La línea que divide la capital de Chipre deja una imagen insólita en el siglo XXI, pero también otorga, a partes iguales, un carácter griego y otomano que la hace única
VALÈNCIA. Chipre tiene los atractivos turísticos propios de cualquier destino, pero hay que sumarle una peculiaridad: la isla de Afrodita está divida en dos. Al sur, la República de Chipre, miembro de la Unión Europea, donde se habla griego y la moneda es el euro; al norte, la República Turca del Norte de Chipre, un estado que no figura en los mapas —solo es reconocido por Turquía— y donde la lengua y la moneda son turcas. Para marcar esa separación se trazó una línea, la llamada Línea Verde. Una historia que desconocía, pero que apareció al informarme sobre Chipre e hizo que me interesara aún más por el destino. Tanto que llevo unos días recorriendo el país, y ahora me dirijo hacia Nicosia (también llamada Lefkosia), la única capital del mundo que continúa dividida.
Antes de llegar a la ciudad debo pasar el control de seguridad, pues vengo de la parte norte del país. Por cierto, si se quiere cruzar la frontera hay que revisar que el coche de alquiler está asegurado para ambas partes del país, porque de lo contrario tendrás ciertos problemas. El control se hace eterno, pero una vez entregada la documentación y su posterior revisión, la circulación es más fluida. Un cartel luminoso me indica que estoy de nuevo en la zona europea del país.
Al llegar a Nicosia me percato de que el centro histórico es peatonal, así que dejo el coche en un aparcamiento cerca del hotel. Por cierto, si te lo preguntas: en Chipre se conduce por la izquierda, porque estuvo bajo posesión británica desde 1878 hasta 1960.
De alguna manera, me imaginaba una especie de muro de Berlín dividiendo la ciudad, pero en su lugar me encuentro con calles cortadas súbitamente con bidones pintados de azul y blanco coronados por sacos terreros, concertinas y garitas militares. Es la línea que trazó con un boli verde —de ahí el nombre— el general inglés Peter Young, el 30 de diciembre de 1963, para contener los enfrentamientos entre las dos comunidades (grecochipriotas y turcochipriotas). Un trazo que se extiende a lo largo de 180 kilómetros —también divide el país—, que es casi como una cicatriz, pues lo que antes eran concurridas calles hoy es una zona en la que edificios y vehículos abandonados se oxidan, la vegetación crece a sus anchas y soldados armados con rifles vigilan para que nadie pase. Y es que, cincuenta años después, sigue intacta como una zona desmilitarizada, la buffer zone, donde se encuentra desplegado el UNFICYP (Fuerza de las Naciones Unidas para el Mantenimiento de la Paz en Chipre) para evitar enfrentamientos entre turcos y griegos.
Cruzar la Línea Verde era imposible hasta 2003, cuando se habilitaron varios puntos para pasar a un lado y a otro. El más popular es el puesto fronterizo de la calle Ledra, una vía peatonal que, en su parte sur, está repleta de comercios, heladerías y restaurantes como se pueden ver en cualquier otra ciudad europea. Apenas queda algún comercio local, algo que me apena. Enseño el pasaporte (también vale el DNI) en el lado chipriota y luego hago lo mismo en el puesto turcochipriota. Al cruzar, esa línea recta se convierte en sinuosa y es ocupada por locales de comida turca, casas de cambio —solo aceptan la lira turca— y cafeterías en las que tomar baklava y un té turco.
Mi móvil se ha quedado sin red, así que viajo como antaño: sin mapas. Además, por alguna razón que desconozco y que no he podido averiguar, no funciona Apple Maps, así que voy, más que nunca, a la aventura.
Me adentro por el bazar y la llamada a la oración resuena con fuerza. A los pocos metros, llego al Büyük Han, un antiguo caravasar de dos pisos de altura donde los comerciantes que estaban en ruta podían parar para descansar. En el centro, se dejaban los carruajes y los caballos. Hoy, el piso superior está lleno de talleres y en esas galerías de abajo han encontrado cobijo tiendas de artesanos y restaurantes. Turistas se resguardan bajo la sombra de los parasoles disfrutando de un tentempié. Hay otro caravasar en la zona, el Kumarcilar Han, algo más pequeño y destinado a conciertos y eventos.
En ese caminar, llego hasta un antiguo mercado y a la mezquita Selimiye, que procede de las palabras griegas aiya sophia (sabiduría sagrada), nombre que se dio a la iglesia bizantina que se construyó en este lugar en el siglo XI. Luego, los otomanos, tras conquistar la isla en el siglo XVI, la reconvirtieron en la mezquita Selimiye, tras añadirle minaretes y despojarla de cualquier simbología cristiana que tuviera. En esta zona hay más mezquitas, pero de una importancia menor. Sigo caminando, entre calles serpenteantes y edificios que parece que se vayan a derrumbar y que dan ese aire decadente que tanto me gusta. En muchos de esos bajos las puertas están abiertas y se ve a gente trabajando, algunos cortando láminas de madera, otros pintando y otros soldando piezas.
