Quizás la gimnasia rítmica perdió un medallista olímpico, pero lo que está claro es que la danza nacional ganó uno de sus mejores representantes. El de Ontinyent se inspira en lugares, algunos en los que nunca ha estado, pero lo suyo es utilizar los cuerpos para transmitir emociones
VALÈNCIA. Brigitte Lacombe, retratista de cabecera de Martin Scorsese y Miuccia Prada, asegura que sus días se le van entre dormir y trabajar. En el caso del coreógrafo Marcos Morau (Ontinyent, 1982), ni eso. Es tal su productividad que la inspiración le visita en sueños. «Cuando eres creador es difícil poner off. El hecho de trabajar con tu cabeza y dedicarte a inventar lugares implica que tu cerebro esté siempre en marcha. Es como cuando pones el ordenador en modo reposo o dejas el móvil en modo avión. No apagas. Duermo una media de cinco horas. Evidentemente tienes una vida, familia y amigos, te alimentas de otras cosas, pero tu soledad y tus inquietudes las proyectas creando», reflexiona el artista valenciano.
Su carrera es precoz. En 2005 funda La Veronal, donde ejerce de director, coreógrafo, diseñador de vestuario, de escenografía y de luces. No de bailarín. Su formación, desarrollada entre Barcelona y Nueva York, se asienta en la fotografía, los lenguajes del movimiento y el teatro, pero no en el baile.
En 2013, con tan solo 31 años, el artista valenciano era reconocido con el Premio Nacional de Danza en la modalidad de creación, el más importante otorgado en nuestro país. En paralelo al trabajo con su compañía, crea por encargo para las más relevantes formaciones del mundo, desde la patria Compañía Nacional de Danza a la Nederlands Dans Theater (NDT), el Scapino Ballet Rotterdam, el Skånes Dansteater de Malmo o el Ballet de Lorraine.
Del 18 al 21 de diciembre, el Ballet Júnior de Ginebra repondrá su pieza corta Valse; en abril del año próximo estrenará para el Teatre Nacional de Catalunya una propuesta a medio camino entre el teatro y la danza titulada Opening Night; en junio visitará París con un solo que ha desarrollado para el Ballet de la Opéra de Lyon; y en noviembre de 2021 será la puesta de largo de una nueva creación para la NDT.
Con La Veronal se ha explayado en exploraciones geocoreográficas tituladas Suecia, Maryland, Finlandia, Russia, Moscow, Islandia, København, Siena, Portland y la reciente Sonoma, un nuevo paisaje imaginario, esta vez inspirado en el universo surrealista de Buñuel, que se instalará en el Teatre Martín y Soler del Palau de les Arts del 12 al 14 de marzo de 2021.
«Las referencias a ciudades no son algo nuevo: Romeo Castellucci firmó Bn.#05 Bergen y Pina Bausch, Palermo Palermo, pero nuestro acercamiento es distinto. Es como un perfume pequeño, un impacto, una ola que te remite a un lugar. Cuando hice Fukuoka, por ejemplo, nunca había estado allí», explica.
La idea de titular sus piezas con toponímicos se deriva del nombre de la compañía. Veronal es la droga con la que Virginia Woolf cometió su primera tentativa de suicidio. Morau estuvo indagando en la etimología del barbitúrico y leyó dos versiones. Una cuenta que el químico que lo formuló, tras ingerirlo, tomó un tren en Viena y despertó en Verona. La otra, que la industria que lo comercializó, la alemana Bayer, decía que apaciguaba tanto como estar en la ciudad de Romeo y Julieta.
— Bailas en tu vida privada, pero no sobre un escenario. ¿Qué suspicacias despierta en tus elencos?
— No sabes lo que es ir a una ópera o a una compañía nacional de danza y convencer a treinta bailarines de que vas a coreografiar una pieza sin haber sido bailarín... Es genial. Lo primero que hago siempre es saludar y comentarlo, pero les aclaro que me encanta trabajar con los cuerpos y que voy a intentar explicarles cómo me gustaría que se movieran. A partir de ese momento tengo la licencia de hacer lo que considere oportuno con mi cuerpo, porque como no hay una relación de iguales, no me están juzgando. Guío a los bailarines sin pedirles que me copien, intentando convencerles de que mi lenguaje puede abrazarse a su conocimiento.
— ¿Eso quiere decir que has dejado de sentirte un impostor?
— Más que un impostor, suelo preguntarme qué pinto yo ahí, porque no formo parte de su juego. Yo entré en la danza para trabajar a su servicio. Me encanta bailar en el estudio, ir a una discoteca, moverme en mi casa. Me gusta estar con los bailarines y provocar cosas, pero no uso mi cuerpo para comunicar, sino los suyos. Hablo mucho con ellos sobre el sudor, la disciplina, las lesiones, la precariedad... Y doy gracias por no ser bailarín, ya que mi vida profesional habría acabado a los 35 años.
— ¿Conoces todos los rincones que han dado nombre a tus creaciones?
