Marco tiene arenilla en la voz, un mechón rubio que le cae calculadamente por la frente y la mirada de un niño. Un seductor nato. Marco también tiene pelazo. Por eso, el día que fue al peluquero de la familia Armani, con la que ha trabajado, y le pidió que le rapara la cabeza, el maestro de las tijeras le miro a los ojos y le dijo: “¿Qué dices, Marco? No te puedo cortar el pelo, forma parte de tu imagen y de tu marca”. Porque Marco Romagnoli, este milanés de 48 años y un aspecto tan dulce, se dedica, entre otras muchas cosas, a los implantes capilares y, ya puestos, a salvarle el pelo a media Liga de fútbol.
Su teléfono móvil contiene algunos de los secretos mejor guardados del fútbol español. Delanteros que se estaban quedando calvos. Estrellas deprimidas por unas entradas. Porteros que piensan más en la alopecia que en el ariete contrario. “Es increíble, pero hay futbolistas que son millonarios y están deprimidos porque se les cae el pelo. A mí me encanta poder ayudarles”. En su momento también intentó salvar la cabellera de una emblema patrio, pero no quería medicarse por si le creaba algún problema en los controles antidopaje.
Pero esto es el final. El principio está en Milán, al norte de Italia y a los pies de los Alpes. Allí creció dentro de una familia humilde encabezada por una madre maestra y un padre camionero que se pasaba la noche, desde las doce al mediodía, repartiendo leche por toda la ciudad. Cuando Marco era adolescente decidió probar un año con él. “Ahí aprendí, al instante, que el trabajo era muy duro y que le costaba mucho ganarse un jornal. Eso me cambió la vida”.
Marco, que debe tener buena cabeza, se puso a estudiar INEF. Siempre le había gustado el deporte. El fútbol y, sobre todo, el atletismo. En la pista tuvo sus momentos. Primero en los 800 y los 1.500, y al final de su carrera, ya en los 10.000. Lo dejó a los 18 años para ponerse a estudiar la ciencia del deporte y hacer su camino como fisiólogo. Antes, como si fuera su primer pupilo, empezó a cansarse más de la cuenta y descubrió que tenía una enfermedad que se llama talasemia menor. “No es un problema para vivir, pero sí para practicar deporte de alta intensidad”.
Una niña sonriente y muy extrovertida interrumpe la conversación. Es su hija pequeña, Martina, una chiquilla con una personalidad arrolladora que está feliz en el rocódromo Natural Climb, por donde anda repartida toda la familia subiendo paredes. Luego llegará también Massimo, el mayor, y la madre de ambos. Una exmujer con la que tiene una magnífica relación. Ella sonríe cuando le cuenta que está relatando su vida. “Cuenta, cuenta, que tienes una vida muy interesante…”, suelta antes de despedirse.
Al final de la carrera, Marco ganó una beca Erasmus, entonces una rareza, y eligió Sevilla. Pero hubo un problema en el papeleo y el italiano acabó en València. Se alquiló una habitación en el Cabanyal -muchos extranjeros recién llegados eligen el barrio más próximo al mar sin saber que València vive de espaldas al mar- y cada día cogía su Fiat Uno y se iba hasta la facultad de Cheste. Cuando terminó el curso, regresó a Italia para hacer la tesis, un trabajó que le dirigió Antonio La Torre, un conocido entrenador italiano que llevó la carrera de Ivano Brugnetti, un marchador que se proclamó campeón olímpico en Atenas 2004. La Torre es ahora el director técnico de la selección italiana de atletismo que triunfó, con cinco oros, en los Juegos de Tokio 2020 y que acaba de arrasar en el Europeo de Roma. “Ha sido mi maestro”, presume Marco.
Cuando acabó la carrera, Romagnoli decidió que quería seguir estudiando, planificó un doctorado y, como había sido tan feliz en València, regresó a la ciudad. “A mí me interesaba mucho la fisiología y esto se estudiaba en la Facultad de Medicina, donde me cogió el catedrático Pepe Viña (València, 1953). Ahí estuve entre 2003 y 2007. Entrenaba a las ratas y veía cómo reaccionaban a la diabetes, la influencia de la vitamina C…”.
