VALÈNCIA. Un verano con una muñeca fisurada en el pueblo, Bejís, largas horas de parálisis en el tiempo-siesta tras la comida, horas todavía más largas si cabe ante la imposibilidad de practicar las actividades lúdicas que la montaña ofrece a un niño. Hay, eso sí, una novedad. Una Game Boy negra, y un juego: Bram Stoker's Dracula. Será precisamente unos años más tarde en la misma habitación de la misma casa donde gracias a la biblioteca municipal el niño lea la novela que creó el mito, y en él, la fascinación por las narrativas del terror. Pero ese año, podría ser mil novecientos noventa y cuatro, la agonía estival inevitable de la sobremesa de un mes, agosto, sometido a un sol que todo lo aplana y lo dilata, quedó asociada a un interruptor, a un sonido de encendido, a unos créditos con una música tan inquietante como estresante, y a unos gráficos verdosos que prometían horas de intentos y satisfacción al superar por fin los niveles —que no eran cosa sencilla—. Esqueletos, zombies, murciélagos, fantasmas, una sombra diabólica; saltos y carreras a través de mazmorras llenas de trampas: un desasosiego placentero y adictivo que sería interiorizado como una manera nueva de obtener diversión, y por tanto, felicidad. Esta es una historia posible de iniciación a los videojuegos de terror, la de alguien nacido en mil novecientos ochenta y siete, solo una de millones, porque el terror en los videojuegos es una dimensión indispensable de este gran fenómeno cultural, el más actual de los que ahora disfrutamos. Hay nombres de franquicias que son ya realidades transmedia que han seducido con sus horripilantes mutaciones a seguidores de todo el mundo, como Resident Evil —¿tú también lo lees con esa voz y entonación?—, o glorias folk horror nacidas al albor de lo artesanal como Mundaun que se permiten poner el foco en mitologías e idiomas cuya existencia desconoce la mayoría. El plano en que se desarrollan los videojuegos es tan extenso, próspero y versátil que en él, visto lo visto hasta ahora, parece que cabe todo.
Libros y cómic
‘El libro de los videojuegos de terror’: crónica imprescindible de un fenómeno cultural

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