VALÈNCIA. Hace unas semanas el periódico La Opinión de Málaga daba cuenta de la preocupación en el ayuntamiento local ante unos “niveles de saturación turística sin precedentes”, según reconocían desde el equipo municipal. “Establecimientos gastronómicos de baja calidad" y "expulsión de negocios autóctonos": el Ayuntamiento de Málaga reconoce la saturación turística del Centro, titulaba la noticia. Básicamente, la preocupación ante un hecho que, pareciendo cómico, va en serio: cada vez más turistas se quejan de que hay muchos turistas.
La medida correctiva del ayuntamiento ha sido igual de delirante: para rebajar la saturación turística, ha creado nuevas rutas turísticas. Sólo que las ha llamada ‘Rutas Alternativas’ y les ha adjudicado un presupuesto de 530.000 euros para el período 2025-2026 con la intención -primaveral- de que el turismo ‘escampe’. Esto es, que la mancha de aceite se extienda por barrios menos acostumbrados y pueda destensar el centro. Son soluciones homeopáticas habituales que no escapan del eje turístico y emparentan a un ayuntamiento con un operador, gestionando visitantes.
València, con problemas similares a Málaga, y también con cuantiosas diferencias, se enfrenta al reto de seguir siendo atractiva y aprovechar (como marca) el ciclo alcista en turistas, ante un cambio aceleradisimo en los últimos diez años, sin sucumbir ante las externalidades negativas. Ante el momento de demostrar si sigue a lomos de ese realismo mágico con el que se han manejado las estrategias turísticas en los últimos años, por el cual las crecidas masivas en visitantes sólo representaban beneficios y no tenían impacto en áreas sensibles como el acceso local a la vivienda. Para ese test de estrés se quieren algunas pruebas del algodón.
Una de ellas tiene sede la antigua sede de Correos, el edificio señero en la Plaza del Ayuntamiento por el que la Generalitat gastó en 2021 cerca de 24 millones. El edificio sin uso, cuya actividad indefinida tiene el mismo marchamo que las estaciones abiertas de manera provisional que se extienden durante décadas. Nadie parece saber qué hacer exactamente con un edificio que, además de como balconada para mascletà, ha parecido tener la intención de convertirse en Museo Fallero, destinado a mostrar las claves de la fiesta a través de realidad virtual e inteligencia artificial, según la candidatura del actual equipo municipal.
València, en esa carrera desenfrenada por buscar soluciones a la saturación turística, promoviendo más planes turísticos, podría llegar a rizar el rizo creando un museo turístico con una de sus joyas de la corona, comprada a precio de oro con dinero de todos.
Ese elefante en la habitación -en qué demonios convertir un edificio relevante en pleno kilometro cero de València- es a la vez una gran oportunidad para un cambio de rasante. La oportunidad de no hacer lo de siempre: esto es, una instalación con tickets y paso rápido ante el primer edificio público cuyo uso rediseñar.
La importancia, al menos simbólica, de la operación se percibe con la masa crítica a su alrededor. En este mismo medio, en 2022, Ramon Marrades propuso convertir Correos en una infraestructura social que sirviera de “biblioteca para el siglo que vivimos” y “que se extienda al espacio público de la plaza que será remodelada. Un lugar de encuentro. Al servicio de la ciudad”. Según Marrades, la propia cúpula translúcida permite “habilitar una verdadera ágora (…) un lugar que invita a convertirse en una plaza cubierta”. Al mismo tiempo, Jorge Alacid, en Las Provincias, convocó a varios arquitectos para un simulacro de concurso de ideas. Propusieron un centro cultural, un museo, una sede de eventos mundiales, un espacio para nuevas tecnologías…
Hace tan solo unos días el lingüista Ángel López García-Molins proponía en Levante-EMV aprovechar la antigua sede de Correos para albergar una institución decaída a la promoción del plurilingüismo en España: “No estoy hablando de una academia ni de un ministerio, sino de un organismo de nuevo cuño, hecho desde la complicidad plurilingüe que los españoles vivimos casi sin traumas”. Cuestionaba, al mismo tiempo, la intención de ubicar un museo fallero, “como si Valencia no tuviese ya varias instalaciones destinadas a ese fin”.
El reto idóneo para un edificio como el de Correos, más allá de los deseos particulares sobre su uso, es romper la dinámica de edificio público como expositor; es lograr atraer población local que tenga motivos para acercarse al centro, para considerarlo parte de su ciudad, en lugar de entenderlo como un espacio cada vez más remoto por el cual transitar sólo muy de vez en cuando, un centro ajeno que se vuelve periférico.
En un tiempo en el que incluso los bancos que rodean la Plaza del Ayuntamiento apuestan por no parecerse a un banco, y que sus clientes desarrollen una cierta afinidad con su marca tomando café, haciendo reuniones o trabajando con su portátil, parece pertinente imaginar con códigos nuevos una instalación tan monumental, con más de 9.000 metros cuadrados.
Tener un espacio así de enorme, en el entorno más paradigmático de la ciudad, que tenga un uso activo para sus vecinos, que los ponga en el centro de la acción, sería enviar una señal de una ciudad dispuesta a ser algo más que un operador para captar usuarios al paso.