Un paisaje dominado por viñedos y campos de cultivos se extiende más allá de Nantes, en una región que se abre al agroturismo y enoturismo
VALÈNCIA.- En ocasiones, tenemos la sensación de que conocemos un lugar por las veces que lo hemos visto en fotos o nos han hablado de él. Esa sensación la tenía con Nantes y el Valle del Loira. Y seguro que ahora a ti también te vienen a la mente esos increíbles castillos ubicados a orillas del río y ese elefante gigante que se ha convertido en el símbolo de la ciudad de Julio Verne. Pero no es tan conocido que en esta región abundan las bodegas, las granjas y un paisaje salpicado por viñedos y campos de cultivo que desaparecen en el horizonte, con casas rústicas de teja y ese olor a tierra que te envuelve mientras paseas entre las vides.
Así que, dejando de lado esa foto típica, emprendo mi viaje para conocer el mayor viñedo de vino blanco monovarietal del mundo con denominación de origen: el Muscadet. Un paisaje al que me adentro después de unas horas exprés en Nantes, que seguirá esperándome para una visita mucho más tranquila en un futuro —espero— no muy lejano. Me da pena no tener tiempo para todo, pero me atrae conocer esa parte de la región del Loira (el Pays de la Loire) que habla de tierra y tradición pero también del paso del tiempo gracias a todos esos campos de vides que con sus colores marcan el calendario. Es verano y la vid se muestra exultante, verde y fresca. Una frescura que entra en el coche mientras conduzco por un camino flanqueado por campos que me lleva hasta la bodega de la familia Lieubeau, próxima a Château-Thébaud. Allí me espera Marie Lieubeau para ilustrarme sobre el Muscadet, el vino blanco, fresco y afrutado estrella de la región de Nantes.
La joven me explica que la uva melon es originaria de Borgoña y desde el siglo XVI afinca a orillas del Loira. Sin embargo, su popularidad es gracias a Luis XIV —actualmente hay más de 11.000 hectáreas— pues al ver que había resistido medianamente bien a las heladas de 1709, ordenó dar prioridad a la cepa muscadet. Me lo explica agachada, viendo cómo empiezan a brotar los racimos de las vides, especialmente de aquellas que son más antiguas. Estas, precisamente, son recogidas de forma tradicional, con un caballo.
Al subir unas escaleras que llevan a un antiguo depósito, noto la brisa del lejano Atlántico y admiro ese paisaje repleto de árboles, ríos, pueblos y vides. Esa cercanía con el océano y la riqueza de estos suelos le otorgan ese carácter tan especial. Allí también veo la confluencia de los ríos Sèvre y Maine, que da una de las cuatro denominaciones de origen. El resto son Muscadet, Muscadet Coteaux de la Loire y Muscadet Côtes de Grand-Lieu.
Agricultura y viticultura ecológica
Es curioso pero a medida que Marie me va relatando la singularidad del territorio voy conectando más con él. Tanto, que a través de la cata de vinos que realizamos en su bodega soy capaz de saborear esa tierra que he visto con mis propios ojos. También la pasión de esta familia que desde 1816 produce vinos y que, en 2015, decidió dar un paso esencial: hacer vinos ecológicos. Me despido de ella y me dirijo a Château-Thébaud para atravesar esa pasarela diseñada por el arquitecto Emmanuel Ritz que se adentra en el río. Las vistas son increíbles, con los escarpados acantilados de Maisdon-sur-Sèvre, un pequeño cañón que muestra la belleza del valle.
Lo que peor llevo en Europa son los horarios, pero son las ocho y es mejor que me pare a cenar o cuando tenga hambre será ya demasiado tarde. Lo hago en un pequeño restaurante ubicado en los jardines del castillo La Frémoire (del siglo XVI). Sentada en una silla de tela, mirando a un horizonte dominado por árboles, pido un Muscadet y un plato con pequeñas especialidades de la región. Una cena sencilla que degusto sin prisa, disfrutando de la calma y la belleza del lugar. Y más al salir, cuando el sol se posa sobre los viñedos y las campanas de la iglesia suenan a lo lejos.
