El 5 de marzo se cumplió un año desde que el Tribunal de las Aguas de la Vega de València celebró su última reunión en la Puerta de los Apóstoles de la Catedral antes de la pandemia. Pero esta no es la primera vez que la institución se enfrenta a un problema tan grave. Mil años de historia dan para mucho
VALÈNCIA. «El Tribunal tiene más de mil años y seguro que, al menos, durará cien años más». El cálculo lo hace su presidente Onofre Cubells, y no es que le ponga fecha de caducidad, es que la gente de campo es precavida por naturaleza. «No digo más para no equivocarme y que luego no vengan y me digan algo», defiende.
Además, lo raro es que esta institución de justicia, la más antigua de Europa, haya durado todo este tiempo. La lista de poderosas amenazas a las que ha sobrevivido es larga: guerras (en plural), celos institucionales, conflictos con grandes empresas y ahora una pandemia. Hace ya casi un año que echaron mano de esa prudencia para, antes del decreto del estado de alarma, suspender sus concurridas vistas ante el avance de la covid-19. «Nos jugamos la piel y la cosa se puso muy negra», recuerda Cubells.
No parece que la pandemia vaya a acabar con el Tribunal, aunque parece diseñada para hacerlo. Ocho hombres (podrían ser mujeres, aunque no lo hayan sido nunca), expertos (es decir, fundamentalmente mayores), que se sientan hombro con hombro a hablar rodeados de cientos de personas. La que era —y se espera que vuelva a ser— una imagen de postal, ahora pondría los pelos de punta a los virólogos. Así que desde que se cerró la sesión del pasado 5 de marzo de 2020, los jueves a las 12 de la mañana, tras repicar las campanas de la Catedral, ya no se oye en la Puerta de los Apóstoles de la plaza de la Virgen el histórico «Denunciats de la séquia de…» que se pronunciaba tras la apertura oficial.
Entonces, apenas había certezas sobre el modo de transmisión pero el Tribunal ya optó por ‘agazaparse’. ¿Qué es un año en una historia milenaria? Desde que se suspendió abruptamente la sesión prevista para el 12 de marzo, no se ha vuelto a reunir en su emblemático emplazamiento y apenas se han celebrado un par de sesiones en la cercana Casa Vestuario de la misma plaza de la Virgen.
Eso sí, el agua sigue corriendo, las acequias se rompen, los campos hay que regarlos y en ese mismo local, cada quince días y con todas las medidas sanitarias necesarias, se celebran las sesiones administrativas que se realizaban al acabar las vistas públicas y que han multiplicado su habitual función mediadora para evitar llegar a juicios difíciles de celebrar. También los síndicos se emplean a fondo internamente en cada acequia. «La idea es evitar que los conflictos se emponzoñen», cuenta María José Ordeig, desde hace años abogada de la comunidad de regantes de la acequia Robella.
Ordeig explica que, históricamente, aparecer en un juicio público como el del Tribunal tenía «algo de escarnio para los labradores», algo que siempre ha animado a los acuerdos previos. «Mira que si no anirem al corralet, ¿eh?» se dicen aún a menudo medio en broma medio en serio. Nadie, si puede, quiere quedar retratado como un ‘mal regaor’.
En los últimos tiempos podían producirse hasta diez juicios cada curso y ahí en el corralet ya no hay mediación que valga. La letrada lo recuerda: «el Tribunal imparte justicia». Cuando hay una denuncia formal, hay una sentencia formal. La voz de la experiencia, tan denostada en otros ámbitos, aquí es fundamental y las penas se asumen sin rechistar, en buena parte porque son los propios agricultores los que eligen a sus síndicos y confían en su criterio. Las sentencias las proponen los representantes de la ‘orilla’ contraria, para evitar suspicacias.
Hay varios motivos que explican la supervivencia del Tribunal, pero el primero es que es necesario. Porque si hay (poca) agua, hay conflicto. «Que el Tribunal haya llegado hasta aquí es la suma de varias cosas, de decisiones acertadas pero también por una cuestión de necesidad. El Turia tiene poca agua. El pantano de Benagéber no se construyó hasta 1951 así que antiguamente si se tenía que dar de beber a la ciudad y había que regar, el agua iría muy justa», aventura Carlos Nácher, el alguacil del Tribunal.
Es él quien debía estar presentando en las vistas a los denunciados de cada una de las ocho acequias en el orden en el que toman el agua del río para que el guarda correspondiente presente el caso o deje que lo haga el denunciante. Los formales «Es quant tenia que dir?» y el posterior «Qué te que dir l’acusat?» del presidente, se debieron convertir en alguna tensa sesión en el Parle vosté, calle vosté que después popularizó la extinta Canal 9. Otra aportación más.
