El valenciano, uno de los primeros grandes representantes de futbolistas en España, reunía los viernes a lo más granado del deporte rey. Jugadores, directivos y periodistas acudían a su casa en La Cañada para disfrutar de un banquete difícil de olvidar. Había una regla sagrada: nada de fotografías
VALÈNCIA. Se dice que los valencianos son tan quisquillosos con la paella, con qué lleva y qué no lleva, exaltándose en cuanto ven un guisante o una cortada de chorizo entre el arroz, para desviar la atención sobre su secreto mejor guardado: el arroz al horno. Algo así debió pensar Matías Prats —podríamos decir que Matías Prats II— el día que Alberto Toldrá le invitó a su casa, en la Gran Vía Fernando El Católico, y sacó a la mesa la cazuela de barro humeante con sus morcillas a punto de reventar, la cabeza de ajos en el centro y las costillas de cerdo bien tiernas. «Es el mejor arroz que he probado en mi vida», exclamó el periodista y presentador, con esa voz tan característica, casi teatral, después de dejar el plato sin un grano.
Aunque a Toldrá le gustaba el arroz al horno, y muchas otras recetas cocinadas con el cereal de La Albufera, como el arroz con pimiento y tomate, lo que le obsesionaba era la paella. El agente adoraba cocinar el plato universal valenciano con lo mejor de lo mejor: leña de naranjo, pollo y conejo de corral, verdura fresca del Mercado Central... Y mimo, mucho mimo. Pero si había algo que le gustaba más que la paella era comérsela con los amigos. Eso era tocar el cielo con las manos.
Alberto Toldrá (1941-2012), muy castigado por el párkinson en el final de su vida, murió en junio de 2012 con 71 años de edad y una trayectoria profesional como agente de futbolistas impecable. El valenciano fue un pionero en este oficio en España y uno de los más influyentes durante cuatro décadas.
El representante fue un autodidacta que se hizo una reputación a base de instinto, insistencia y credibilidad. Su palabra tenía el mismo valor que un documento y por eso nunca vio necesario firmar un contrato. Con Toldrá bastaba con un apretón de manos y que te mirara de frente con esos llamativos ojos azules por el que algunos le llamaban ‘ojitos’. Un pago justo para alguien con gran afición a colgarle apodos a todo el mundo.
Por eso a Rafael Revert, que tenía un kiosco en la plaza del Ayuntamiento, muchos le conocían como el ‘Führer’, el sobrenombre que le endilgó Toldrá por el bigotillo hitleriano que se había dejado. El vendedor de periódicos y el agente se hicieron amigos alrededor de una paella. El primero gastaba fama de maestro paellero y en esos años, a finales de los ochenta, Toldrá ya había iniciado su búsqueda de la perfección arrocera y le había pedido al ‘Führer’ unas cuantas lecciones magistrales. Dominado el arte, era el momento de presumir y disfrutar. De sentar a la mesa a sus amigos del fútbol: Pasieguito, Enrique Buqué, Vicente Cuquerella, Manolo Mestre, Salvador Gomar, Rafa Cervera, Vicente Andreu, Fernando Roig...
Los últimos veinte años hizo las paellas en El Plantío, en La Cañada —recuerda el periodista Vicente Furió— pero antes se hacían en Macastre porque Pasieguito tenía allí una casa de su suegra y un corral, e íbamos a finales de los ochenta y principios de los noventa con un saco de pienso y el arreglo para la paella». Furió, al que Toldrá rebautizó como el ‘Fraret’ por su peinado con flequillo y raya al lado, y los pantalones por encima de la cintura, lo conoció cuando era un meritorio y mantuvieron la amistad hasta que se convirtió en el periodista deportivo más influyente de la ciudad. Juntos encontraron el equilibrio entre la profesión y el compadreo. «Años después se compró la casa en La Cañada, toda una manzana en El Plantío, que tenía un gallinero. Estableció los viernes como el día de la comida y allí acudía todo el mundo del fútbol. Entonces convirtió el frontón en una especie de salón recreativo y, al lado, el paellero».
La primera gestión de Alberto Toldrá no le auguró un futuro esplendoroso. En su primer traspaso, cuando llevó a un tal Danielet del Oliva al Villanueva de Castellón, Tomás Francés, secretario de este club, le puso delante de un carro y le dijo que eligiera los seis melones que quisiera. Luego prosperó y empezó con jugadores de la talla de Juan Cruz Sol, al que llevó del Valencia al Real Madrid. En esa época le conoció Jesús Martínez, que jugó diez temporadas en Mestalla. El campeón de la Liga del 71 fue su socio de de 1980 a 1990. «Nos conocimos en el ambiente del fútbol, comenzamos a trabajar juntos y se convirtió en mi mejor amigo. Lo compartíamos todo. Sus hijos me llaman tío y soy el padrino de José (el segundo de cinco). Se podría decir que Alberto me adoptó».