A estas alturas debo confesar que me encanta el queso. Podría estar toda una semana comiendo solo eso, en todas sus variedades y formas. Y si lo acompaño con una copita de vino —Muscadet, por supuesto— siento que estoy en el mismo cielo. Así de simple. Y como el destino es así de caprichoso en mi viaje doy con la Ferme du Hallay, una pequeña tienda de quesos situada junto a la granja en la que Yoan y su mujer Marie elaboran sus productos lácteos. Yoan, en un perfecto castellano, no titubea al preguntarme si quiero conocer cómo trabaja. Mis ojos deben hablar por sí solos porque en cuestión de segundos sale del mostrador y me guía hacia donde están las cabras más pequeñas.
En esa parcela repleta de heno me explica que trabajan de forma ecológica y sostenible. Para ello, sus cabras pastan libremente por el campo y solo regresan al cobijo para el ordeño, momento en el que les dan un suplemento alimenticio a base de cereales y piensos ecológicos. Nada de productos químicos. Además, me enseña una pizarra con la producción de leche, que varía según la estación. ¿Dónde están las cabras? Me lleva hasta ellas, que están pastando en lo que antaño fueron los alrededores de un castillo —solo queda la capilla— y que hoy está delimitado por parcelas para que las cabras vayan rotando y, así, evitar que cojan parásitos.
Cuando llegamos hasta ellas me rodean para que les acaricie y otras chupan las tiras de mi mochila. Ni mi risa ni mi «¡no chupes eso!» las detiene, solo el silvido de Yoan, que indica que deben ir hasta él. De vuelta a la granja Yoan entra a lo que llama el laboratorio. Con una maestría abismal va introduciendo ese líquido en unos moldes que con el tiempo de fermentación adecuado se convertirán en queso (fresco, cremoso, semiseco o seco) o yogur. Solo una palabra: espectaculares.
En el coche voy atravesando campos de maíz y huertos que dejan una estampa bucólica en la que me siento una intrusa. Es solo una sensación porque la hospitalidad de los lugareños es increíble, siempre dispuestos a ayudarme para salvar la barrera del idioma. Tanto, que la señora del alojamiento Oasis de la Borderie (aint-Étienne-du-Bois) me ofrece su bici y me da un mapa para que pedalee por todos esos campos. Agradezco su invitación y me pierdo por caminales hasta encontrar mi sitio y disfrutar de la puesta de sol.
Me gusta tanto la experiencia que al día siguiente la repito, pero esta vez junto a Bastien Mousset, el viticultor de L’Orée du Sabia, en sus viñedos de Brem-sur-Mer. Es joven pero con una gran experiencia. Pedaleando me enseña sus más de diez hectáreas de viñedos, algunos de ellos centenarios, y me cuenta que son vinos biodinámicos, lo que significa que todos los aditivos de fertilización son de origen mineral y vegetal, y se utiliza el calendario astronómico para regir las épocas de la siembra, de la cura y de la cosecha de la uva. Me fascina su pasión por la tierra que cuida y su manera de respetar el teritorio. Un paseo que termina en su bodega, en la que no hay curvas porque estas representan la infinidad del espacio. En esa terraza en la que el sol brilla como nunca degusto sus vinos.
Me despido de Bastien y me dirijo hasta el final de mi viaje: Bretignolles-sur-Mer. Deambulando por el paseo marítimo y escuchando el rumor de las olas rompiendo en las rocas, me doy cuenta de que mi foto del Loira Atlántico es completamente diferente a la típica pero, quizá, es la que hace especial a esta región. Tanto, que incluso me da pena hacer las maletas y marcharme, porque me queda mucho por descubrir y por aprender.
* Este artículo salió publicado en el número 83 (septiembre 2021) de la revista Plaza