Pasear por las calles de una ciudad se ha convertido en una actividad de riesgo. Patinetes eléctricos y manuales, monopatines y bicicletas amenazan la integridad física de los peatones, que no tienen a un ‘lobby’ que los defienda ni un alcalde que los escuche. Somos los parias de la movilidad sostenible
Es hora de que los peatones también nos pongamos los chalecos amarillos y salgamos a la calle a reivindicar nuestros derechos, en principio sin violencia. Diría que el principal derecho es caminar por la ciudad sin riesgo para tu vida. El Estado tiene, entre otras funciones, la de garantizar la seguridad de los ciudadanos. Los peatones, que nos hemos constituido en otra minoría beligerante (hay cientos en la actualidad), pedimos protección a los poderes públicos frente a las múltiples amenazas que se ciernen sobre nosotros cuando salimos a las calles de València y Alicante.
Esto se veía venir. El verano pasado estuve en Barcelona. Por suerte no me robaron la cartera, pero un ‘tuk tuk’ conducido por un indio o un paquistaní estuvo a punto de atropellarme en el paseo Juan de Borbón, en la Barceloneta. Casi salgo despedido y caigo sobre una colección de DVDs piratas expuestos por una pareja de africanos. Barcelona se ha convertido, por diferentes motivos, en una ciudad caótica. Uno de ellos es la tiranía que los vehículos de dos, tres y cuatro ruedas ejercen sobre los viandantes.
Hagan algo, autoridades, para que los espacios públicos no sean colonizados por los vehículos con ruedas. Nuestras ciudades se han vuelto hostiles para quienes paseamos
A veces imitamos lo peor de fuera. Desde septiembre, en València los peligros sobre los peatones se han multiplicado con la moda de los patinetes eléctricos. Beneficiándose de la ausencia de regulación, los conductores de estos patinetes han hecho de su capa un sayo circulando por donde se les antoja, con grave riesgo para los que andamos por las aceras. Algunos alcanzan velocidades cercanas a las motocicletas. Si no teníamos bastante con las bicicletas —mimadas por el iaio Ribó y su enfant terrible italiano—, ahora nos enfrentamos al peligro de los patinetes eléctricos y manuales, los monopatines, los ‘tuk tuk’, etc. Sólo nos falta que nos caiga un dron del Ejército de Tierra en la cabeza. Sería para mear y no echar gota, como dicen en mi tierra.
Hagan algo, autoridades, para que los espacios públicos no sean definitivamente colonizados por los vehículos con ruedas. Los peatones aspiramos a una soberanía compartida con los conductores. Nuestras ciudades se han vuelto hostiles para los raros que aún disfrutan paseando. Yo soy uno de esos andarines. Y estoy harto de encontrarme con aceras invadidas por toda clase de contenedores, pivotes, maceteros de dudoso gusto, motos y bicis mal aparcadas y terrazas que apenas dejan espacio para andar. Hay una conspiración contra el hombre y la mujer de a pie, los que quieren desplazarse sin prisas, a un ritmo lento, el que le marcan sus pasos azarosos.
De la misma manera que se está perdiendo el hábito de conversar, está cayendo en desuso la deliciosa costumbre de caminar. Hoy don Antonio Machado no escribiría: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. No lo escribiría, entre otras razones, porque sería un poeta sin lectores en este tiempo.
Me gusta pasear una hora cuando acaba la tarde, y las guerras del día están olvidadas. Como un filósofo peripatético quemo, cuando ando, los malos pensamientos de la mañana. Paso a paso me voy vaciando de lo peor que llevo dentro. Caminar me hace sentir bien, me relaja, me ayuda a dormir. Pero sé que me la estoy jugando, y esto me sorprende porque nunca he sido valiente ni osado. Salir a la calle a cuerpo gentil, con el firme propósito de desplazarse a pie, entraña un riesgo que no cabe desdeñar.
Sólo pido que si llega el fatídico día, la cruel hora en que sea estampado, como el bicho de Kafka, contra el escaparate de Loewe en la calle Poeta Querol, el causante de tal estropicio sea un ciclista de Glovo. La solidaridad de clase hará más llevaderas mis heridas en el hospital y él, con suerte, cobrará una indemnización por haberse demostrado que era un falso autónomo. A partir de ese momento, yo también me habré sumado a la ecológica moda de la movilidad sostenible, limitada, en mi caso, a una silla de ruedas empujada por una amable inmigrante boliviana.