Jesús Martínez vivió de cerca su ascensión en el fútbol hasta convertirse en un representante que llevaba a la mitad de los jugadores de la selección española en una Eurocopa o a once de los finalistas de la Champions de 2000, aquel triste Valencia-Real Madrid, en París. «Toda la vida había hecho de intermediario porque no existía la figura del representante. Un día me enteré de que Ricardo Avellaneda, que tenía un apartamento en la Pobla de Farnals, era el representante de Butragueño, y fui y le dije a Alberto que el futuro era la representación», recuerda Jesús Martínez de una época en la que se sacaban un dineral trayendo equipos extranjeros a España para los torneos de verano, entonces en auge. «El que se encargaba de toda la gestión de comprar los pasajes era Ginés Carvajal, que tenía una agencia de viajes. Hice amistad con él y se lo presenté a Alberto. Era muy valiente para el trabajo y a eso se le unió la personalidad, el conocimiento y el prestigio de Alberto. Se convirtieron en los número uno en un oficio en el que al principio solo estaban ellos, Miguel Santos y José María Minguella».
Sus representados eran cada vez más conocidos y algunas de sus operaciones abrían las secciones de deportes de los telediarios: el traspaso del Tenerife al Valencia del panameño Rommel Fernández, el del chileno Iván Zamorano del Sevilla al Real Madrid, el bombazo que supuso que Luis Enrique dejara el Madrid para irse al Barcelona o la venta de dos valencianistas al Calcio: Farinós al Inter de Milán por 3.000 millones de pesetas y Gaizka Mendieta al Lazio, un año después, por 8.000 millones —en su día, el mayor negocio de la historia del Valencia CF—. En la cartera del Grupo Toldrá Consulting había también estrellas de la talla de Raúl, Iker Casillas, Morientes, Fernando, Voro, Camarasa, Abelardo, Urzaiz, Julio Salinas, Penev o Pardeza.
Su palabra tenía el valor de un documento y nunca vio necesario firmar un contrato. Con Toldrá bastaba con un apretón de manos
Casi todos pasaron algún viernes por La Cañada. Los hijos del agente, si la selección jugaba ese fin de semana en València, podían acabar la comida jugando al futbolín con Hierro, Raúl y Morientes. Además de jugadores iban dirigentes: Ángel Torres, Lendoiro, Fernando Roig, Manolo Llorente... Y toda la prensa de Madrid: desde su íntimo amigo José Vicente Hernáez a Tomás Guasch, Enrique Ortego o el equipo al completo de José Ramón de la Morena. «Pero no era un clasista. Mi tío trataba igual de bien a Florentino Pérez o a Josep Lluís Núñez que a los tenderos del Mercado Central a los que también se llevaba a comer a casa», rememora César Toldrá, sobrino del agente y editor de Deportes de la delegación en València de la Agencia Efe.
Los invitados, que tenían terminantemente prohibido llevar nada, iban llegando desde la una y media. «Y a las dos y media se empezaba a comer. Cada uno llegaba cuando podía pero nadie se retrasaba porque eso suponía perderse el aperitivo, y ahí todo era excelente. Las mejores gambas, el mejor marisco, los mejores tomates...». Y luego, el paellón, como llamaba Toldrá a su paella valenciana. Al que iba por primera vez no le perdonaba su broma predilecta: llenaba una cuchara con sal, le añadía caldo de la paella y se la daba a probar al invitado. Unos escupían nada más sentir el fogonazo de sal en la boca y otros, con miedo a ofender al cocinero, intentaban disimular mientras Alberto ya empezaba a troncharse de la risa.
Entre él y Anabel, la asistenta, daban de comer a treinta personas. Todo ello regado con los mejores caldos, como recuerda su sobrino, un gran enólogo: «904 y 890, de Rioja Alta, Contino Viña del Olivo, Conde de los Andes, Excelso del 64, Viña Lanciano del 73 o el Imperial Gran Reserva. Y por supuesto champán francés. A mi tío le gustaba mucho comer con champán, algo que entonces no se estilaba, y siempre tenía alguna botella bien fría de Moët & Chandon y Dom Pérignon que le llevaba Monedero, el distribuidor de la marca». Y de remate, una bandeja de lionesas que le había preparado su amigo Carlos Jericó, de La rosa de Jericó, al que nunca dejaba que le invitara. «Mi tío era muy espléndido. Luego igual se peleaba con un presidente para que un jugador suyo ganara medio millón más, pero con sus amigos no miraba el dinero».
Y ahí paraba. Toldrá nunca fue el rey de copas. Con el buche lleno, encendía un Montecristo y se ponía a tertuliar con sus amigos entre densas bocanadas de humo. «Cada uno llegaba con lo que se había enterado esa semana sobre el fútbol y lo soltaba», advierte Jesús Martínez. «Unos jugaban a las cartas, al dominó, al billar... Y otros simplemente le daban al palique», señala Furió, para quien aquellas comidas de los viernes eran un filón. Aunque no podía abusar de aquella información que a veces llegaba en La Cañada y otras en Semana Santa en el apartamento del Mareny Blau, o en sus largos paseos por la València antigua.
