¿Quién fue Ignacio Pinazo? ¿Qué aportó al mundo de la pintura? ¿Qué quiso transmitir con sus obras? ¿Por qué debemos admirarlo? ¿Por qué razón, por el contrario, su reconocimiento siempre se ha hecho a medio gas? La respuesta a todas estas preguntas se condensa en una faceta de su personalidad: su pura, sincera y absorbente obsesión por plasmar artísticamente la belleza
VALENCIA. Afirmaba Vicente Aguilera Cerni, el principal crítico de arte contemporáneo valenciano del siglo pasado, que «saldrán chasqueados quienes, en cada coyuntura momentánea, pretendan arrimar a su pequeña sardina el ascua candente que fue Ignacio Pinazo; hasta en sus cenizas siguen quedando rescoldos ocultos capaces de abrasar las manos torpes de cualquier oportunismo».
Y es que si alguna cosa detestaba el pintor era el oportunismo, la apuesta por las modas vacuas, fatuas y superficiales, sin base en principios o convicciones de sólido contenido ético. Una ética aplicada en este caso al arte, entendido, según sus propias palabras, como «la manifestación de la belleza y del sentimiento, unidos por estrecho lazo mediante los procedimientos materiales que el artista utiliza como instrumento de su inspiración y fantasía».
De hecho, la obsesión por encontrar la mejor forma de plasmar la belleza y el sentimiento en cada cuadro llevó a Pinazo a trazar una carrera singular, ímproba y avanzada a su tiempo. Pero también, a la vez, a mantener una independencia y un aislamiento que casaron mal con la promoción, el reconocimiento y la comprensión de sus propios méritos. La suya fue la vida de un genio humilde, vinculado siempre a los nombres de Valencia y de Godella.
Desarrollado sobre la milenaria Vía Heraclea, junto al río Turia y mirando a las murallas septentrionales de la ciudad de Valencia, el actual barrio de Morvedre (en los contornos de la calle Sagunto) fue uno de los arrabales más antiguos y populosos de la capital valenciana. En él, el 11 de enero de 1849, nació Ignacio Pinazo Camarlench, en el seno de una familia muy humilde, en la que el padre trabajaba en largas jornadas de 14 o 15 horas en el oficio del cáñamo y la madre, después de haber dado a luz a cinco hijos, murió víctima de la epidemia de cólera de 1855, cuando Ignacio tenía seis años.
Poco después tuvo que abandonar la escuela del barrio y comenzar a trabajar para ayudar en lo que pudiera a la economía de la familia, que se vio ampliada, tras unas segundas nupcias, con dos hermanos más. Primero como platero, después como hornero amasando pan, más tarde como dorador y posteriormente como pintor de azulejos, aprovechando su querencia y sus dotes naturales para el dibujo.
La fábrica, sin embargo, cerró ante la irrupción de los nuevos pavimentos de mosaico Nolla y poco después, en verano de 1865, el cólera volvió a golpear a la familia, cobrándose la vida tanto de su padre como de su segunda madre. Ante la tragedia, los hermanos se instalaron en casa del abuelo materno, el alpargatero Vicent Camarlench, e Ignacio (Nasiet, como era conocido en el barrio) comenzó a trabajar en una fábrica de sombreros a los 16 años. Para su fortuna, por fin, los cambios políticos producidos con la Revolución Gloriosa de 1868 posibilitaron su sueño de dedicarse a la pintura.
Su obsesión por la mejor forma de plasmar la belleza le condenó a una carrera singular
La libertad de enseñanza decretada por el ministro Manuel Ruiz Zorrilla permitió la incorporación libre y parcial a cualquier tipo de educación reglada, de modo que Pinazo, casi con 20 años, se matriculó en las clases de Dibujo y de Colorido y Composición de la Academia de Bellas Artes de San Carlos, situada entonces en el Convento del Carmen.
En tan sólo un curso pasó a dominar la técnica, obtuvo diversos accésits y entró de lleno en los ambientes artísticos. Así, en 1870 abandonó el oficio de sombrerero y comenzó a dedicarse por completo a la pintura, realizando por entonces sus primeras obras, como los retratos de su maestro sombrerero, El tío Capa, o de su hermano, Antonio Pinazo, así como su primer autorretrato. Un par de años más tarde aspiró a la importantísima beca cuatrienal que dotaba la Diputación de Valencia para acudir a Roma con la primera de sus obras históricas, El cardenal Adriano recibiendo una comisión de agermanados, aunque sin éxito.
