el cALLEJERO

Omar cerró su restaurante de éxito en València para empezar a vivir

20/10/2024 - 

Omar ha preparado un banquete. Lo que debía ser una charla informal a mitad mañana se ha convertido en un festín. Una bandeja con productos de Momplá, una pastelería carísima que hay en la calle Pizarro, otra con fruta variada y una tabla de madera con dos tipos de tortas que se llaman zaatar, hecha con una especie de tomillo seco y sésamo, que él aconseja acompañar de unas hojas de menta o unas rodajas de tomate, y otra que se llama zumac, hecha con yogur y nueces sobre una torta de trigo. En una esquina, un platillo con unas aceitunas del campo de su padre. Omar, que va descalzo, solo con calcetines, entra y sale de la terraza que tiene en un ático del Ensanche para ir trayendo las viandas. Al final saca tres vasos de cristal tallado, los coloca sobre tres delicados platos de cristal y deja al lado una tetera moderna con una buena dosis de té verde. Luego se sienta, sirve a todos y, finalmente, se relaja.

Omar Eid ha cumplido 46 años la víspera y hasta hace nada era el dueño de Bekaa, quizá el mejor restaurante de comida libanesa de València. Lo tenía en Ruzafa y siempre estaba lleno. Se había hecho un nombre y tenía una clientela que gustaba de ir de vez en cuando a probar y reprobar las delicias que servía. Luego abrió una panadería al lado que no funcionó. “Creo que la ciudad todavía no estaba preparada para algo así. O quizá me equivoqué. ¿Quién sabe?”. A principios de julio, Omar publicó un misterioso post en la cuenta de Instagram de Bekaa en el que anunciaba que se había visto obligado a elegir entre su pasión por la hostelería o vivir. “Y he decidido vivir”.

En unos días desapareció Bekaa, desapareció Omar y desapareció la clientela. Tres meses después Omar, mirada profunda, cejas boscosas, siempre con su kufiya roja alrededor del cuello y su gorra calada, cuenta su historia, repartida entre Liberia, Líbano, España y muchos más sitios. Una historia de contrastes. Una familia que le dio todo, una fortuna, y que también le dio la espalda cuando supo que era gay. “Prefiero verte en una silla de ruedas o condenado a cadena perpetua a que seas gay”, le dijo su padre. Su madre no fue mucho más suave. Cuando se reconciliaron, años después, y Omar regresó a la casa familiar en Monrovia, descubrió que le habían borrado de sus vidas, que en aquel hogar había fotos de todos menos de él. Omar no existía en esa casa.

En el ático aún quedan vestigios de Bekaa. Como la lámpara de araña que hay sobre nuestras cabezas, donde las velas han sustituido a las bombillas. O los candelabros que hay sobre la mesa. O, más personal, el tatuaje que luce en el antebrazo. El dibujo que había en la fachada. La cabeza de Omar con un tarbush, el sombrero libanés. El resto ya solo es memoria. El recuerdo de los tiempos felices, con los comensales deleitándose con los platos libaneses, y también del año final en el que Omar se sintió de luto, doce meses en los que fue echando paladas de tierra sobre su restaurante hasta que decidió cerrar, bajar la persiana y entregar las llaves. “Necesité un año para despedirme. Ahora estoy genial, pero recuerdo que esos últimos doce meses fueron tristes. El restaurante fue bien desde el principio. Siempre había gente nueva y gente repitiendo. Lo que hizo daño fue la panadería. No era el momento para abrir ese tipo de panadería en València. Pero yo quería montar un universo libanés en València”.

Negocios inmobiliarios

Su negocio fue un éxito. Su vida, un fracaso. “Mucha gente no sabe el trabajo que hay detrás del mundo de la restauración. Hay mucha injusticia. Son muchísimas horas y además apenas tienes descanso o tiempo para vivir tu vida. A mí me encanta viajar, he visitado cerca de 50 países y quiero seguir conociendo otros nuevos. Pues durante cuatro años apenas pude viajar. Me sentí atrapado. Durante esa época perdí a mi novio también. Me di cuenta de que lo iba a perder todo. Echaba de menos ir a África. Mi cultura es libanesa, pero mi alma es africana. Me di cuenta de que cuando volvía dos semanas de visita a Monrovia, era muy feliz. Eso empezó a afectarme mucho mentalmente. Yo trabajaba 17 o 18 horas. Luego tenías un día libre y surgía un problema en el restaurante y te veías obligado a volver. Hasta que un día piensas que al día siguiente puedes tener un cáncer y perderlo todo. Entonces empiezas a valorar la vida, lo que te hace feliz.