Lorenzo Toldrá, el padre de César, era su único hermano. Era abogado y, al contrario que Alberto, le resbalaba el fútbol: «Solo fue a un partido en su vida, en Heysel, en aquella final de la Recopa que el Valencia de Kempes ganó en los penaltis. Los hermanos tenían gustos totalmente diferentes».
Alberto Toldrá fue un enamorado del fútbol pero no un deportista. Jugaba partidas de pelota vasca en el Jai-Alai, cerca de la Alameda, con Pasieguito, pero con el aliciente de salir pitando a pegarse la comilona nada más acabar. «Yo intenté introducirle al golf —interviene Furió—. Íbamos a El Bosque a jugar pero en cuanto estábamos en el hoyo 3, me miraba y me decía: ‘‘Vicente, ¿nos vamos a comer al callejón?’’». El ‘callejón’ era, y es, la Taberna Alkázar, donde aún le gusta ir algún domingo a Jesús Martínez. «Allí era un fijo. Era nuestro sitio de encuentro. Llegaba con Pasieguito y ya tenían preparado su porrón de champán. También frecuentábamos Don Pablo, una cafetería que abrimos en Don Juan de Austria con Juanito Sol y dos más. Comer era su pasión, lo que más le gustaba. Y tomar el sol, la tertulia con los amigos o el amor por su familia (tuvo cinco hijos: Alberto y Lorenzo, que mantienen la empresa de representación, José, María Dolores y Paula)».
Jesús Martínez era el poli bueno en aquel tándem de los noventa. «Él tenía mucho carácter y yo era la sutileza frente a su fuerte personalidad. Porque él si rompía una negociación, la rompía. Y yo ayudaba a desencallarlas. Luego también nos ayudó mucho Salvador Gomar cuando dejó el Valencia CF. Como administrativo era un fenómeno en unos tiempos en los que no existían los abogados deportivos, y fue muy importante para el crecimiento de la empresa».
Lo que más lamenta el exfutbolista es que su amigo muriera con solo 71 años pero sobre todo que ocho o nueve antes «ya estuviera muy enfermo y tuviera que vivir muy limitado porque como estaba tan débil, sufrió una caída muy fuerte, se rompió una pierna y tuvo que ir en silla de ruedas, y eso, para aquellos últimos años tan tristes, es una injusticia». En esos años del poderoso y volcánico agente reducido por el párkinson, siempre tuvo a su lado a Santiago Cañizares. El mítico portero del Valencia CF jamás le dio la espalda y lo primero que hizo al ver que Toldrá no quería ir al médico fue buscar al mejor neurólogo de la ciudad y llevarle a la consulta del doctor Yayá. «Es que era mucho más que un representante para mí», aclara.
La primera vez que hablaron fue el día que sonó el teléfono del arquero cuando jugaba en el Celta. «Escuché la voz de un hombre muy educado que me proponía comer juntos en Vigo. Su forma de hablar, además de su prestigio, me conquistó. Al acabar de comer, le estreché la mano y le pedí que me representara. A partir de ahí ya solo tuve que preocuparme de jugar al fútbol; me dio tranquilidad y eso me permitió mejorar mucho como portero. Fue un hombre que siempre antepuso los intereses del futbolista a los suyos».
Ya en València comenzó a acostumbrarse a que, después de entrenar, nada más salir de la ducha y acicalarse, sonara su teléfono. «Santi, ¿dónde comes?», le preguntaba el agente. Y el jugador, antes de acabar de decirle que aún no lo sabía, escuchaba la invitación. «Vente a casa y hago una paella. O vente a casa y hago un cordero. O lo que fuera. No le gustaba comer solo y no creo haber conocido a otra persona que se haya gastado tanto dinero en comida y bebida para los demás». En esos almuerzos se hablaba de fútbol, pero Toldrá jamás violaba el secreto profesional. «Ya podía yo preguntarle cien veces que a dónde se iba a ir Iván Zamorano que él, aunque estuviera ya cerrado su traspaso al Inter, no te decía nada hasta que se anunciara. Y si quería conocer tu opinión sobre un fichaje te preguntaba por dieciséis jugadores y cómo encajarían en 24 equipos diferentes y, entre esos, te colaba la pregunta que era interesante para él».
Muchos periodistas conocían la costumbre de aquellas comidas de los viernes en el domicilio de Toldrá. Pero otros no. «Uno me entrevistó en la radio y me preguntó que qué tal las paellas de casa Alberto en La Cañada. Inmediatamente un montón de colegas se volvieron locos buscando un restaurante Casa Alberto en La Cañada que no existía».
No todos tenían el privilegio de degustar las exquisiteces de Toldrá. El agente era tan sibarita que en plena negociación por el millonario traspaso de Mendieta a la Lazio, Javier Gómez se quedó de piedra cuando le vio salir con una bandeja de ibéricos: chorizo, lomo, jamón de jabugo, salchichones... Porque se podía estar en desacuerdo, pero no se podía estar sin comer.
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