— Muchos, no. Mi trabajo no es documental, así que no necesito ir a Sarajevo para hablar de la guerra. Tampoco ir a Siena para hablar sobre el humanismo, que era mi objetivo cuando creé esa pieza. Eso me da mucha libertad. Lo interesante es elegir un nombre y depositar en él mis ideas. Al final, la gente ve lo que quiere ver, porque el imaginario colectivo les lleva a hacer asociaciones. Es algo que pasa cuando juegas con la abstracción. Tú sugieres y el público flota o no entra.
«entiendo de dónde viene la cultura pop más trash, la rebelión de lady gaga contra el sistema al tiempo que se lo pone por montera»
— ¿Has pensado llamar a alguna de tus obras con el nombre de un lugar que te sea próximo?
— Me preguntan a menudo si voy a hacer València, España, Ontinyent, Barcelona... pero yo necesito distancia. Eso sí, todo lo bueno parte de lo que traes en la mochila de tu infancia: de tus recuerdos y tus primeros amigos. Me he pasado tres meses viviendo en Seúl y uno viviendo en Pekín y siempre me pasa lo mismo: de repente me asaltan ideas como que en ese mismo momento, en València, en la calle Avellanas, seguirá saliendo el sol y abrirá Carrefour Express. O que mi madre está en Ontinyent, que mis anhelos están allí y yo estoy creando en Asia a partir de ellos. Qué locura.
— ¿Qué influjo tuvo el hogar familiar en el desarrollo de tu vocación?
— Es rarísimo, porque no es un entorno muy creativo, más allá de que mi abuelo fuese el primer fotógrafo de Ontinyent y en el trastero de casa siempre haya habido maletas de fotos en blanco y negro, cámaras y negativos sin revelar. Recuerdo ver las fotos y fijarme en los encuadres. Sí es cierto que a mi madre le encanta la farándula, ir al teatro, ver películas y escuchar música. No obstante, no es una cultureta que sabía lo que estaba haciendo, sino una persona muy intuitiva. Soy el tercero de tres hermanos, me llevo diez años con el segundo y de alguna manera soy el niño de sus ojos, así que me arrastraba con ella. Mis hermanos se dedican a trabajos normales, uno, por ejemplo, es bombero. Yo soy el hijo artiste, como dice ella. Me pasa como a Pedro Almodóvar o a David Lynch, que venimos de contextos que no están muy relacionados con la sensibilidad del arte; quizás eso es lo que nos impulsa a descubrir este universo.
Morau se prendó del movimiento a través de la gimnasia rítmica. Su prima María Mora formaba parte del Club Deportivo Ontinyent, que se coronó campeón de España en dos ocasiones. Él la acompañaba a las competiciones. Su deslumbramiento definitivo se produjo durante los cinco años en los que trabajó como acomodador en el Mercat de les Flors de Barcelona. Allí vio bailar hasta en cinco ocasiones a su admirado William Forsythe, como también la legendaria coreografía Rosas, de Anne Teresa de Keersmaeker. En aquel viaje de autodescubrimiento le acompañaba el que hoy ejerce de productor de su compañía, Juan Manuel Gil, la dramaturga Carmina Sanchis y una pareja hoy también erigida en referente internacional de las artes escénicas contemporáneas españolas: Pablo Gisbert y Tanya Beyeler, más conocidos bajo el sobrenombre de su compañía, El Conde de Torrefiel. Todos forman parte hoy día del universo personal y creativo del valenciano. Junto a la compañía madrileña La Tristura conforman tres pilares fundamentales en su vida. «Todos empezamos juntos, todos trabajamos juntos, revueltos, paralelos», describe. A los citados suma al que fue profesor y hoy ejerce de asesor artístico, el doctor en Artes Escénicas Roberto Fratini, «fiel acompañante».
* Lea el artículo completo en el número de enero de la revista Plaza
— ¿Qué se ha perdido la gimnasia rítmica?
— Sigo siendo muy fiel. Después de danza, lo que más consumo es tenis. Soy muy fan de Garbiñe Muguruza, y mi perra se llamaba Martina por Martina Hingis. También me encantan la gimnasia rítmica, la natación sincronizada y el patinaje artístico. Soy muy entendido: me sé los códigos, la técnica, la suma de puntuación. La fabulación artística del cuerpo al servicio de un deporte me vuelve loco. De hecho, hace casi cuatro años, la Selección Nacional de sincronizada se puso en contacto con nosotros para que ejerciéramos de asesores externos, pero yo estaba de lleno en la producción de Siena. No obstante, no creo que hubiese sido feliz si me hubiera dedicado al deporte, porque es competición y no es lo mío. Te puede interesar más La Veronal que otras compañías o viceversa. Es cuestión de gustos. Pero no espero que nadie me ponga un 9 o un 7,6.
— David Foster Wallace también era muy fan del tenis.