Yo estuve en València cinco años antes de abrir Bekaa y todo el mundo me decía que tenía que abrir un restaurante. Lo hice y fue un éxito. La gente me lo dice por la calle. Pero creo que es un coste demasiado elevado”.

Omar Eid viene de una familia libanesa que creció en Liberia. Su padre, Ezzat, empezó a trabajar con ocho años. Su hermano vivía en Liberia y le mandó irse a vivir con él. Su padre ganaba 75 dólares. Cincuenta se los mandaba a su madre y él vivía con los 25 restantes. Omar y sus hermanos crecieron entre la primera guerra civil liberiana (de 1989 a 1996) y la segunda (1999-2003). Su padre tenía tiendas parecidas a Leroy Merlin y durante los años de guerra empezó a sufrir muchos robos. Harto de ver cómo le arrebataban lo que era suyo, Ezzat decidió utilizar todos los materiales en construir nuevas urbanizaciones de lujo para los diplomáticos y los ejecutivos que viajaban a su país. “En Liberia no había agua ni luz y por eso cuando venía toda esta gente de cierto estatus, nos alquilaban los pisos a nosotros porque les asegurábamos 18 horas de luz, 24 de agua, gimnasio, piscina… Así nació nuestro negocio inmobiliario especializado en alquileres de lujo. Durante la guerra nos fuimos a vivir a Canarias y después a Chipre. Pensamos en volver a Líbano y justo entonces secuestraron a un primo que nunca volvimos a ver, así que descartaron la idea y nos fuimos a Chipre, donde pasamos siete años. De ahí me fui a Florida para estudiar International Business”.

O sea, que Omar no fue un hombre que decidió probar suerte con un restaurante. Omar fue un empresario que abrió un restaurante en València. No fue el primero. Con 20 años, su padre recuperó un hotel y le ordenó a Omar que lo sacara adelante. Aquel joven se tiró dos semanas limpiándolo de ratas, cucarachas y todo lo que apareció por allí. Pero luego volvió su hermana de Canadá, donde vivía, y se hizo cargo de ese hotel y de otros que abrieron después. Omar decidió entonces abrir el primer restaurante de sushi de África occidental. El chef era venezolano y traían el pescado desde Bruselas cada día. Su padre y sus amigos decían que estaba condenado al fracaso, que no tenía sentido abrir un restaurante de lujo en un país donde todavía estaban los cadáveres por los arcenes. “Pero abrí y vinieron el New York Times y el Washington Post y un periódico japonés a escribir sobre el restaurante y desde entonces funcionó. Todo el mundo flipaba. Liberia estaba en la lista de los países más pobres del mundo solo por detrás de Haití y aquello funcionaba. Luego mi hermana abrió un hotel más grande al lado del antiguo y me dio la terraza y llevé el sushi y metí cocina tailandesa y vietnamita. Todas las mesas, los cubiertos o la vajilla son de Muñoz Bosch, de aquí, de València. Y 50 referencias de vino de España. Empezaron a llamarme el ‘wine man’. Allí el vino más barato costaba 60 dólares, aunque fuera un vino horroroso. Yo llevé vinos buenos de bodegas familiares y ecológicas. En mi restaurante (The Living Room) tengo una bodega enorme y empecé a hacer catas de vino de España para que aprendan de dónde procede y bajé el precio de 60 a 30 dólares. Mi último negocio ha sido un beach club, 4.500 metros cuadrados frente al mar”.

Odio paterno por ser gay

Cuando estuvo estudiando en Florida se hizo amigo de tres españoles, Alfred, Miriam y Salva, que eran de Elche. “Así empezó mi conexión con la Comunitat Valenciana. Nuestra cultura es tan similar… Somos todos iguales”. Ahora, años después, viaja de un país al otro cada pocas semanas. València-Casablanca-Monrovia. “En 13 horas estoy en mi casa”. Aún se acuerda de la primera vez que viajó a València. “Los amigos que habían estado en España me decían que eran muy cerrados y  que nunca me iban a abrir las puertas de su casa. Pero el día que yo llegué a València, justo me llamó mi amigo Aitor, que trabajaba en una ONG, y me preguntó que dónde estaba. Le dije que acababa de llegar a València y él me dijo que era de aquí. Entonces me mandó un WhatsApp con la dirección de su hermana porque estaba haciendo una paella en su casa y tenía que ir a conocerla. Desde el primer día ya estuve bien acogido”.