Sin embargo, no renunció a su sueño y en 1873, junto a su amigo el pintor José Miralles, viajó por su cuenta a tierras italianas, donde entró en contacto con artistas consagrados, como Bernat Ferrandis o Mariano Fortuny. No obstante, tuvo que regresar a los siete meses, requerido por el servicio militar. Al año siguiente, pensat i fet, inició una nueva aventura, esta vez en Barcelona
y junto a otro amigo, el también pintor Juan Peyró, aunque fue igualmente efímera. Así, mientras se ganaba la vida pintando retratos y escenas que enviaba a la capital catalana o a Londres, preparó las nuevas oposiciones para el pensionado a Roma, que se celebraban en 1876.
...hasta su llegada a la ciudad eterna
En esta ocasión logró su objetivo con un nuevo tema histórico, El desembarco deFrancisco I de Francia en el puerto de Valencia. Se casó de inmediato con su novia, Teresa Martínez, y al año siguiente partieron a Roma, donde llegaba dispuesto a abordar el estudio de las miles de obras de arte que alberga la ciudad. Allí, según uno de sus principales biógrafos, Manuel González Martí, experimentó cierta decepción: «los ideales de estos genios estaban en el ‘dominio de la forma’, no en el tenaz empeño de percibir y expresar el alma del modelo», que era lo que él buscaba. Únicamente le entusiasmaron hasta la admiración absoluta los retratos realizados por Holbein, uno de sus referentes capitales, junto al Greco, Velázquez,Goya, Rosales o Fortuny.
Por entonces numerosas de sus obras, como Una mascletà a la entrada de la calle deSagunto, ciertos desnudos o las pequeñas tablas que llevaba consigo para pintar en cualquier momento y circunstancia —una técnica que copió de Fortuny y que transmitió a las nuevas generaciones de artistas valencianos, según indicó Sorolla—, ya muestran los trazos gruesos e imprecisos, paralelos al impresionismo, que caracterizarían muchos de sus trabajos posteriores. Sin embargo, sabedor de los gustos academicistas y figurativos de sus patrocinadores, se esmeró en demostrar, con los envíos anuales a los que estaba obligado, que era merecedor de la renovación de la beca.
La ley de libertad de enseñanza de ruiz zorrilla le abrió las puertas de la academia de bellas artes de san carlos
Fue entonces cuando pintó algunos de los cuadros que le dieron renombre: El vía, Juegos icarios, Las hijas del Cid o el famoso Últimos momentos del rey Don JaimeI el Conquistador, conservado en la Diputación de Valencia. Además, a su regreso en 1881, con una versión en gran tamaño de este último se hizo notar en Madrid, ya que ganó una de las Medallas de Segunda Clase de la Exposición Nacional y la obra pasó a los fondos del Estado (aun que actualmente permanece escondida en algún almacén del Museo del Prado). Pero su intención fue siempre la de permanecer en Valencia, donde se instaló en la plaza de Cisneros, ya intramuros, pero a escasos minutos de su barrio natal.
En Valencia comenzó a gozar de cierto reconocimiento público. Ingresó en Lo Rat Penat, fue elegido presidente de la sección artística del Ateneo y empezó a realizar sustituciones en las clases de Colorido y Composición de la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Con todo, el cólera azotó de nuevo la ciudad en 1885, cuando Pinazo contaba con 36 años. Aterrorizado por los antecedentes familiares, logró la protección del banquero José Jaumandreu, que le ofreció su masía de Bétera para trasladarse durante unos meses con toda la familia — por entonces ya habían nacido sus hijos José e Ignacio—. A aquel período corresponden una serie de retratos al óleo de los Jaumandreu, excepcionales en la trayectoria del artista, por llegar a su extremo de delineación y dibujo, al gusto del mecenas.
Más tarde, al poco de regresar a Valencia, decidió invertir sus ahorros en una apacible casa en Godella, localidad en medio de la huerta a la que había llegado de la mano de uno de sus alumnos, hijo de Pepet Marco, el de Blai. Con dicha familia los Pinazo compartirían siempre vecindad y veladas en una población eminentemente agrícola que por entonces contaba con unos 2.000 habitantes.
Paulatinamente, tras construir su estudio en la parcela adyacente y abandonar su puesto como profesor, el artista encontraría allí el retiro ideal para perseguir su obsesión: ser capaz de transmitir la excelsitud de la naturaleza y de la vida sencilla a través de su arte.
Por un lado, en los retratos, que fueron una de sus pasiones y especialidades, trató de seguir la lección de Holbein, mediante un corte más clasicista, buscando «la bondad del sublime arte que graba eternamente el espíritu del modelo, siempre embellecido por el corazón del gran artista». Por otro lado, en los paisajes (sobre todo de la huerta) y en las escenas populares (de Godella o de Valencia) innovó, siendo impresionista sin serlo, abriendo cauces a la pintura del siglo XX y tratando de alcanzar frustradamente, a causa de su inconformismo, la meta imposible de convertir en eterna la belleza de una vida cambiante y finita. De hecho, su progresivo apartamiento en Godella, obcecado por aquella aspiración artística, llevaría al historiador y erudito Manuel González Martí a calificarlo como «el cenobita valenciano».
