El productor Larry Cohen se dio a conocer con esta producción en la que el arquitecto David Vicent va com cagalló per séquia para evitar una invasión extraterrestre
VALÈNCIA. ¿Cansado de conspiraciones paranoicas? ¿Harto de tener que rehuir al prójimo por miedo al contagio por coronavirus? Pues sepa usted que en los años sesenta ya había una serie que hablaba de estos temas, solo que la amenaza provenía del espacio exterior y no del consumo descontrolado de carne de pangolín.
A finales de los sesenta, el productor televisivo Quinn Martin perfilaba un nuevo proyecto que enganchara a la audiencia de la misma manera que lo había hecho su última producción, El fugitivo. En dicha serie, un hombre tenía que huir de la justicia tras haber sido injustamente acusado del asesinato de su esposa. Capítulo tras capítulo, el doctor Kimble huía y huía, recorriendo Estados Unidos en busca de pruebas que demostraran su inocencia. Con Los invasores, Quinn se salió de nuevo con la suya. La serie, estrenada en 1967, tenía como protagonista al arquitecto David Vincent (Roy Thinnes), quien, tras ser testigo del aterrizaje de un ovni en suelo americano, se pasará cuarenta y tres capítulos intentando convencer al resto de la humanidad de que nuestro planeta está siendo visitado por seres que no llegan con muy buenas intenciones.
Como es natural, la mayoría le toma por chiflado, pero Vincent, a diferencia de Miguel Bosé y otros maestros de la conspiranoia, sabe que existen pruebas que demuestran su teoría. Así pues, al igual que el doctor Kimble, emprenderá una huida —los alienígenas están al loro y se lo quieren quitar de encima— que también es una búsqueda. A través de ella trata de encontrar aliados y pruebas, para que el mundo se entere de que vamos a ser abducidos en masa por una especie superior que, procedente de un planeta moribundo, ha adoptado forma humana.
Con este argumento, Quinn aportaba un punto innovador a la ficción televisiva. Se trataba de atrapar al televidente a través del miedo, pero esta vez el miedo no lo generaban monstruos de tres cabezas —al estilo de las producciones de Irwin Allen— si no la incertidumbre de que el vecino de al lado pudiera ser un alienígena. «Perseguimos, simplemente, el miedo», declaró el productor Alan Armer. Ese miedo que, sin ir más lejos nos atenaza ahora mismo a todos porque no sabemos si la persona que está a nuestro lado puede contagiarnos el coronavirus. El problema de Vincent era que la distancia social y la mascarilla no le hubiesen servido de nada: los invasores se habían mimetizado la mar de bien y era complicado determinar si la persona en la que confiaba era uno de ellos.
Quinn le pasó el proyecto a un guionista experto en series en las que los personajes vagabundeaban injustamente perseguidos. Larry Cohen, que a mediados de los setenta se convertiría en un referente del terror de serie B con títulos como ¡Estoy vivo! (1974), le dio a Quinn un argumento que se alimentaba de los peores temores del norteamericano medio: la Guerra Fría y las persecuciones del macartismo, que ya habían dejado huella en el cine de terror y fantástico con La invasión de los ultracuerpos, que tenía un planteamiento muy similar al de Los invasores.
Efectivamente interpretado por el Thinnes, un tipo capaz de conferirle a su personaje atractivo físico y dinamismo, David Vincent iba aprendiendo a marchas forzadas a distinguir a los invasores de los humanos. Un detalle fundamental era que los amigos del espacio no conseguían doblar el meñique. También carecían de corazón y, por lo tanto, de pulso. Y cuando necesitaban regenerar su forma humana —eran recargables, como las pilas—, comenzaban a brillar. ¡Ah! Y al morir se desintegraban dejando una especie de cenizas rojas (por lo de la Guerra Fría, claro; ¿cómo serían ahora esas cenizas? ¿Verdes?).
El ovni que Vincent avista la noche que descubre el pastel era una nave prototípica, con forma de lo que años después sería un pequeño faro halógeno. Un artefacto que al doctor Jiménez del Oso le hizo tanta gracia que, cuando en su programa hablaba de asuntos extraterrestres, usaba la cabecera de la serie como fondo. Cada capítulo comenzaba con un prólogo en off que, sobre los créditos, sintetizaba el comienzo de la pesadilla de Vincent, un recurso sacado de series como En los límites de la realidad. De hecho, la música de Dominic Frontiere procedía de un capítulo de otra serie fantástica, The Outer Limits.
La obsesión de Vincent por mostrarle al mundo la amenaza que se cierne es el eje sobre el cual gira cada capítulo. No tardarían en llegar algunas variaciones para aliviar las tramas. En el tercer capítulo, una stripper llamada Vikki (Suzanne Pleshette) resulta ser una invasora que quiere tenderle una trampa al arquitecto cazador de extraterrestres. Pero resulta que, fruto de una mutación, Vikki empieza a sentir algo por Vincent, por lo que los suyos se la acabarán cargando. Pero la mutación parece irreversible y ocasionará que otros alienígenas se opongan a los planes de conquista. Mientras, los guionistas tuvieron que ingeniárselas para que el arquitecto pudiera contar con aliados que se convirtieran en presencias recurrentes.
Porque uno de los factores que terminó transformando la tensión dramática en cansancio fue el hecho de que en cada capítulo el protagonista siempre encontraba a alguien que, o le traicionaba o no le creía. Todo el peso de la acción recaía sobre él y eso terminó pasando factura. Y no solamente al público. Roy Thinnes acabó tan metido en el papel de David Vincent que se obsesionó por la ufología. Acabó comportándose como una estrella algo insoportable que exigía hacer cambios en los guiones y castigaba al equipo de rodaje con sus caprichos. La muerte de la serie en 1968 tuvo en parte mucho que ver con su actitud, aunque lo cierto es que los televidentes ya estaban un pelín hartos de tanta reiteración.
Thinnes tuvo una carrera más o menos exitosa en televisión, el medio del cual provenía antes de trabajar en Los invasores, que en el cine. Una de sus apariciones más memorables fue en Expediente X, serie que en muchos aspectos era deudora de Los invasores. Vincent —que en su huida había estado con científicos temerosos de ser abducidos, descubierto laboratorios submarinos y escuelas convertidas en centros de adoctrinamiento alienígena— resultó ser, a su manera, un claro precedente de Fox Mulder, el investigador del FBI obsesionado con conspiraciones gubernamentales alrededor de la llegada a nuestro planeta de seres de otras galaxias.
Los invasores fue una serie de éxito y también de culto. Inspiró tanto a Chris Carter como al músico Frank Black, líder de Pixies y conocido obseso de la Ciencia Ficción que en la canción Bad Wicked World mencionaba a David Vincent. En España, la innegable influencia de la serie sigue viva de la manera más insospechada: a través del mercadillo que todos los martes se organiza en Albacete y cuyo nombre, Los invasores, proviene del hecho de que sus comerciantes proceden de otros pueblos y de que se celebra los martes, el mismo día que TVE emitía la serie.
* Este artículo ser publicó originalmente en el número 75 (enero 2021) de la revista Plaza
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