Hay amor y arte en la casa de Quique Dacosta en Dénia. El hilo conductor de la temporada pasada ya es historia, pero el leitmotiv que guió el menú de 2023 –Por amor al arte– está alojado en cada una de las personas que forman ese equipo a los que el cocinero llama familia.
El hormigueo previo a los viajes o a los días importantes. El que asoma antes de hablar en púbico. Ese cosquilleo que serpentea mientras espero en la entrada de alguno de esos restaurantes con los que llevo tiempo soñando. Eso, y una descarga de entusiasmo casi infantil, sentí al atravesar la puerta del restaurante de Dénia que tantas veces había mirado desde la carretera.
El último viernes de noviembre comí en el restaurante de Quique Dacosta por primera vez. Pensé que era imperdonable no haber venido antes, pero también recordé, al marcharme, lo excitante que es hacer algo por primera vez cuando ya no son tantas las primeras veces que nos quedan.
Comer sola me gusta cada vez más. Amplifica todo. Distingues lo que te habría pasado desapercibido si hubieses estado acompañada. No solo lo obvio. Olfato, oído, vista y tacto entran en un estado de efervescencia, normalmente aplacado por el resto de estímulos. También me gusta el juego de adivinar las vidas y parentescos de las mesas vecinas, cuya conversación es inevitable escuchar si comes sola. Los de mi lado eran médicos. Clientes habituales. De Alicante.
Un ratito antes, me habían dejado asomarme al espacio donde las ideas se convierten en platos. Así que no pude evitar imaginar cómo surgió ese buñuelo ligero de calabaza, de los pocos que repite cada temporada; o el turrón helado de almendras que es como darle un bocado a la provincia de Alicante o ese otro plato tan difícil de olvidar: la fideuà azafranada cuyo fideo elaboran con el agua que sueltan las navajas al cocinarlas al vacío junto con el caldo de moluscos y el azafrán. Un plato que la jefa(za) de cocina del restaurante, Carolina Álvarez –otra de las piezas fundamentales de este puzzle–, diseccionó en directo en el Festival D*na. Daban ganas de levantarse y aplaudir. El mar, claro, tenía su propio acto, el segundo, en forma de Kaiseki. Un delicado fondo marino salpicado de pequeños tesoros acompañados de una sorprendente kombucha de atún rojo que todavía estoy decidiendo si me gustó o no.
Llegó entonces a la mesa la gamba roja, desnuda e insuperable, como el nacimiento de la Venus de Boticcelli. Dacosta, consciente de que es imposible alcanzar tal grado de perfección, la deja ser, sin adornos, sin trucos ni maquillaje, como canta el Kanka con Jorge Drexler. Algo, que creo, le honra. Del tercer acto recuerdo especialmente el arroz, alejado de todos los cánones. Valiente aproximación a un cereal tan sagrado para este territorio. Aquí no hay prejuicios ni temor a los inquisidores. La función termina con tres postres, el primero de ellos, la caja de Piluka, una caja de música que es un homenaje a la madre de Juanfra Valiente, brazo derecho de Quique y unas de las mentes brillantes que moldean los platos desde hace casi dos décadas. De repente me pasó lo mismo que Mr. Ego cuando prueba el ratatouille y vuelve a ser un niño. Yo volví al dormitorio de mi abuela y a la caja de música con la melodía de El lago de los cisnes que mi hermano, mi primo y yo terminamos de destrozar tratando de averiguar de donde venían aquellas notas. Me acordé también de mi madre, y tuve que aguantarme las lágrimas y darle un trago al vino para no echarme a llorar. A mí, que siempre me ha dado entre risa y vergüenza ajena cuando preguntan a alguien en una entrevista si alguna vez un plato les ha hecho llorar y contesta que sí.
Durante toda esta representación, hubo otro actor que desde un discreto segundo plano fue engrandeciendo la obra. Había leído muchos elogios sobre él. Después de conocerle, entendí que se quedaban cortos. Se llama José Antonio Navarrete, y es director de la sala y sumiller de la casa desde hace 18 años. Los vinos que propone más que acompañar, arrullan. Completan y elevan la parte sólida. La hacen todavía más especial. Tengo dos o tres de vinos de aquel día que no se han ido. Uno en concreto, un sauvignon blanc del Loira, me pareció magistral, y de nuevo, me conmovió. Es curioso porque yo suelo renegar de los maridajes. No sé tanto de vinos para apreciarlo en toda su expresión. Y si embargo, tanto aquí como en El Poblet, con ese otro magnífico sumiller que es Hernán Menno, consiguen llevarme hasta un lugar que desconocía.
Antes de irme, y sabiendo que tenía que volver en coche a casa, Navarrete me dio una botella de agua para el camino. Un último "pase" que agradecí y que entendí como una forma elegante de decir "ve con cuidado". El largo paseo que di por la playa vacía mientras el sol se alejaba por las montañas hasta que cualquier atisbo etílico se esfumó acabó de rematar aquel día. La belleza de lo efímero, en un plato, en la copa o en una puesta de sol.
La semana pasada arrancó la nueva temporada en Quique Dacosta Restaurante, y estoy deseando saber cómo esta vez ha conseguido cocinar la belleza.