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Divinas palabras

Lo que el barro se llevó

No seremos los mismos después de todo esto. La tragedia de Paiporta y de otros pueblos anegados por el temporal quedará grabada a fuego en la memoria. La vida volverá con su lógica cruel, pero algo se habrá roto en nosotros, y será irreparable

| 24/11/2024 | 3 min, 57 seg

Vicente me recoge en la avenida Giorgeta de València, a la altura de Tráfico. Vicente es taxista. Subimos por la calle San Vicente. La circulación es fluida a las diez y media de la mañana. Es viernes. Decenas de jóvenes, unos a pie y otros en bicicleta, se dirigen al mismo destino, provistos de mochilas, palos y rastrillos. Vicente me deja en una de las rotondas de entrada a Paiporta. «¿Cuánto le debo?», le pregunto. «Nada».  

En el camino a casa me cruzo con policías locales de Parla y Muro de Alcoy. Mi calle sigue enfangada, pero ya se puede circular por ella. Han retirado los vehículos que impedían el paso. El pueblo es un inmenso cementerio de automóviles. Junto a mi edificio, soldados jóvenes charlan en el interior de dos camiones. Una pareja de guardias civiles se hacen un selfi con ellos. El marrón del barro se confunde con el caqui de las guerreras de los militares. Paiporta es un escenario de guerra. 

En mi casa no funciona la cisterna ni va la televisión. Daños menores en comparación con los sufridos en muchas viviendas. El agua sale fría porque no hay gas. Fue la falta de agua y de higiene personal, junto a un clima creciente de inseguridad vivido tras el temporal, lo que me llevó a marcharme. Días de pillaje. Presencié saqueos en Lidl y Consum. Los ladrones salían con jamones para sobrellevar el dolor. 

El dueño del taller me reconoce pese a la barba. Le estrecho su mano llena de barro. «¡Qué desastre!», se lamenta antes de enseñarme mi coche inundado. Siniestro total. Va a cerrar el negocio y abrir un concesionario de coches de segunda mano. Al salir del taller observo a gente achicando agua y sacando lodo de comercios y bares. Algunos no volverán a abrir.  

El auditorio, convertido en un almacén de provisiones, está destrozado. Una oenegé reparte comida y agua. Cerca de allí, oigo cómo una mujer anima a otra a ir a conocer a Paz Padilla, que ha venido como turista solidaria. Un hombre me da unos guantes. Un voluntario le ofrece granadas a un anciano. Hay calidez en las miradas. Todos estamos un poco menos solos gracias a este clima de fraternidad, que dura lo que la luz natural, hasta que Paiporta se sume en las tinieblas. 

Llego a la plaza donde los reyes de España aguantaron el tipo; a pocos metros está la Casa Gris, el lugar en el que la maldad emprendió la huida con la cara desencajada, temiendo ser linchado por el pueblo. Una mujer mayor, acompañada de su hija, se sincera con un municipal. «En vez darle con un palo en la espalda, le deberían haber roto la cabeza», dice la señora. El policía le sonríe: «Entienda que no pueda hablar».

Como algo rápido. Decido volver a pie a València.  Ya lo hice, los primeros días, para comprar comida en San Marcelino. Crucé el puente de La Torre, metáfora de la última esperanza en un país roto. Al final me subo a un autobús de voluntarios.  Recuerdo el amanecer en que presencié el apocalipsis. Coches cabalgando a coches. La memoria me devuelve las primeras horas de la tragedia: cómo salvé la vida al no salir a la calle; los coches intentando dar marcha atrás mientras subía el nivel del agua; el llanto de un niño, los gritos de un vecino que no daba con su padre… ¿Dónde defecar? ¿Qué hacer con la basura? ¿Cuándo tendremos agua? ¿Y el Estado? Preguntas hechas a oscuras mientras Paiporta se consumía en un lodazal de incompetencia y crueldad oficiales. 

Esta tragedia significa el fin de muchas cosas. Por lo pronto, la constatación de que el Régimen del 78 está agotado. Será imposible olvidar el desamparo en que nos dejó el Estado. Vienen tiempos recios. No le reconozco legitimidad a este Estado putrefacto. Hago mías las palabras de Ortega y Gasset, referidas al régimen fantasmagórico de la Restauración, tan parecido al nuestro: «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!». 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 121 (noviembre 2024) de la revista Plaza

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