Cada cierto tiempo, una valla recuerda que estoy junto a la Línea Verde. Muchas de ellas están ocupadas por militares que advierten que está prohibido hacer fotos. Otros tramos no están vigilados, así que hay oportunidades de asomarse entre los alambres y ver esa franja que, en algunas partes, es de varios metros. Grafitis que claman por la paz y la unidad apaciguan esa sensación, pero aun así es inquietante imaginar cómo las personas tuvieron que dejar súbitamente las casas y cómo barrios enteros quedaron atrapados en ese limbo. Sin embargo, si hay un edificio que explica mejor la situación es el Ledra Palace Hotel, que hasta 1974 fue uno de los hoteles más grandes y lujosos de la ciudad, pero tras la invasión turca en el norte de Chipre, la zona quedó atrapada en territorio neutral y el hotel fue cayendo en el olvido. Hoy es un refugio de las Naciones Unidas y en sus muros se pueden ver agujeros provocados por balas. También hay un edificio abandonado y un check point para cruzar al otro lado.
La Línea Verde y la presencia de militares se me antoja omnipresente, sensación que no es así para la ciudadanía que, desde hace cincuenta años, convive con ello. Lo veo claro en un campo de fútbol: las murallas venecianas a un lado, las gradas en el otro y, sobre el césped, jóvenes entrenando cerca de una portería en la que detrás hay una torre de vigilancia. Es el día a día de los ciudadanos y, en estos días en Nicosia, el mío también. Me fijo en esas recias murallas de seis metros de altura, inicialmente construidas en la Edad Media, pero ampliadas en el siglo XV durante la república de Venecia tras los ataques de los otomanos. El recinto cuenta con once bastiones y tres portales venecianos —la puerta de Kyrenia al norte y la de Famagusta y Paphos al sur—, diseñados para permitir la entrada a la ciudad.
En ese deambular, llego hasta una plaza, en la que me sorprende ver una columna, que mi intuición dice que podría ser veneciana. Estoy equivocada: la columna procede del yacimiento arqueológico de Salamina, uno de los más importantes en Chipre. Por lo visto, fue trasladada aquí en 1489, en pleno dominio veneciano de la isla.
Camino hasta la calle Ledra para cruzar a la parte europea. Enseño en ambos lados el pasaporte y espero con paciencia las comprobaciones pertinentes. A los pocos pasos, comienzan a llegar los primeros wasaps. Miro a mi alrededor, y aquel encanto de las calles y los lugares tradicionales y con personalidad se desvanece: locales para turistas con sus terrazas llenas. No puedo evitar pensar que deberíamos cuidar más nuestras raíces y costumbres.
En mi afán por seguir recorriendo la historia de la ciudad, llego a la catedral Agios Ioannis, construida en el siglo XIV de estilo veneciano en el mismo lugar en el que estaba la capilla de la abadía benedictina San Juan el Evangelista de Bibi. Hoy es el principal templo de la Iglesia Ortodoxa de Chipre, aunque no el más grande. Le supera en tamaño la catedral de San Bernabé Apóstol, de estilo bizantino y terminada de edificar en 2021. Hay más templos religiosos, como la iglesia Panagia Phaneromenism, pero también edificios de la época otomana: la mezquita Omeriye y el Hammam Omeriye, ambos de 1571.
Una ciudad viva, especialmente cuando cae el sol y las personas salen a pasear por las calles peatonales de la urbe o por la Eleftheria Square, ubicada junto a las murallas venecianas y el foso seco que rodea la ciudad. Es el punto de reunión de social; el lugar en el que pasear o conversar en alguno de sus bancos, mientras el sol desaparece tras los edificios. Me uno a ellos, mirando ese trasiego de personas y pensando que muchas de ellas no han conocido la unidad de la ciudad ni del país y no sé si algún día pasearán por las calles sin bidones ni militares. El tiempo dirá.
Setenta casas de piedra de color blanco con flores de buganvilia en sus paredes forman el barrio de Samanbahce, construido entre 1918 y 1925 para alojar a los residentes musulmanes más pobres de la ciudad. Un lugar en cuyo corazón se encuentra un depósito de agua un tanto particular, pues de lejos parece la cúpula de una mezquita enterrada bajo el suelo. Hoy sigue siendo un barrio humilde y un lugar único en el que pasear y alejarse de las ruidosas calles de la Nicosia turcochipriota.
Cómo viajar: Desde València no hay vuelos directos a Nicosia.
Moneda: El euro y la lira turca (1 euro equivale a 37,19 TRY).
Consejo: Lleva el pasaporte, porque es necesario para entrar en el norte del país.
Cómo moverse: La ciudad de Nicosia es peatonal. Si viajas por el país, lo mejor es alquilar un coche.
Web de interés: www.turismochipre.info
* Este artículo se publicó originalmente en el número 121 (noviembre 2024) de la revista Plaza