Además de ser necesario, el Tribunal es útil. Sí, también hoy. Se citan con fervor los tres principios con los que hace ya casi medio siglo el que fuera catedrático de derecho procesal de la Universitat de València, Víctor Fairén Guillén, definió su actividad: oralidad, rapidez y economía.
No hay papeles (apenas un registro posterior con los datos básicos), la mayoría de los casos (salvo aquellos que necesiten una visita o un informe complejo) se abren y se cierran en tres semanas; en parte porque si alguien no se presenta dos jueves seguidos se le juzga en rebeldía al tercero, y también porque no hay posibilidad de presentar recursos a la sentencia. Y encima es gratis. No hay abogados, ni procuradores, ni se gasta lápiz ni papel, explican desde dentro.
Pero, sobre todo, se resuelven asuntos que, con el actual estado de sobresaturación de la justicia, muchas veces se quedarían por el camino. «¿Quién se va a meter en un juicio ordinario porque le han quitado dos horas de riego?», reflexiona Nácher.
La institución casi desaparece en 1812, durante la redacción de ‘la Pepa’, y fue Fernando VII el que dio orden de no «inmiscuirse» en sus asuntos
«Las sentencias no son duras; no hay pretensión de ganar dinero o castigar, sino de que el funcionamiento sea el correcto», apunta Ordeig. Además, hay un grado importante de responsabilidad. Cuentan quienes han seguido los pleitos en el último medio siglo que apenas han detectado dos o tres casos de agricultores que han llevado al Tribunal sus rencillas personales, muchas veces heredadas de varias generaciones.
Las sanciones son más de quinientos euros que de mil, y raramente llegan a los tres mil euros, pero hubo una de casi cincuenta mil euros que pudo poner en cuestión al Tribunal. Lo cuenta quien estuvo allí y vivió esa batalla pero que prefiere no poner nombres. Ni el de la compañía condenada ni el suyo. Hace un par de décadas, una empresa de Madrid fue elegida por la Generalitat para hacer unos trabajos que implicaban variar algunos tramos se acequias. Empezó la obra antes de lo acordado, se le advirtió que debía esperar a la expropiación pero se ve que no se terminó de tomar en serio el requerimiento. Siguió adelante y fue juzgada y condenada.
Atónita al parecer porque ocho agricultores reunidos en una plaza le pusieran una sanción de ese calibre, la empresa quiso llevar el tema al Tribunal Constitucional. Cuestionó todo lo cuestionable, desde la notificación, al idioma (las vistas se realizan en valenciano pero se cambia al castellano si es preciso). Si se rectificaba la decisión original se ponía en entredicho su autonomía, pero el Constitucional lo rechazó y a la empresa le tocó pagar.
De hecho, en una sentencia de 2004 tras un recurso parecido a una resolución del ‘Consejo de los Hombres Buenos’ de Murcia (el ‘hermano joven’ del Tribunal de las Aguas) el Constitucional puso como ejemplo el tribunal «que desde tiempo inmemorial existe en Valencia» y recuerda que su labor ya la recogía la Ley de Aguas de 1866.
Esa sentencia también recuerda los ‘años locos’ del Tribunal de las Aguas de Valencia, una larga etapa en la que vivió en la ‘alegalidad’, lo que no deja de ser paradójico para una institución de justicia.
En el arranque del siglo XIX, la idea francesa de centralización y racionalización se trasladó a Cádiz en la redacción de la Constitución de 1812 y se plasmó, entre otros, en el artículo 278 del principio de ‘unidad jurisdiccional’. Venía a decir que todos los tribunales debían ser ramas de un mismo árbol. Era el final del Tribunal de las Aguas y, en teoría, así fue. Porque la idea de que con su encendido discurso del 31 de julio de 1813 en aquellas Cortes Constituyentes Francisco Xavier Borrull salvó la institución es… una leyenda.
Su petición de ‘indulto’ cayó en saco roto pese a que aparentemente convenció de inicio a sus detractores. Fracasó, como él mismo contó, por ‘culpa’ de otro diputado valenciano, Joaquín Lorenzo Villanueva, que pidió esa misma excepción para Xàtiva. El café para todos acabó en café para nadie. Al menos, teóricamente.
Fuera de la ley, el Tribunal debería haber desaparecido… pero miró para otro lado y se puso a silbar. Cada jueves siguió con sus reuniones como si nada hubiera pasado, «sin que la Audiencia Constitucional, ni el jefe político ni el Ayuntamiento de València se atreviesen á impedir su ejercicio», contaba Borrull en el Tratado que escribió recordando la historia.
