Cómo la melancolía se ha impuesto como sentimiento renovador en el hábito del comercio. Cuando la añoranza de lo que ya no está se convierte en el plan
VALÈNCIA. El sarcasmo recorrió los últimos días para cerciorarse de la cantidad de gente que escuchaba a Battiato mientras leía los poemas de Brines. O que, por el contrario, leía a Brines mientras escuchaba a Battiato.
Tras los afectos sinceros, el atrezzo de una ligazón irrefrenable con aquello que desaparece. Toda una manera de reafirmar los intereses propios a partir de lo que se fue. La cuestión se complica, hasta el extremo, si la semana te pilló escuchando a Battiato y leyendo a Brines desde el Instituto Francés. ¡Tempus fugit!
Por si fuera poco, el anuncio del cierre de la pastelería Diadema en la calle Espíritu Santo de Malasaña, tras la jubilación de María Luisa Sánchez y el desacuerdo con los propietarios del local, sumió en la desazón a la prensa nacional al constatar, un día más, que la ciudad de los negocios señeros y las esquinas emblema, ha sufrido una sustitución explosiva frente a las lógicas de escala, reemplazada por córners y negocios calcados, de usar y tirar.
Lo de Brines y Battiato supone un suspiro simbólico de lo que viene sucediendo sobre la piel de las urbes. Como las revistas que se leen cuando ya no están. Como los kioskos de prensa a los que lloraremos en cuanto desaparezcan aunque haga años que no compramos un periódico en papel. Como la cafetería con servilletas de papel sulfito satinado a la que dejamos de ir a favor del hábito profiláctico del Panaria.
No es cuestión de discernir sobre cómo nuestras ausencias prolongadas terminan achicharrando a los comercios presumiblemente eternos, porque en ocasiones la dinámica comercial excede al uso y responde a competitividades todavía más voraces. Tampoco parece que el Instituto Francés vaya a dejar de cerrar sus puertas por mucho que nos pongamos a consumir en el idioma de Karembeu.
Tiene que ver más sobre cómo afrontamos el hábito comercial desde la melancolía. Con cierta hipocresía de salón urbano, ponemos el grito en el cielo cuando Abanicos Nela, en la esquina de San Vicente con Reina, cierra para dar paso a un Natura.
En uno de sus aforismos Ignacio Peyró escribe: “Es lástima grande quedarse a escribir en casa cuando podríamos estar en los Mares del Sur, lamentando no habernos quedado a escribir en casa”.
Es lástima grande quedarse en casa con un incienso del Natura cuando podríamos estar aventándonos por la calle con un abanico Nela, lamentando no habernos quedado en casa oliendo el inciensito.
Este juego, este ‘Elige tu propia aventura melancólica’, rebota la idea de si queremos lugares abiertos o en realidad lo que pedimos son recuerdos de los lugares abiertos mientras compramos a domicilio. El éxito de los blogs de fotos en blanco y negro y la memorabilia comercial. La retahíla de añoranzas a aquellos templos míticos que jamás vivimos. La idealización de un mundo repleto de Balanzás, Laurias y Barrachinas.
Resulta inevitable pensar si no estará ocurriendo con el pálpito comercial algo parecido a la idea del no-futuro que explica en crudo la filósofa Marina Garcés. El miedo al porvenir, el asidero del recuerdo. "Hay un aparato cultural que contribuye a la sensación de que solo queda esperar la catástrofe", decía Garcés en Culturplaza, su medio de confianza. “Hay una privatización del después, del mañana”, seguía.
Por pura inercia tendemos a pensar que las pautas de consumo se hacen solas. Pero ya se sabe: si no las haces, te las hacen. Y en lugar de estar abanicándote con Nela camino de la cafetería El Siglo para acabar comprando un dulce en la pastelería de Santa Catalina, terminas con un foulard con motivos mandala, zampando patatas refritas y adquiriendo una chapa en la tienda del Hard Rock. Haciendo ji-jis por los gofres con forma de pene que pueblan los alrededores de Caballeros, mirando al gofre en lugar de a la luna. Corriendo un grave riesgo: que la ciudad se nos acabe pareciendo demasiado a nosotros mismos.
Otro día más en la oficina.
La Navidad está hecha para la felicidad de los niños. En cambio, a un adulto le basta con fingir alegría y recordar los años de nieves y gracias de su infancia. No queda casi nada de aquel tiempo en que la gente se felicitaba las Pascuas por carta y era costumbre pedir el aguinaldo