Conscientes de la excepcionalidad de su genio, los artistas que conocían la obra de Pinazo en profundidad siempre le animaron a salir de su recogimiento, a instalarse en Madrid, a exhibirse entre los círculos que podían lanzarle al estrellato. Él, sin embargo, se limitó a enviar nuevamente algunos cuadros, especialmente retratos, a las Exposiciones Nacionales a partir de 1895. Sucesivamente, en años alternos, ganó una Medalla de Segunda Clase por Retrato del coronel Nicanor Picó y las de Primera Clase por Retrato del comerciante José María Mellado y La lección de memoria, en que aparecía su hijo Ignacio de adolescente.
El éxito nacional le abrió de inmediato las puertas de la Academia de Bellas Artes de San Carlos, en la que ingresó como socio, no obstante, dejando clara su actitud independiente, con un rotundo discurso que no fue publicado hasta casi veinte años más tarde.
El tema: De la ignorancia en el arte. El objetivo: cargar contra la mercantilización, contra la fugacidad caprichosa que alejaba a los artistas de su objetivo real. La reivindicación principal: la eternidad del verdadero arte, del arte humilde, paciente y laborioso, que consigue trasladar a la pintura las pasiones vitales y la belleza.
pese a su plaza en la escuela de artes y oficios de madrid, sólo iba a la capital los días lectivos
Asimismo, el reconocimiento de Pinazo también le llevó finalmente a Madrid, donde hacían carrera, por ejemplo, José Benlliure y Joaquín Sorolla. Tras obtener la Medalla de 1899 se trasladó a la capital de España para acometer el retrato del heredero de la Corona, el futuro Alfonso XIII. Sin embargo, pronto se vio aquejado por una grave pulmonía que, acabados de pasar los 50 años, lastró el resto de su vida con una profunda bronquitis crónica.
Así, a pesar de obtener una plaza de profesor ayudante en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, se limitó a acudir en tren los pocos días de cada mes lectivo en que debía impartir clases. Pronto volvía a su retiro godellense, donde podía dedicarse a su pasión pictórica en solitario.
Sus óleos de comienzos del siglo XX continuaron abriendo caminos, experimentando con el proceso pictórico, ahora incluso en los retratos, derivando hacia la abstracción a través del sentido de la luz y del color como inspiradores de formas y sentimientos. Introduciendo y mostrando, en definitiva, la modernidad pictórica, aunque lo hiciera por su cuenta, apartado, en una búsqueda ensimismada e incorruptible de la belleza y la sublimidad artística.
Así, aunque al final de su vida, con las Medallas concedidas por las Exposiciones de Valencia de 1909 y 1910 y, sobre todo, con la de Honor otorgada en Madrid por la Exposición Nacional de Pintura en 1912, su figura fue nuevamente exaltada, muy pocos alcanzaron a comprender la grandeza de su arte y de su personalidad. Fue profeta en su tierra, pero profeta menor y ciertamente incomprendido.
Cien años después de su muerte, que tuvo lugar en 1916, los herederos de su legado, con el apoyo de las instituciones valencianas, preparan el Año del pintor Ignacio Pinazo. Exposiciones, conferencias, rutas y todo tipo de actividades rendirán merecido homenaje a su figura y darán a conocer la variedad y excelencia de su extensa obra, desde las escenas históricas hasta los instantes populares, desde los paisajes a las marinas, desde los desnudos a los retratos o desde lo más figurativo a lo más abstracto. Una conmemoración que todo artista de su talla histórica debería recibir.
Más allá de estos actos culturales, en cualquier caso, es también el momento de reconocer, comprender y apreciar los valores ligados a la trayectoria pinaziana, unos valores de estimación objetivamente universal que él supo incardinar en la sociedad valenciana a través de su incansable trabajo. Dichos valores son la sencillez, la humildad, la honestidad, la profesionalidad, la integridad y el apego sincero a la tierra. No es, seguramente, casualidad que los herederos de su legado sean sus biznietos, que mantienen intactos la casa y el estudio de Ignacio Pinazo en Godella.
Sería maravilloso que de aquí a cien años los biznietos de sus biznietos continuaran preservando dicho tesoro, con los apoyos públicos necesarios para haberlo convertido en un centro de interpretación que combinara la sencillez y la autenticidad con la búsqueda de la verdad y de la autoestima. Sería, en definitiva, una espléndida forma de seguir las lecciones de vida de Pinazo, como artista y como individuo.
(Este artículo se publicó originalmente en el número de enero de la revista Plaza)