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ANIVERSARIO de un hito en la historia militar española

Ramón y Emilio, 125 años de la gesta de dos castellonenses entre los últimos de Filipinas

El 2 de junio se cumplieron 125 años del final del sitio de Baler, el último episodio de la historia del imperio en el que nunca se ponía el sol. En una iglesia, 35 hombres -33 militares y 2 religiosos- sobrevivieron a casi un año de penoso asedio sin saber que ya no defendían suelo español. Entre ellos, un sastre de Morella y un panadero de la Salzadella. Solo el segundo tiene hoy una calle en su pueblo, otro de cuyos vecinos, Agustín Ochando, falleció en una emboscada en el mismo poblado filipino en 1897

18/08/2024 - 

CASTELLÓ. Es el canto del cisne del Imperio español. La última bandera española en Ultramar, “una bandera que sostener mientras nos quedara un cartucho”, según Saturnino Martín Cerezo, uno de los tan célebres como desconocidos últimos de Filipinas y el último de los mandos de la plaza. La gesta de los 35 hombres -33 militares y los franciscanos Juan López Guillén y Félix Minaya Rojo- que sobreviven en condiciones extremas durante 337 días, aislados en un rincón del Sudeste Asiático, arracimados en los poco más de 200 metros cuadrados que ocupa una iglesia, mientras ven cómo varios de sus compañeros mueren por el hambre, la enfermedad (el beriberi) y los ataques de los tagalos. Del 30 de junio de 1898 al 2 de junio de 1899, ellos son los únicos españoles que desconocen que son todo lo que queda del imperio en el que un día no se puso el sol. Y entre ellos, dos castellonenses se cuentan entre los supervivientes: un vecino de la Salzadella y otro de Morella. Emilio Fabregat Fabregat, de profesión panadero, y Ramón Ripollés Cardona, sastre.

Quien mejor conoce su historia es Miguel Ángel López de la Asunción, coautor de El sitio de Baler, el fruto de 30 años de trabajo en tres continentes en busca de datos sobre unos héroes tan anónimos como humanos, cuyas familias, repartidas por todos los puntos de España, sufren durante más de un año a la espera de noticias sobre su destino. Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), donde también cursó estudios de Filología Románica, López de la Asunción es miembro numerario de la Asociación Española de Historia Militar (ASEHISMI) y asesor histórico de la Fundación Blas de Lezo, además de desarrollar su carrera profesional en la Fundación José Ortega y Gasset–Gregorio Marañón en Madrid.

El pueblo costero donde se desarrollan los hechos está lejos de todo, distante de Manila “unos 200 kilómetros que aún hoy solo se cubren tras seis horas de conducción por muy deficientes carreteras”, explica. Al poblado apenas llegan los ecos de la revolución filipina, por lo que en octubre de 1897, casi aplastada ésta, los mandos del Ejército español envían a 50 hombres para evitar que su embarcadero se convierta en puerta de entrada de armas o de huida de los insurrectos. A los pocos días, los insurgentes planean un ataque y la mayor parte del destacamento es pasado a cuchillo. Tristemente, allí está el tercer castellonense de esta historia, Agustín Ochando Pitarch. Este joven, precisamente del mismo pueblo que Emilio Fabregat, la Salzadella, está de guardia la noche del 4 al 5 de octubre de 1897, cuando unos vigilantes municipales -cuadrilleros- se le acercan para hablar con él. “Por sorpresa -explica López de la Asunción en su libro- un tercero se le acercó por la espalda y le asestó un machetazo en la cabeza. El centinela, antes de desplomarse, tuvo tiempo de disparar su fusil y dar la voz de alarma: ¡A las armas, cazadores!”. De este modo, antes de morir consigue salvar de este modo a 13 de sus compañeros.

Imagen de la iglesia de Baler, escenario del sitio, tomada en 1901, cuando las tropas norteamericanas se establecen en la zona.

Lo que menos pueden imaginar estos afortunados es que habrá un segundo sitio de Baler, a la firma de cuya paz se planteará el envío de un tercer contingente español, el definitivo, del que ellos mismos formarán parte y al que habrán de sobrevivir tras pasar múltiples penalidades, resistiendo a una fuerza diez veces superior y a otros dos enemigos invisibles: el hambre y la enfermedades, entre las que destaca la incidencia del beriberi, debida a la carencia de vitamina B1 y caracterizada por debilidad general, rigidez de los miembros y aparición de edemas. El consumo de arroz descascarillado, durante meses casi el único alimento a disposición del destacamento, es clave para su desarrollo. A todo ello se suma una larga guerra psicológica que incluye episodios de todo tipo, incluyendo la organización por los sitiadores de juergas con mujeres en las que simulan relaciones sexuales, provocando a los asediados con gritos del tipo “Vosotros no tenéis mujeres”.