— Sí, si lees su novela La broma infinita puedes comprobar que era alguien a quien le gustaba pensar su tiempo y escribir y crear con la palabra, pero también disfrutar de los partidos de Nadal y Federer. Cómo no. Si es arte lo que hacen. Parece que la alta cultura y el deporte no sean grandes amigos, pero yo me siento muy afortunado al disfrutar tanto viendo las Olimpiadas como asistiendo a un concierto de música clásica o visitando el MoMA. Ese es mi mejor talento, no tener ningún prejuicio: puedo disfrutar de teatro comercial y conceptual, de una mierda de película o de un filme de culto.
«la caspa popular, aunque se trate de barcelona y proyectemos desde valència guau, els catalans, es exactamente la misma»
— De hecho, sueles combinar alta cultura y cultura popular. Tratas temas de magnitud como la Revolución Rusa y luego incorporas elementos pop. ¿Podríamos decir por la posmodernidad de tus creaciones que eres hijo de tu tiempo?
— Un poco quizás sí. Aquí hay tres estratos: la seriedad del cine de Tarkovski está lejos de lo que hago, como también Rosalía, pero en mi baile y mi creación hay una cosa desenfrenada, una exageración, una saturación y una exuberancia. No sé si estoy en el medio o si es una etapa de transición entre lo que he estudiado y lo que he conocido. Soy hijo de mi tiempo y también de la transición del siglo. Veo de donde venimos, el siglo XX, y lo que se ha hecho, pero también lo que está empezando en el XXI. Los que nacimos en los ochenta vivimos en ese estado bisagra. Entiendo, por ejemplo, de dónde viene la cultura pop más trash, la rebelión de Lady Gaga contra el sistema al tiempo que se lo pone por montera. Otro tema es cómo entra luego ya la industria, todo se convierte en un fenómeno y se va de las manos. Así que está bien que la danza esté un poco en la esquina, no es música ni televisión. Nos pasa un poco como a la literatura.
— Cierto que la danza es una disciplina minoritaria, pero estás siendo aclamado en escenarios de todo el mundo. ¿Cómo llevas la etiqueta internacional de the next big thing?
— Es graciosísimo. No tengo la sensación de ser mainstream ni un must, ni siquiera el hijo pródigo que vuelve a casa y tiene éxito. Da igual lo que hagas y lo que sea; cuanto más haces, más miedo tienes; cuanto más seduces con el espectáculo anterior, más expectativas hay sobre ti. Y eso también se traduce en coproducción: a mí me apoyan en París, en Berlín… Esa gente me da dinero antes de ver el proyecto, confían en mí. ¿Entiendes lo que significa eso? Estás manejando presión y cifras todo el tiempo. Otro te dirá qué suerte, qué envidia, qué prestigio... Y claro que tiene cosas muy guays, sabes que vas a contar con los medios y con el apoyo, pero siempre está el fantasma de que puedes equivocarte.
— De hecho, prestas una atención extrema a los detalles. ¿Algún TOC confesable?
— Tengo obsesión con los detalles, pero soy un desastre. Cuando estoy en casa con mi pareja intento obedecer a la convivencia, pero en un hotel necesito caos, y en Barcelona tengo una habitación que es la casa de los horrores, aunque sé dónde está todo. Luego leo que la gente creativa es muy caótica y pienso: «Ay, qué bien». Por suerte, no tengo compulsiones, pero sí muchos miedos: cuando tomo un avión toco los anillos de boda de mis padres, que llevo colgados del cuello. Tengo manías casi religiosas, como descruzar las piernas cuando despega el vuelo.
— ¿También tienes miedo al fracaso?
— Convivo con el miedo y la inseguridad. Cuando me dicen que a la gente le ha gustado una de nuestras obras, que el público está encantado, pienso: «¿Qué afirmación es esa?» A mí me gusta hablar de uno en uno. Desconfío de la masa, me gusta el espectador.
— Durante tu tiempo como acomodador en el Mercat de les Flors, ¿mirabas más al escenario o al público?
— Me flipaba el público. Era muy joven, tenía 25 años. Éramos unos frikis, veías al público viendo todo y entendías mucho. Teníamos una serie de máximas. Por ejemplo, si está todo vendido, la gente se va a poner en pie. Al conseguir entrar se consideran privilegiados. Como se ha quedado gente fuera, sienten que han participado de ese evento, con lo cual, la eclosión y la catarsis son máximas, aunque el espectáculo sea una mierda. Para la programación mainstream había un público que no aparecía en toda la temporada. El que viene a ver los highlights solo va a eso y tiene poco criterio, le gusta verse a sí mismo viéndolos y compartirlo en redes. No había Instagram, pero sí Facebook, y la caspa popular, aunque se trate de Barcelona y proyectemos desde València «guau, els catalans», es la misma. En el Mercat aprendí muchísimo. Recuerdo ir en el autobus a recoger a William Forsythe y a sus bailarines, con un inglés de mierda y un cartel donde se leía Forsythe Company, y ahora, de repente, eres tú el que está en el bus de camino a Fráncfort y es el acomodador de allí el que viene a por ti. Sin ser yo Forsythe, entiéndeme.