VALÈNCIA. La concepción de que la música clásica exige “ser comprendida” para disfrutarla, la pretenciosidad asociada a la intelectualidad que la rodea, la actitud —y rectitud— de los conciertos, sumada a los códigos de vestimenta y en muchas ocasiones, el precio prohibitivo de las entradas de los mismos —ejem, entradas de ochenta euros para ver a Rosalía en el horizonte— y, como en otros muchos campos de la cultura, unos métodos didácticos que producen en los estudiantes de primaria, que en el futuro serán un importante segmento de consumidores de productos culturales, se alejen de esta música.
Que la música se separe de materias como Historia o Geografía no ayuda. La música ha sido históricamente el vehículo para la transmisión de signos identitarios, saberes y narraciones. El Barroco reflejaba las pasiones liberadas de la lucha entre la Reforma luterana y la Contrarreforma católica así como el techno, que encuentra su patria espiritual en Berlín, explica la caída del Muro e inicio de la reunificación alemana. Felix Denk y Sven Von Thülen lo cuentan en Der Klang del Familie (Alpha Decay).
Para Almudena M. Castro, física, pianista, divulgadora y autora de La lira desafinada de Pitágoras (HarperCollins), no es que haya un choque frontal de las personas jóvenes respecto a la música clásica: “No creo que produzca rechazo como tal, o no en todos los casos, pero es cierto que existe un gran desinterés general. Por un lado, es lógico que cada generación se identifique con la música de su tiempo. Es la que escuchan sus amigos, la que les ayuda a definir su identidad, especialmente durante la adolescencia».
«Yo no esperaría que las nuevas generaciones se pasasen el día escuchando Beethoven, pero es cierto que la música clásica tiene otro interés: es la historia de nuestra música y por eso mismo, nos ayuda a entender el contexto actual. Para entender mejor el rock, o el reguetón, es interesante conocer a Bach y a Ravel (del mismo modo que saber un poquito de arte y arquitectura te ayuda a entender el paisaje de muchas ciudades europeos). Existen grandes iniciativas de divulgación musical en este sentido, como el canal de Jaime Altozano, los programas de radio de Luis Ángel de Benito, o los conciertos presentados por Sofía Martínez Villar. Se los recomiendo a todo el mundo.
El rechazo que pueda existir quizás se deba a cierto elitismo que rodea al mundo de la música clásica y que no creo que ayude a difundirla en absoluto. Parece que para ir al Teatro Nacional te tienes que poner un smoking y mantenerte muy erguido durante el concierto. Peor, incluso: muchas veces se nos presenta la música clásica como una música que es ‘mejor’ o más culta que la música pop y esto, evidentemente, no ayuda a acercarla a los oyentes de música pop (a nadie le gusta que le llamen inculto). Yo, sinceramente, no creo que Mozart sea ‘mejor’ que Muse o que Rosalía, por poner un ejemplo. Mejor ¿para qué, en qué sentido, exactamente? Más bien al contrario, pienso que presentar a Mozart bajo esta perspectiva, puede hacer que la gente no se interese por su música».
En la tesis doctoral de Irene Pascual Insa, Acercamiento de la música clásica al público del Siglo XXI, dirigida por los profesores de la Universidad Politécnica de València David Roldán-Garrote y Vicente Liern Carrión, la doctoranda concluye que “el público tiene muy en cuenta para asistir a un concierto el repertorio y a los artistas. Resulta significativo que en el caso de los datos aportados por el
CNDM (Centro Nacional de Difusión Musical), la media de edad de su oyente potencial se sitúe alrededor de los 50 años, siendo muy baja la presencia de usuarios menores de 30 años.
De estos datos podemos deducir la necesidad de que las instituciones se involucren de un modo más tangible con los jóvenes como futuro público potencial de sus conciertos. Dos tercios de los estudiantes de conservatorio consultados acuden una o varias veces a conciertos al mes, un número muy significativo y alto a nuestro parecer que echaría por tierra la creencia de que este sector del público no está interesado ni asiste a los conciertos, como creen gran parte de los profesionales entrevistados. Estos datos complementan los aportados por el CNDM sobre sus usuarios, confirmando la existencia del hábito de realizar esta actividad”.
En su libro, Martín Castro explora cómo la música ha influido en científicos como Pitágoras, Newton, Kepler o Galileo. La lira desafinada de Pitágoras nos muestra los puntos de confluencia entre la física y la música. Leémos en uno de los capítulos: Decía el compositior Murray Schafer que ‘escuchar es una forma de tocar la distancia’. No solo se trata de una preciosa evocación. Como las mejores metáforas, también nos permite intuir un trocito de la realidad. Cada vez que algo vibra, si movimiento se transmite a nuestro oído a través del aire en forma de ondas de presión”.