Entre los miembros del destacamento, explica López de la Asunción, “encontramos andaluces, aragoneses, baleares, cántabros, castellanos, catalanes, extremeños, gallegos, murcianos, madrileños, navarros, valencianos e incluso el jefe del destacamento era natural de Puerto Rico. Parece como si el destino hubiera querido que en aquella iglesia, marcando el final del Imperio español, hubiera representantes de casi todos los rincones de España”. En su mayoría son de origen humilde, sin opciones para pagar las 2.000 pesetas que costaba la redención, si bien hubo al menos 16 voluntarios en la campaña de Filipinas que sí podrían habérsela evitado. La mayoría tiene experiencia en combate.

Piezas clave del destacamento

No es el caso de Ripollés y Fabregat, si bien ambos serán “dos piezas clave” en esta etapa que comienza en junio del 98, tal y como explica Miguel Ángel López. El segundo porque había de hacer pan “con la poca harina que tenía y tratando de evitar a toda costa a los gusanos”, buscando siempre un racionamiento que diera continuidad a la producción, lo que le daba cierto peso junto al cocinero. Los alimentos podrán ser racionados hasta abril de 1899, cuando el asunto de la comida empieza a complicarse de veras. Y el primero porque su tarea de sastre resultaba esencial y de una importancia crucial para la guerra psicológica: el soldado que saliera a parlamentar con el enemigo “no podía hacerlo de cualquier manera, tenía que atestiguar con su ropa que la situación no era tan desesperada, por lo que intentaban que fuese de punta en blanco”. De puertas adentro, remiendos imprescindibles aparte, Ripollés hubo incluso de realizar una tarea simbólicamente relevante: “tuvo que reconstruir la bandera con la casulla del cura y una malla de un mosquitero”, en unas condiciones extremas, como subraya López. Para más dificultad, al inicio del asedio a la mayor parte de soldados les habían robado los uniformes las lavanderas locales a las que les habían dejado su ropa para su limpieza en los días anteriores, por lo que prácticamente todos entraron a la iglesia solo con lo puesto y algunos estuvieron parte del sitio prácticamente desnudos.

Ramón Ripollés y Emilio Fabregat cumplen con funciones relevantes en el asedio, como sastre y panadero, y a su regreso son agasajados como héroes en Castellón

El destacamento está formado por tres grupos, el más numeroso de los cuales es el formado por el Batallón de Cazadores Expedicionario n° 2, en cuya tercera compañía se encuadran los dos castellonenses. Al comienzo del sitio, dirige las operaciones el capitán de Infantería Enrique de las Morenas y Fossi, a cuya muerte por el beriberi el 22 de noviembre de 1898 sucede en el mando el segundo teniente Saturnino Martín Cerezo.

El sastre Ramón Ripollés es el mayor de los dos castellonenses supervivientes. Nacido en Morella el 6 de octubre de 1870, su padre es de Ares -Fructuoso Ripollés Ortí- y su madre, Marcelina Cardona Cuartiella. A los 18 años entra en el sorteo del reemplazo de 1889, pero resulta excedente de cupo y con una licencia ilimitada vuelve al pueblo. En 1896, figura como sastre y vecino de la calle Baja de la Cárcel. Como escribe López de la Asunción, “sería interesante saber los motivos que le llevaron en 1897” a solicitar ser el sustituto en el servicio de las armas del joven José Callazo Morera, de Canet lo Roig.  Aprobada la permuta, le corresponde el distrito de Filipinas. Tras pasar unas semanas en el regimiento Otumba de Castellón, pasa por Valencia y en Barcelona embarca el 15 de diciembre hacia el archipiélago en el Isla de Panay. Entre sus compañeros de ruta figura el salzadellense Emilio Fabregat, como él uno de los últimos soldados españoles desplazados a Filipinas. Un mes después están ambos en Manila, quedando Ripollés inicialmente en el servicio de guarnición de la capital. Luego, Baler será el escenario de su bautismo de fuego. El 8 de noviembre, es herido leve por una contusión en la mejilla izquierda. Tras el sitio, repatriado a la Península, llega a la estación de Castellón al atardecer del 28 de septiembre de 1899. Es agasajado por las autoridades y alojado en la Fonda Europa, en la Puerta del Sol, donde años más tarde se levantaría el hotel Suizo y antes, el Cuartel del Rey, curiosamente, un establecimiento militar. Así es recogida así su llegada por La Correspondencia de España:

El 1 de octubre solicita su ingreso en la Guardia Civil, que sería rubricada en Barcelona el 7 de noviembre. Mientras tanto, acepta un empleo eventual en el Ayuntamiento de Castellón, en uno de los fielatos donde se recauda el impuesto de consumos, en los accesos a la ciudad, donde trabajará desde el 4 de octubre. A la Benemérita se incorpora en la Comandancia de Barcelona el 12 de marzo, pero su salud, “muy mermada como consecuencia del sitio” le pasa factura, siéndole concedidos varios periodos de licencia por enfermedad. El primer día de enero de 1905 se reincorpora, pero una tuberculosis pulmonar acaba con su vida el 19 de febrero de ese mismo año, como recoge su partida de defunción:

Primeras líneas de la partida de defunción del morellano Ramón Ripollés Cardona.

