EL CALLEJERO

Pepote es un tríptico

Este vecino de Rocafort viajó por toda Europa con una compañía de teatro, luego perdió una pierna y llegó a ser paralímpico. Ahora tiene una tienda de bicicletas eléctricas

31/05/2020 - 

VALÈNCIA. La vida de Pepote se despliega como un tríptico. El joven soñador que se embarcó en una compañía de teatro de renombre que paseaba sus espectáculos oníricos por toda Europa; el hombre que se convirtió después en esgrimista paralímpico tras perder la pierna izquierda en un accidente de moto, y el manitas que un día decidió dedicarse a la venta y reparación de bicicletas eléctricas.

Pepote, en realidad, se llama Fernando Granell, pero en los institutos a veces pasan cosas tan inopinadas como entrar llamándote Fernando y salir respondiendo al nombre de Pepote. 'Rebautizado' y con una idea de la vida que no sintonizó con la de su padre. "Le mandé a paseo", suelta sin pestañear. No hay arrepentimiento en la decisión que tomó: sumarse a la compañía Burbuja Teatro, que se tiraba semanas haciendo representaciones en la calle por toda Europa, especialmente en Alemania, pues el mánager era de Colonia. "Hicimos muchas giras con un espectáculo parecido al que haría después La Fura dels Baus. Yo hacía de todo. Era actor, técnico, hacía piruetas, enseñaba a la gente a caminar con zancos...", explica Pepote en su tienda de bicicletas en Rocafort, por donde se mueve con tal soltura que solo el que lo sabe observa a un hombre de una sola pierna.

No siempre fue así. De los 20 a los 42 años fue un hombre completo. En lo físico y en lo espiritual. Un tipo realizado que era feliz con su trabajo, su mujer y sus dos hijas, dos niñas pequeñas que apenas se inmutaron cuando el accidente.

Pepote siempre había sido motero. Durante treinta años se movía en su Vespa, todo un clásico con ruedas. Pero cumplidos los 40 dio el salto a la alta velocidad. Ese día iba montado en su despampanante Yamaha Fazer 1.000. Acababa de parar en una rotonda en el cruce de General Avilés y Pérez Galdós, al lado de Bertolín. En cuanto el semáforo se puso en verde arrancó y justo en ese instante un chaval que iba en coche pasó en rojo y le dio por detrás. "Yo llevaba el casco y no lo vi venir. Dejó una huella de 30 metros y me dio por detrás. Yo salí volando a 20 metros y cuando caí, la pierna ya no estaba. Podía ver el hueso de la rodilla y aquello no paraba de sangrar".

La mala y la buena fortuna también colisionaron en esa rotonda de València porque justo después del accidente se bajaba apresurada de un taxi una mujer que era médica y que se lanzó a socorrerle. "Me salvó la vida y no volví a verla. No sé quién es ni cómo se llama. Qué cosas. Yo me estaba muriendo; el coche me cortó la femoral y no paraba de sangrar. Me tuvieron que dar dos bolsas de sangre allí y otras dos en La Fe". Dice La Fe, la vieja, pero no está seguro del todo. Pepote no tiene inconveniente en refrescar aquel percance, pero le cuesta atinar con los detalles.

Es la herencia de un 'shock' de ese calibre. En un accidente así pierdes mucho más que una pierna. "En el hospital te amarran con cintas para que no te muevas y encima vas  de drogas hasta arriba... Es curioso pero te duele lo que no tienes; y no es un dolor cualquiera, es un dolor salvaje". A la pérdida física se le unió la lucha contra un tiburón de cuello blanco que sacó los colmillos sin piedad en el juicio. "Al final parecía hasta que fuera yo el culpable. Me llevé 100.000 euros que luego invertí en la tienda".

Tanto golpe se cobró una factura de cinco años de depresión. Sus hijas, de dos y cinco años, no mostraron aprensión, pero al padre tullido no solo le dolía aquella extremidad, también se sentía vacío por no poder volver a dar cabriolas con la compañía teatral. Se acabaron los viajes, la vida bohemia y la sensación de libertad. Ahora era un hombre que necesitaba ayuda para moverse, que tenía que volver a aprender a andar.

Pero todo volvió a equilibrarse de nuevo. Las habilidades casi circenses que había desarrollado durante cuatro lustros fueron determinantes para volver a caminar mucho antes de lo previsto. Aquel hombre fibroso, ágil y tan coordinado le cogió rápidamente el tranquillo a la prótesis porque, siempre en la encrucijada entre la buena y la mala suerte, le quedó un buen muñón para poder ayudarse de una pierna ortopédica.