Intentaron acabar con él unos años después y entonces sí la intercesión del antiguo diputado para que Fernando VII exigiera por escrito al «Corregidor y los Alcaldes Mayores de esta ciudad» que se ciñeran a lo establecido por el Rey Jaime I y les prohibiera «inmiscuirse en aquellos asuntos que son propios del Tribunal de Cequieros».
Algo similar ocurrió cuando España entró en la Unión Europea (entonces Comunidad Económica Europea) en 1986. El Tribunal de las Aguas no constaba en la relación de instituciones jurídicas españolas. El valenciano Federico de Trenor y Trenor, entonces letrado en Las Cortes se dió cuenta y elaboró un amplio informe que consiguió evitar el desaguisado.
El Tribunal es tan antiguo que no se sabe cuándo nació. Se da por hecho que es ‘milenario’ y de origen sarraceno pero la primera referencia más o menos clara es de 1239 cuando, en aquel fuero, Jaime I estableció que el agua y las acequias por las que transcurrían continuaran rigiéndose «segons que antigament és e fo establit e acostumat en temps de sarrahïns».
Pero el rey fue más allá y el 29 de diciembre de ese año expidió un privilegio que otorgó a los acequieros la jurisdicción privativa que ya tenían con los musulmanes. Aquel fue su primer blindaje y su sucesor, Jaime II, ya tuvo que decirle al ‘justicia de Valencia’ que no se entrometiera en los asuntos de las acequias.
La inscripción en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la Unesco como la institución de justicia más antigua de Europa no es el único escudo que tiene actualmente, aunque sí el más sonado. «Tiene prestigio y la gente lo quiere», apunta Ordeig. Al «respeto de la gente de la huerta» que esgrime la abogada, el alguacil Nácher añade el «atractivo» que siempre ha tenido para la gente de la ciudad. «Siempre se ha visto como algo bucólico», asegura. Unos y otros aluden al famoso cuadro del Tribunal que Bernardo Ferrándiz pintó en París y en el que ya vistió a los protagonistas con ropas de décadas anteriores. Por cierto, fue el primer cuadro de un español que compró el Estado francés y al volver a València tuvo que pintar una copia para la Diputación provincial.
María José Ordeig (abogada)
«Las sentencias no son duras; no hay pretensión de ganar dinero o castigar, sino de que el funcionamiento sea el correcto»
Hay una clave para ese cariño popular y es el escenario público. «Dicen que se hace allí porque los moriscos no podían entrar a la Catedral —explica Nácher— y eso ha permitido que sea conocido». De hecho, desde hace años es una de las atracciones turísticas de la ciudad. Otro escudo que el Tribunal ha sabido calzarse. Antes no se salía a la Puerta de los Apóstoles si no había juicio que celebrar pero ante la expectación se cambió la tradición y se decidió salir hubiera o no vista. Un poco de espectáculo no sobra.
«Mientras haya huerta, habrá Tribunal», sentencia Ordeig. «Hacemos una función y mientras haga falta, seguirá», añade el presidente. Pero la amenaza es evidente. Ya en 2004 el Consell Valencià de Cultura advirtió de una alarmante desaparición de acequias y huertas que, de continuar, «dejará sin función al Tribunal».
«En mi pueblo antes estaban todas las tierras cultivadas y ahora quedan cuatro abuelos que las trabajan», lamenta Cubells, orgulloso de ser «llaurador de toda la vida». Nácher no lo ve tan mal y asegura que «no está peor que hace veinte años; la rentabilidad no es para tirar cohetes pero algo da». Como apunta Ordeig, todos miran con envidia a la zona de L’Horta Nord: «La huerta en parte se ha echado a perder porque las administraciones no han permitido que sea rentable más allá de la horchata».
Ella misma aporta una pequeña esperanza: «Hay gente joven que, vistos los altos precios de la capital, está comprando una casa y tiene un pequeño huerto o para un pequeño comercio».
Cubells apunta que, de una manera u otra, deben adaptarse, pues «los problemas de ahora no son los de antes; antes había que regar y mover molinos». Además, lamenta que (aún) no haya salido adelante un proyecto para llevar agua limpia a L’Albufera a través de las acequias y financiar así a las comunidades de regantes. «Si desaparecen los brazos acaba desapareciendo la acequia», avisa. Pese a todo, todavía hay quien el augura un siglo más... como poco.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 71 (marzo 2021) de la revista Plaza