Al morir sin haber hecho testamento, sus herederos son sus hermanos, Manuel, residente en Barcelona, y Antonia, en Morella. Sufragados por sus compañeros de la Guardia Civil el coste de su coche fúnebre y su corona de flores, en esta se puede leer: "El tercer tercio de la Guardia Civil al guardia Ripollés, uno de los defensores de Baler".

Por su parte, el panadero Emilio Fabregat es uno de los benjamines de los sitiados. Nacido el 30 de diciembre de 1878 en la Salzadella, es el tercero de los cuatro hijos del vilafranquino Cirilo Fabregat Tena y Rosa Fabregat Pauls. Su padre sufre una ceguera derivada de los problemas de salud que le causó su participación como sargento en la primera Guerra de Cuba, finalizada precisamente el año que nació Emilio. Quizá por ello, su hermano mayor Adelino huye a Francia al recibir la llamada para incorporarse a filas, convirtiéndose en prófugo tras intentar infructuosamente convencer al propio Emilio, que empieza a trabajar en la panadería de Ramón Martí Domingo en Santa Bárbara (Tarragona). Con 19 años, el 15 de enero de 1898 llega a Manila y un mes más tarde, sin experiencia en combate, está en Baler. Sin referencias de ninguna actuación destacada en el sitio, no obstante está a punto de morir ahogado en un río “siendo salvado por el soldado (…) Marcelo Adrián, muy probablemente en el camino de regreso desde Balear a Manila”, explica López de la Asunción. Tras su repatriación, al llegar a su pueblo tiene noticia del fallecimiento de su padre en los meses de su ausencia, y sus paisanos le ofrecen un banquete en el Ayuntamiento. A su llegada, acude a visitar la panadería donde había trabajado, como recoge el Diario de Tortosa el 25 de septiembre:

Una semana más tarde está en Castellón, donde Heraldo de Castellón recoge -aun con la errata reiterada en su apellido, con un Montserrat por Fabregat- los detalles de la acogida por parte del gobernador militar, Federico Ascensión, el gobernador civil Juan Antonio Mañas y el alcalde Joaquín Peris, además del delegado provincial de la Cruz Roja, Francisco Vea. Empleado provisionalmente como ordenanza de Consumos en Castellón, “con un sueldo de dos pesetas diarias”, vive brevemente en el número 59 de la plaza del Rey don Jaime, puesto que en 1904 hará ingreso en el Cuerpo de Carabineros, como había solicitado. Destinado inicialmente en Madrid, se casará con la utielana Remedios Giménez García, con la que tendrá tres hijos. Ascendido a guardia de primera en 1909, pasa al servicio de aduanas del puerto de Valencia. Allí, según “testimonio familiar” recogido en el libro El sitio de Baler, “el hecho de declinar el ofrecimiento de involucrarse en ciertos asuntos turbios le acarreó múltiples problemas con algunos de sus compañeros”. Destinado después a Barcelona, allí se jubilará, con empleo de sargento, en 1928. No obstante, en la Guerra Civil se le moviliza como capitán instructor de tropa en el Ejército republicano “arreglándoselas, no obstante, para abandonar las milicias en cuanto le fue posible”. Ya en 1945, pese a haber servido en las tropas derrotadas, se le concede el empleo de teniente honorario del Ejército español.

Tras mudarse la familia a Monzón (Huesca), enviuda en 1953 y siete años más tarde, el 1 de abril de 1960, muere a los 81 años por un colapso cardiopulmonar, siendo enterrado allí, donde aún hoy reposan sus restos. Solo faltan 4 años para el fallecimiento del último de sus compañeros en Baler, el jiennense Felipe del Castillo.

Un porqué simple y complejo a la vez

De vuelta a la historia de aquellos meses que Ripollés y Fabregat comparten en Filipinas, es preciso constatar que cada vez que alguien recuerda la hazaña, sobre aquellos meses y sus involuntarios protagonistas sobrevuela la eterna pregunta. ¿Cómo fue posible la resistencia y por qué se resistieron a capitular, pese a que este tercer sitio pudo finalizar en medio año? El 10 de diciembre se firmó el Tratado de París, por el que acabó la guerra hispano-estadounidense y España renunció a la soberanía de Filipinas, Cuba, Puerto Rico y Guam.

