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reflexionando en frío / OPINIÓN

No es obligatorio vestirse de Nazareno

2/04/2024 - 

Un concejal de una ciudad de la Comunidad Valenciana subió un vídeo copiando el estilo viral de los reels en los que el protagonista de la publicación en cuestión hace gala de la idiosincrasia de su patria chica. En él decía comprar todas las celebraciones que se llevaban a cabo en su ciudad y se confesaba seguidor de todos los equipos deportivos de la misma. Repartía carnets de pureza sanguínea, verificaba en el padrón las raíces sociales de todos los que viviesen en aquel municipio. Si no salías en determinada romería, si no te enrolabas en la cofradía de rigor o no celebrabas los goles del equipo local no eras un buen ciudadano; tiene gracia decir eso en una ciudad en la que casi todo el mundo es del Real Madrid o del Barcelona (hasta los sociólogos se sorprenden de que cuando juega alguno de los dos grandes, el estadio entero va con el club visitante).

Vivo en Sevilla y no me gusta esta Semana Santa, escribió el otro día Antonio Manfredi en El Plural. Ya me estaba imaginando yo a los puristas señalándole con el dedo pidiendo su exilio a las autoridades competentes. Va a tener que rascarse el bolsillo y contratar a un escolta como le pasó a Roberto Saviano cuando escribió Gomorra. Pocos tienen la sangre fría de perpetuar sus palabras con la tinta cuando se sabe que con ese testimonio se va a ofender a un colectivo determinado. No solo la mafia tiene una lista negra en la que señala a los disidentes que osan romper con el régimen establecido. Más de una vez mi cabeza ha dudado si enviar un artículo a sabiendas de que me iba a meter en un jardín más grande que los que construía Carlos III. Hay que aprovisionarse del calzado adecuado para pisar el terreno abonado por el fanatismo idiosincrático.

Aunque no lo parezca, hay muchos a los que, al igual que a Manfredi, no les gusta la Semana Santa de Sevilla; proliferan también aquellos que detestan el caos desordenado que generan celebraciones como las Fallas de Valencia o las Hogueras de Alicante; por no mencionar a los pamplonicas que no quieren que les pille el toro en los Sanfermines. Estos últimos, cuando pasó lo de La Manada ya dijeron que no les extrañaba lo ocurrido dado el pretexto etílico en el que se había convertido la festividad. Como en Madrid, donde se fraguan cientos de conspiraciones al día, pero tan sólo unas pocas terminan suponiendo una revolución, los críticos con las citas por antonomasia de sus ciudades no se rebelan sino que conspiran en la intimidad contra lo establecido. Con un sutil disimulo se van de su casa en cuanto intuyen en el ambiente los primeros coletazos del bullicio; me estoy acordando de unos amigos que escapan de Valencia antes de que planten la primera Falla.

Me llama la atención la poca actitud crítica y la mansedumbre del rebaño con la que la sociedad se comporta ante las grandes festividades. Ahora que el incienso pascual todavía perfuma el ambiente, he reflexionado sobre lo curiosas que me parecen las gentes que no se pierden un sarao. Vecinos que cuando toca Semana Santa son los primeros en salir a procesionar, personas humanas que cuando toca ir a una romería son los primeras de la comitiva; no pisan una Iglesia en todo el año, y tampoco saben muy bien a lo que se devociona, pero están ahí porque es lo que marcan los cánones. Se olvidan de meditar qué hace un tipo como ellos en un lugar como ese. Se dejan bendecir por los actos sacramentales en las citas religiosas y se acogen al amuleto del fuego en las celebraciones paganas. No saben si es lo suyo, si les gusta, si de verdad les merece la pena estar ocupando espacio allí, simplemente han ido porque es lo que hay. Son víctimas de la inercia de la que, en el fondo, todos somos rehenes de hacer lo que se espera de nosotros.

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