Durante la investigación para el libro la escritora se topó con que “a finales del siglo XIX, los físicos e investigadores empezaron a estudiar más de cerca los sonidos del lenguaje, como las letras a, e, i, o, u, y se propusieron fabricar algún tipo de máquina o mecanismo, capaz de reproducirlas. ¡Y lo consiguieron! Los primeros robots parlantes, el tatara-tatara-abuelo de Alexa es precisamente de esta época. Lo curioso es que, debido al modo en que funcionaban, una de las primeras palabras que pronunciaron estas máquinas parlantes (una de las palabras más fáciles de pronunciar, también para nosotros) fue “mamá”. ¡Qué preciosidad! Esa historia me puso los pelos de punta”.
“Existe un vínculo muy fundamental entre ambas disciplinas y es que la música está hecha de sonido, que es un fenómeno que se rige por leyes físicas. Nadie dudaría que existe un vínculo entre la gastronomía y la química, por poner otro ejemplo, quizás más familiar: la química nos cuenta cómo van a reaccionar los ingredientes al ser cocinados, qué va a suceder al combinarlos, cómo nuestras papilas gustativas van a reaccionar ante los sabores. Pues con la música sucede algo parecido. Las ondas sonoras (esas notas que fluyen desde nuestros instrumentos musicales y nuestras voces) viajan y se combinan siguiendo leyes físicas. Esto no quiere decir que la música sea física, o que se pueda explicar 100 % mediante leyes físicas. En absoluto. Lo que significa es que esas leyes han definido un molde muy básico, a muy bajo nivel, que puede explicar muchas características de nuestra música. Fenómenos como los acordes, las notas de nuestra escala, la forma de nuestra armonía están influenciados por la física del sonido”, explica la autora.
“Desde un punto de vista histórico, además, en occidente el estudio de la física, las matemáticas y la música han estado ligados desde sus orígenes, quizás incluso desde antes de tiempos de Pitágoras (en el siglo VI a. C.). Esto ha llevado a que muchos conceptos hayan hayan viajado entre ambas disciplinas y hayan servido para enriquecerlas”.
‘La música es matemática’ es una de esas frases que pululan en los artículos del relleno de internet. Una afirmación que Almudena no haría. “La música es un fenómeno humano muy complejo, que puede ser estudiado y analizado desde muchas disciplinas, desde las matemáticas, a la antropología o la psicología. Más bien, diría que las matemáticas son un lenguaje, una herramienta, que nos permite desvelar los patrones existentes en fenómenos de lo más diverso. Podemos usar matemáticas para estudiar ciertos aspectos de la música, pero también de la economía o del clima”.
Al igual que en la dicotomía entre ciencias y letras, nos encontramos de nuevo con ese muro que pretende separar las ciencias y el arte. “Creo que, en cierto sentido, todas estas categorías son fruto de la especialización del conocimiento. Tiene sentido que la música se haya separado formalmente de la física, ya que ahora sabemos más sobre ambas disciplinas, y es muy difícil ser un experto en ambas a la vez. Pero me preocupa que a veces esto se lleve hasta el cliché. Que imaginemos a los científicos como seres de piedra, sin gustos musicales ni preferencias estéticas. O los artistas como gente que no tiene por qué saber ni hacer una triste suma. Ese cliché que disculpa la incultura numérica más básica con un ‘yo es que soy de letras’. Me parece importante tender puentes y, sobre todo, aprovechar las oportunidades que el ocio y las artes nos ofrecen para divulgar el conocimiento científico”.
En Música y matemáticas en educación primaria, un artículo de Vicente Liern publicado en la revista Suma 66, el profesor plantea una propuesta que relaciona las asignaturas de Música, Matemáticas y
Conocimiento del Medio. “La actividad consiste en seleccionar un compositor famoso y analizar algunas de sus composiciones desde diferentes puntos de vista. A raíz de ello podemos analizar muy brevemente el periodo histórico en el que vivió el personaje; escuchar pequeños fragmentos de música conocida del autor y analizar los instrumentos para los que componía, cómo son los ritmos e incluso si son capaces de cantar fragmentos de algunas de sus obras y aprovechar los conocimientos musicales del alumno para operar con fracciones. (...) No podemos desperdiciar la oportunidad que nos ofrece la Música para que el niño vea que las matemáticas no son aburridas”.
Almudena cuenta que tiene “la sospecha de que la enseñanza de la música no se valora porque socialmente no se considera un aprendizaje ‘útil’, uno que el día de mañana ayude a esos adolescentes a encontrar un trabajo. El primer error, en ese sentido, es pensar que la educación es eso (o solo eso): la antesala del mercado laboral. La educación es mucho más, es la herramienta que nos permite entender mejor nuestra cultura, nuestro contexto, que nos forma como ciudadanos críticos”.
“Para mí, la gran paradoja es que a todos nos gusta la música. Es algo que enriquece nuestras vidas, nos hace felices, forma parte de nuestra identidad y de nuestro día a día. La música es muy importante para nosotros. Y sin embargo, en la educación no se le da prestigio, ni se valora de manera proporcional”.