Pepote volvía a verse erguido, un detalle nada baladí para la autoestima, pero por dentro seguía sintiendo que todo se había torcido. "Mi fuerte era la calle, lograr que la gente se entretuviera. Me gustaba ayudar en los espectáculos, como el de la inauguración del Palau de les Arts o el Museo Príncipe Felipe. Y también era un fan de la pirotecnia. Si en mi calle de Godella, donde nací, vivían todos los grandes: los Caballer, los Brunchú... Yo fui de esos niños que jugaba con las carcasas. Por eso se me hizo tan duro. Estuve cuatro meses ingresado y llegué a pensar hasta en rodar un corto. Vas tan drogado que la imaginación se desborda".

Un día, durante la rehabilitación, pasó por el gimnasio y vio que había una espada. La cogió más por jugar que por competir y se llevó la sorpresa de que poseía una habilidad innata. "Cogí la espadita y pinchaba. Como también había hecho mimo, se me daba bien memorizar los movimientos y las posiciones. Eso y que, en la compañía, cuando había acción ese papel era para mí...".

Paralímpico en Pekín 2008

A los meses estaba compitiendo en un Campeonato de España del que salió con una medalla de bronce. El artista era ahora un tirador de postín que los siete siguientes años se proclamó campeón de España. Y cuatro años después del accidente estaba en los Juegos Paralímpicos de Pekín, en 2008. Se le nota satisfecho con su proeza. Cuenta su vida rodeado de bicicletas, sillines, timbres y cascos en una tienda donde huele a goma y donde suena de fondo una música impersonal que nadie escucha. Está sentado en una banqueta al lado de una mesa ancha llena de albaranes, libretas, libros y un extraño tarro relleno de hierbas secas. Al fondo de la mesa hay un monitor grande donde proyecta su combate en los Juegos de Pekín. "Era contra un coreano y, como ves, se pone 4-2 por delante. Si vuelve a darme, me manda para casa. Yo me resistía a haber recorrido 10.000 kilómetros para no pasar ni una ronda, así que remonté y acabé venciéndole por 4-5. No estuvo mal. Llegué como el decimoquinto del mundo y me marché como el decimoquinto de los Juegos Olímpicos".

La experiencia olímpica le sirvió para recuperar la forma y su mente. "Es un deporte brutal, pero durísimo. Y encima a mí, un cuarentón, me tocaba pelear contra chavales de 18 años. Me lo pasé bomba y encima me ayudó mucho con la cabeza. Porque esto lo superé gracias al deporte, y no es fácil, te toca construir una nueva vida".

A la primera prótesis, muy rudimentaria, poco más que una pata de palo, le sucedieron otras más sofisticadas pero también infinitamente más caras. La conversación ha derivado en lo técnico, uno de sus fuertes, y antes de que te des cuenta se ha subido la pernera para mostrar su fastuosa rodilla eléctrica, 40.000 euros del ala, de la que presume gracias a que se ha convertido en modelo de Össur, una empresa islandesa fundada en 1971 que también le ha dado facilidades con el pie, otros cinco mil euros. "Yo, sin su ayuda, no me lo podría permitir. Porque encima duran menos que un coche. Lo mejor que tienen estas prótesis tan buenas no es solo que te ayudan a caminar mejor sino que te curan la parte buena. El desgaste de la otra pierna cuando pierdes una es enorme porque tiene que compensar. Se te desvía la columna y todo. Ahora, con esta ayuda, todo se equipara y el trabajo de las piernas se reparte entre un 60% de la buena y un 40% de la otra".

Es un manitas

Hace diez años, el azar que tiempo atrás le puso una espada providencial en la mano le subió esta vez encima de una bicicleta eléctrica. "Y flipé. Me cambió la vida. De golpe descubrí que aquello era lo que yo necesitaba para recuperar mi libertad y mi independencia. Una bici eléctrica te aporta salud, porque te mueves; economía, porque la carga cuesta diez céntimos, e higiene, porque no contamina. Así que primero me compré una y luego abrí el negocio".

Esto lo cuenta ya bajando la persiana. Este viernes es su cumpleaños -y al día siguiente su santo- y su chica le espera para celebrarlo. El negocio le absorbe. Después del confinamiento, la demanda se ha disparado, y él y las dos personas que le ayudan no dan abasto. La tienda, que está en la avenida Ausias March de Rocafort, a tiro de clientes pudientes que vienen desde Santa Bárbara o Campo Olivar, la abrió con un amigo. Hizo una gran inversión pero ahora ya se ha recuperado y le va bien. Fue el primero en especializarse en ese producto que muchos despreciaron, aunque los márgenes son tan justos que millonario no se ha hecho. Pero el oficio le gusta. Pepote, hijo de carpintero y modista, tiene una habilidad manual que se une a su pasión por los cachivaches, por la mecánica y la electrónica. Y la tienda le da lo suficiente para vivir sin angustias y para irse de vez en cuando "a la casita" que tiene en Sagunto, adonde le gusta perderse con sus hijas, que ya tienen 18 y 20 años. "He viajado tanto que ahora me apetece quedarme siempre por aquí", asegura justo antes de subirse a la bici, ajustarse el casco y empezar a pedalear hasta que se le pierde tras girar una esquina.

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