Omar creció en una familia con mucho dinero y aparentemente todo era más fácil. Pero había algo que le comía por dentro. Su madre, que debía intuir la orientación sexual de su hijo, le decía que si se enteraba de que era homosexual, que iba a matarlo. Por eso Omar empezó a tener pesadillas con ocho años. Soñaba que alguien en la ciudad se enteraba de que era gay. Así fue como empezó con el insomnio. No podía dormir y muchas noches se metía en la cama de su hermana y se abrazaba a ella. A los 28 años, harto de esconderse, decidió irse a vivir a Ciudad del Cabo porque había escuchado que era un paraíso para los homosexuales. “Quería explorar mi sexualidad. Allí tuve mi primera relación y mi primer novio. Yo, al principio, pensaba que era solo una cuestión de sexo, pero allí descubrí que podía vivir feliz con un chico en la misma casa. Hacíamos vida de barrio y por primera vez me sentía feliz con un compañero al lado”.

A los dos años de vivir en Sudáfrica, sus padres fueron a visitarle. Tenían pensado pasar dos semanas con su hijo. El matrimonio llegó un viernes, Omar les contó el sábado que era gay y el domingo se volvieron a Liberia. “Me dijeron que no podían dormir en la misma casa que yo. No tengo un trauma por esto porque ahora me quieren muchísimo. Creo que han borrado todo lo negativo. Pero entonces mi padre me dijo cosas muy duras, que ojalá estuviera en una silla de ruedas o que ojalá estuviera condenado a cadena perpetua antes que ser gay. Ojalá, en árabe, se dice ‘Yaraytak’ y es una palabra que me tatué en la espalda. Eso es algo que hice cuando ya estaba en paz conmigo mismo. Pero antes lo pasé mal. Mi padre me dijo que ojalá hubiera matado a alguien antes que ser gay. ¿Tan grave era? En aquella época empecé a correr porque tenía miedo a perder mis piernas después de que mi padre me dijera que ojalá estuviera en una silla de ruedas”.

Huyó de Ciudad del Cabo

Omar no supo nada de su familia durante los tres siguientes años. Solo su hermano pequeño le llamaba de vez en cuando. “Mis padres me convirtieron en un monstruo. Al día siguiente de irse de Ciudad del Cabo mi padre me llamó y me dijo que tenía que cambiar mi vida y volver a Liberia o me apartaba de la familia. Eso tenía unas implicaciones económicas importantes, y eso es difícil cuando ya estás acostumbrado a un nivel de vida. Yo había vivido tan protegido que no sabía vivir solo por mí mismo. Mi hermano mayor se pensaba que mi padre se iba a morir por eso. Ahora me gusta hablar con la gente que tiene miedo a salir del armario y les digo lo mismo: tranquilos, esto no va a matar a nadie. Mis padres pensaban más en el qué dirán, en su reputación, que en su hijo gay. Por eso creo que en la vida me he rebelado siempre contra las apariencias”.

A los dos años rompió con su novio y, destrozado, sintió que tenía que huir de Ciudad del Cabo. Metió todas sus cosas en una camioneta, arrancó y se tiró 18 horas conduciendo hasta que llegó a Mozambique. Aún se acuerda que ese día Coldplay sacó la canción Life in Technicolor II y que, dejando ya la ciudad atrás, miró por el espejo retrovisor y vio la cumbre de Mountain Table coronada por las nubes. Una imagen que jamás olvidará. A los tres meses le llamó Miriam, su amiga de Elche, y le dijo que se fuera a vivir con ella.

Ahora tiene una relación amorosa con sus padres. Dos personas que aprendieron a querer y a aceptar a su hijo como es. Tres años sin hablarse y siete para regularizarlo. Hace dos años, cuando rompió con su novio, su madre le escuchó sollozar por teléfono y al día estaba sentado a su lado. Omar lloró durante días en su hombro y ahora lo recuerda como una escena preciosa. A sus padres, a pesar de ser gente de campo, les gusta su casa en el corazón de València. Es un hogar con mucha personalidad. Con muchas fotos y mucho arte. Cuadros procedentes de Nigeria, Estados Unidos, España o Londres, donde compró varias láminas con caricaturas de los personajes de Breaking Bad. Omar, un hombre que habla árabe, inglés, español y algo de griego, es un ser generoso, como se ve con todo lo que ha servido en la mesa, alguien capaz de pagarle ocho meses en una clínica de desintoxicación a un camarero de Bekaa que estaba enganchado a la cocaína, o que fomenta la solidaridad en Liberia con escuelas, enfermos de cáncer o de sida. Un hombre bueno que ahora, recién cumplidos los 46, es al fin feliz. Los próximos meses vuelve a tener mucho trabajo pero ya sueña con los viajes que hará a partir de abril.

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