El joven Marco creía en un mundo mejor y, tal vez influido por su maestro italiano, se entregaba cada día a la lectura del pensamiento de Karl Marx. El comunismo corría por sus venas. Romagnoli aún era un humilde proletario que hacía tests físicos en la Universidad de Valencia y trabajaba en la Politécnica gracias a una beca europea de Philips. De postre, otro trabajo como preparador físico para el equipo de balonmano femenino, donde luego, todo eso entre 2007 y 2017, también haría de entrenador y hasta de médico.
Marco se convirtió en un reputado fisiólogo. El doctorado europeo le exigía estar en dos sitios en Europa y por eso pasó tres meses en el King’s College de Londres en 2005. “Me ofrecieron una opción de seguir en Londres y dije que no porque vivía muy bien en València. También pasé por Harvard, pero veía que quería ser docente en investigación básica, no quería la ciencia como la conocemos ahora, como el que publica en Nature, porque eso exige demasiado sacrificio: en Harvard me pasaba 16 horas encerrado en una habitación y yo necesito estar más en contacto con la gente”.
Tras el doctorado comenzó a dar clases en la Universidad Católica y ahora ya es catedrático en la Facultad de Ciencias de la Actividad Física y el Deporte de la UV. Nunca perdió la vocación de ayudar a la gente. Un día, en 2009, una mujer se desmayó y Marco fue corriendo a atenderla. Al acabar, cuando ya se había recuperado, su mujer, hija de médicos, le dijo: “¿Por qué no estudias Medicina?”. A los 34 años acabó Psicopedagogía y empezó Medicina. “Hice mi primer examen el mismo día que nació mi hijo. Suspendí el primer examen y entendí que iba a ser muy duro porque tuve a mis dos hijos durante la carrera y ya estaba dando clase”.
El hermano de su mujer también es médico, dermatólogo, y en 2010 le comentó que quería desarrollar el área del cabello. “Era una rama aún desconocida en España. Empecé a hacer cursos y a aprender de Víctor Salagaray y Rafael de Freitas, con quien aprendí la técnica de hacer el implante poniendo pelo a pelo. Es muy estético y muy elegante, y es el que ahora todo el mundo requiere”. Marco cuenta que no se metió en este campo por dinero sino más bien por ayudar a la gente que lo pasa mal cuando pierde el cabello. “Yo he hecho mucho dinero, pero soy anti-dinero, de verdad. Me doy cuenta que la gente, socialmente, lo pasa mal. No es solo una cuestión estética sino también psicológica. He intervenido a deportistas de alto nivel que estaban hundidos porque se les caía el pelo. Les haces el implante y de repente se sienten mejor y son más felices”.
A partir de 2017 se volcó con los implantes capilares. Hasta que llegó la covid y tambaleó nuestras vidas. Marco escuchó que La Fe necesitaba médicos y entonces lo dejó todo y se fue a ayudar. Cuando pasó la pandemia volvió a abrir su centro, MR (que vale tanto para él, Marco Romagnoli, como para sus dos hijos, Massimo y Martina Romagnoli). También abrió una clínica en Alicante. Y otra en Madrid. Poco a poco ha ido expandiendo su imperio del cabello con una especie de red de delegaciones en otros lugares. Con Aitor Ocio, el futbolista del Athletic, se asoció para atender a los clientes del norte de España que querían su ayuda con esa técnica no invasiva que permite hacer vida normal al día siguiente de la intervención. También atiende en Ibiza. Y en Miami. Y en Milán. “En realidad soy como los médicos antiguos que iban a las casas a atender a sus pacientes”.
A los futbolistas les pide cercanía con los niños. Habla de muchos y enseña las fotos de varios de ellos, todos muy conocidos. Solo permite romper el secreto profesional, por la amistad que les une, con Paco Alcácer, el primero al que trató. “Yo veía que se estaba quedando calvo. Era un hombre que ganaba una fortuna y no podía solucionar su problema. A través de un amigo, conseguí su número y le escribí. No me dio bola. Pero mi amigo insistió. Yo miraba una fotografía suya en el Dortmund y veía que se estaba quedando calvo. Ahora somos muy amigos y me cuenta que es feliz cuando le hacen una foto o sale en la televisión. En mi mundo, con el pelo, hay una fina frontera en la que estás a disgusto o no lo estás. No suele haber término medio”.
Hay muchos futbolistas más que han pasado por sus manos. Marco enseña el antes y el después de varias estrellas del fútbol. Habla del cambio que han experimentado y luego pide discreción. Algunos están jugando la Eurocopa en este momento. Pero a pesar de este éxito empresarial no ha dejado de dar clases por la mañana en la universidad. “A mí no me saques del mundo deportivo”, advierte.
