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la opinión publicada

Políticos de plastilina y populismo

Lo de votar en negativo forma parte de una curiosa tradición electoral que celebra como importante que no manden los otros, y asegura de paso que los votantes propios tampoco van a fiscalizar con excesivo interés lo que haga el ganador. Pedrosanchismo en estado puro

| 13/07/2021 | 6 min, 28 seg

VALÈNCIA.- No había demasiadas expectativas depositadas en Joe Biden como presidente de Estados Unidos, salvo en términos negativos: al menos, este señor no es Trump. Si está él, nos libraremos de Trump. ¡Cualquiera antes que Trump!

Con ese ilusionante programa electoral, Biden logró una victoria (ajustada, pero inequívoca) en las elecciones presidenciales de noviembre, cuyo germen estuvo en la elevada participación: nunca tantas personas habían votado por un presidente de Estados Unidos, y hacía mucho tiempo que el índice de participación (62% de la población en edad de votar) no era tan elevado: desde 1960, las elecciones en las que John F. Kennedy venció por los pelos a Richard Nixon —hay quien dice que con el alcalde de Chicago computando votos de fallecidos a mansalva para que los demócratas se hicieran con el fundamental estado de Illinois—.

No hay que menospreciar la capacidad movilizadora del voto en negativo; de hecho, en los tiempos que corren tal vez sea más poderosa que el voto a nuestra opción preferida por ideología o programa electoral: votamos a estos para que los otros no manden o dejen de mandar. Además, el voto en negativo tiene otra ventaja: como lo importante es que no manden los otros, nuestros votantes tampoco van a fiscalizar con excesivo interés lo que hagamos o dejemos de hacer. Dentro de cuatro años ya volverán a votarnos si piensan que los otros pueden ganar.

Esa es, más o menos, la estrategia electoral de Pedro Sánchez, desde el minuto uno de su llegada al poder y hasta la fecha: votadme porque, si no, mandarán los otros. Y ese «votadme» sirve tanto para los ciudadanos como para los parlamentarios que no quieren que «los otros» (el PP) manden, que son casi todos los diputados independentistas —nacionalistas— regionalistas. Más allá de eso, sería interesante saber a qué se ha dedicado Pedro Sánchez estos años, cuál es su ideología o su propósito; en definitiva, qué planes tiene para el país.

La pandemia desnudó a ojos de muchos lo que hoy es una evidencia: el Gobierno es mucho más eficaz en sus estratagemas electorales y propagandísticas, en el juego táctico de la política a golpe de sondeos y convocatorias electorales, que en la gestión de la cosa pública, en donde el Ejecutivo, primero por sus errores y después por incomparecencia, ha dado una pobrísima impresión. 

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Pero tampoco conviene que los partidarios de «los otros», de la derecha española, se apresuren a exigir una oportunidad de demostrar que ellos son diferentes. El problema, en realidad, es que desde la oposición ya están demostrando que no lo son tanto. También Pablo Casado es un político devoto de la imagen y las impactantes declaraciones públicas en los medios y las redes sociales; un político que, si es necesario virar 180 grados una vez, y luego otros 180 para volver a la posición de partida, y otra más, lo hará sin demasiados problemas, siempre y cuando las encuestas del día indiquen que se trata de una buena idea. Es decir, igual que hace Sánchez. Ambos se comportan como enemigos irreconciliables, a los que les parece terrible cualquier decisión o declaración del otro; pero sería interesante saber, en la práctica, en qué se diferencian en materia de gestión, porque el modelo de Casado parece ser el de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que es también una forma de hacer política completamente volcada en la imagen y los sondeos.

Esta política de plástico, o de plastilina, es terreno abonado para que emerjan populismos de toda clase y condición; lo es porque, en realidad, los políticos que así actúan tampoco se alejan tanto de los denostados líderes populistas: mucho discurso, mucha declaración altisonante y poca gestión. No por casualidad la pandemia ha dejado muy debilitados a los máximos representantes del populismo: Bolsonaro en Brasil ve cómo su errática y por momentos ridícula gestión de la pandemia le pasa factura en popularidad e intención de voto, y Johnson en Gran Bretaña tiene continuos problemas para ocultar sus insuficiencias y errores de juicio. Y, por supuesto, Trump perdió las elecciones, al menos en parte, por el impacto de la pandemia, pues no está nada claro qué habría ocurrido si las elecciones se hubieran dado en un contexto de normalidad, por mucho que Trump lograra enervar al máximo a la base electoral demócrata. 

Biden, como Sánchez en 2019, como Rajoy en 2011, como Zapatero en 2004 y como Aznar en 1996, ganó las elecciones porque no era el líder de «los otros», los que mandaban y había que echar. Una vez expulsado Trump, el nuevo presidente de Estados Unidos podría dedicarse a sestear y disfrutar del cargo, pero hay que decir que, por el momento —y esto constituye una refrescante novedad—, no parece el caso: las primeras medidas y declaraciones de Biden anuncian un ambicioso plan de recuperación económica, una estrategia solidaria con el resto del mundo en materia de vacunación que llega incluso a cuestionar la vigencia del sistema de patentes mientras dure la pandemia y, en fin, la idea de que Estados Unidos quiere volver a ejercer su papel de líder mundial en términos positivos, no de matonismo y amenazas. 

Incluso recientemente se ha permitido aconsejar a los empresarios con una soflama revolucionaria: si no conseguís contratar a los trabajadores que necesitáis, pagadles más. ¡A este hombre le ha dado tiempo en estos primeros meses incluso a departir agradablemente diecinueve segundos con el presidente Pedro Sánchez! (Suficientes para que desde La Moncloa nos martilleasen con el nuevo éxito de relaciones públicas del presidente del Gobierno).

Hace doce años, Biden llegó a la Casa Blanca como gris vicepresidente de un presidente que sí logró ilusionar a las masas y que le votasen «en positivo»: Barack Obama. Su nombramiento, en sí, constituyó toda una revolución, pues se trataba del primer afroamericano que llegaba a la cúspide del poder en Estados Unidos. Un símbolo andante de incalculable valor.

Por desgracia, hay que decir que Obama no estuvo a la altura de las expectativas creadas, que eran altísimas. De hecho, tan altas eran que hasta le concedieron un premio Nobel de la Paz al principio de su mandato. Es decir, un premio Nobel preventivo, no tanto por lo que ya había hecho, que era apenas nada, sino por lo que supuestamente iba a hacer. A Biden probablemente no le concedan ningún Nobel, pero al menos intenta hacer cosas, tomar decisiones, aplicar un programa, esas revolucionarias políticas que nuestros modernos dirigentes miran como si se tratase de una nave alienígena, porque implican dejar de lado el supremo deber de salir bien en la foto, pues, aunque no estés haciendo nada de nada, eso en la foto no tiene por qué notarse.  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 81 (julio 2021) de la revista Plaza

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