo o en casa cuidando de Simón, su hijo, hoy un instructor de fitness en Barcelona que tiene 33 años. Solo había tiempo libre para practicar deporte. Vidal se iba al Saler, donde, a partir de los 80, empezó a practicar el surf y, años más tarde, el kitesurf. “Gracias a eso estamos tan bien. Muchos clientes me dicen que me cuido mucho y que no es habitual encontrarse en la noche a gente como nosotros”.
Hace unas semanas celebraron el cincuenta aniversario del Christopher Lee, que ha sufrido algún altibajo pero que nunca pasa de moda. Vidal ya ha cumplido los 65 y Mila tiene 62. Le gustaría que alguien cogiera el testigo como lo hizo él hace 43 años. Pero tampoco le obsesiona. Sabe que si nadie lo hace, el sótano perderá la licencia de bar de copas, como ha sucedido con otros históricos que se han quedado en el camino y que ya solo perviven en la memoria de los nostálgicos, muchos de ellos asiduos del Christopher Lee, donde, de vez en cuando, les gusta atravesar la calle en penumbra, cruzar la puerta, bajar los 13 escalones y sentarse a disfrutar de una copa servida con mimo por Vidal, el hombre que vivió mil calamidades antes de hacer realidad su sueño al lado de Mila.