Marco, que no niega que se ha forrado con esto, insiste en que no se mueve por dinero. “De hecho había dos opciones: hacer capilar para ricos o capilar para todos. Y elegí capilar para todos. Me llena más ver a una mujer feliz porque le has solucionado un problema. Ya empieza a haber jóvenes que vienen a preguntarme qué pueden hacer para no heredar la alopecia de su padre. Es una patología genética que se puede detener y ya está. Al final Marx me convenció (se ríe). En Italia tengo unos amigos muy guays con los que he abierto una cooperativa social y tengo una asociación que me permite destinar parte de mis ingresos por una marca que tengo de parafarmacia a proyectos solidarios en las favelas de Brasil. Me llevo a mis hijos a que lo vean, para que conozcan otra realidad, porque yo vivo en Campo Olivar y ellos estudian en un colegio privado, pero tienen que saber que hay otro mundo”.
El cirujano capilar empieza a contar que su único vehículo es una California (la mítica furgoneta de Volkswagen) y que este verano, por ejemplo, se subirá con sus dos hijos y se irán a disfrutar de los Juegos Olímpicos de París. Y al acabar, se marcharán al lago de Como, donde su padre le inculcó el amor por las montañas. “No vamos a hoteles ni nada. A mí me ha tocado tener una situación económica diferente a los demás, pero eso me permite también poder ayudar a mucha gente. El boca a boca me dio un nombre y mi proyecto ya está muy consolidado, pero no quiero olvidar el fin primordial de la medicina y que no puedes engañar a los pacientes. Si hay una patología que no se puede resolver, se le dice”.
Siempre ha estado vinculado a la montaña. “Yo nací al lado de los Alpes. Mi padre es un apasionado y tiene una casa pequeñita, muy modesta, en el lago de Como. Yo nací en abril y en julio me llevó a un refugio que estaba a 2.500m de altitud. A mi padre le gustaba escaparse de Milán y refugiarse en una casita muy barata que tenía alquilada en el lago di Como (rodeado de ocho grandes cimas). Allí empezamos a ir a la montaña, una cultura que también le transmito a mis hijos”.
El año pasado fue a ver a un amigo que está viviendo en Quito (Ecuador) y se lanzó a por el Kayambe, un volcán con la cima a 5.790m de altitud. “Mi amigo no pudo con el mal de altura y se tuvo que bajar. A mí me salvó la vida una hoja de coca”. Dice que no puede vivir sin las montañas y asegura que en la mesilla de noche tiene los libros de Kilian Jornet. De repente cuenta que, de joven, iba a la montaña con chanclas. “Te lo juro. Iba con Hawaianas para sentir la naturaleza bajo mis pies. Ahora ya no, ahora ya uso zapatillas”. Aunque siempre le llamó más caminar y correr que escalar.
Marco no para de contar historias con su voz rasgada. Lleva una camisa blanca de lino con las mangas ligeramente remangadas. Lo suficiente para que asomen las dos pulseras que le regaló una amiga. Una roja y una negra. Cada una con un colgante: el símbolo de la paz y un toro. Curiosa mezcla. Las lleva encima de un tatuaje que se hizo en la muñeca con otros amigos en el que se puede leer, con tinta azul, One Life. Quizá para recordarles que solo hay una vida y que hay que vivirla de manera inteligente. Eso lo aprendió, cuenta, cuando se separó de su mujer. Se querían, pero eran muy diferentes.
Sobre el color de las pulseras dice que le da rabia que la gente se piense que es del Milan. Cuando Marco es un seguidor acérrimo de la Juventus, como su padre. Aquel hombre llamado Franco dejó un día el camión de la leche y se metió a llevar un bar en un barrio muy humilde de Milán -lo compara con La Coma en València- que estaba lleno de napolitanos. Marco rememora divertido que en 1987, cuando el Nápoles de Maradona conquistó el Scudetto, toda esta gente, amigos todos de su padre, fueron al bar y dejaron allí, en la puerta, un ataúd blanco y negro (los colores de la Juve). “Mi padre siempre recuerda que ahí ganó mucho dinero vendiendo bocadillos”. Y él, un ricachón que adora y admira a su padre, que vivía con lo justo, explica esto como una forma, sin decirlo, de corroborar que se puede ser rico sin traicionar tus principios. Aunque a muchos se les caigan a la misma velocidad que el pelo.