Desde entonces, Baler era apenas un rincón olvidado de la primera y frágil República Filipina. Por si fuera poco, en la primera semana del asedio en Baler, España perdía la batalla naval de Santiago de Cuba y con ella, la isla entera. Sin embargo, nada de ello existió para los sitiados, porque estos “no tenían veracidad de que la guerra había acabado, dado que las noticias les llegaban del enemigo y deciden no fiarse”, argumenta López de la Asunción. “Su desconocimiento de la situación real era total, y a la desconfianza de los mandos españoles se suma el exceso de conocimiento por parte de los insurrectos filipinos, que saben que ha caído Manila y creen que en Baler van a durar dos días”. Esa falta de información fiable es la que los mantiene con esperanzas, mientras los filipinos se relajan, no tienen prisas. Tras el repaso de toda la documentación, el historiador concluye que aunque es un hecho muy extraño, “hay explicación para todo, desde que un interlocutor dice ser militar español pero va vestido de paisano, hasta una orden que llega sin número de registro y otros defectos de forma de las diferentes comunicaciones recibidas, que son rechazadas porque no las ven de confianza”, remata López de la Asunción.

El vapor 'Alicante', con los supervivientes, a su llegada al Moll de la Pau de Barcelona, el 1 de septiembre de 1899.

En su declaración en el juicio contradictorio para la concesión de la Laureada a oficiales y tropa, el 22 de diciembre de 1899 en Castellón, Ramón Ripollés corrobora estas circunstancias: “Que continuamente hubo combates (…) teniendo por nuestra parte únicamente dos heridos graves que fallecieron como consecuencia de las heridas y siendo heridos levemente en varias ocasiones la mayor parte de toda la fuerza que componía el destacamento como consecuencia de pedazos de piedra arrancados del muro por los proyectiles del enemigo. Que muchas veces se presentaron parlamentarios y que como su objeto ya sabían que era intimar la rendición, la mayor parte de las veces no les hacían caso ni recibían”.

En los meses del sitio, estos intentos de poner fin al sitio serán numerosos por parte de las autoridades españolas, que sin embargo no logran su objetivo, generándose una incomprensión mutua creciente al cabo del tiempo. Los sitiados no entienden por qué no acuden refuerzos, creyendo que el conflicto continúa. Llegará incluso un cañonero norteamericano -el USS Yorktown- para facilitar la evacuación de los españoles, sin que estos acepten la operación. También los filipinos lo intentan sin suerte. Finalmente, en mayo de 1899, el teniente coronel Cristóbal Aguilar y Castañeda es enviado por el general Diego De los Ríos y Nicolau -gobernador general de Filipinas encargado del repliegue del Ejército español- para parlamentar con los sitiados y tratar de convencerlos. Entre otros argumentos, Aguilar lleva consigo varios periódicos españoles para dar credibilidad a sus noticias. Sin embargo, el segundo teniente Martín Cerezo, al mando del destacamento, cree que se trata de falsificaciones y despacha a Aguilar. Sin embargo, el 2 de junio, releyendo esos mismos periódicos se encuentra con una nota aparentemente anodina, pero que resulta clave. Se trata de un cambio de destino del segundo teniente de la Escala de Reserva de Infantería, Francisco Díaz Navarro, que pasa a ser destinado en Málaga. Martín Cerezo, íntimo amigo de Díaz, recuerda la intención de éste de pedir el traslado a la capital andaluza al término de la guerra. Es definitivo: el periódico es español y la noticia, cierta. El suelo que pisa, comprende al fin Martín Cerezo, ya no es español y su lucha carece de sentido.

Con esa certidumbre, queda elegir entre capitular o intentar salir a la fuerza. Sometida la decisión a la conversación con sus subordinados, se opta por la primera opción, con unas condiciones que los filipinos aceptan ese mismo 2 de junio. La tercera cláusula del acta que firman las dos partes es clave: “la fuerza sitiada no queda como prisionera de guerra, siendo acompañada por las fuerzas republicanas adonde se encuentren fuerzas españolas o lugar seguro para poderse incorporar a ellas”.

Los supervivientes del sitio, en el Palacio de Santa Potenciana de Manila, antigua residencia del gobernador, el 7 de julio de 1899.

El necesario reconocimiento

Con casi un centenar de conferencias a sus espaldas pronunciadas por toda España, el coautor -con Miguel Leiva Ramírez- de El sitio de Baler repite siempre que es más que necesario, un acto de justicia el reconocimiento a los últimos de Filipinas como autores de una gesta heroica: “no tanto como una exaltación o un homenaje, que también, sino sobre todo como agradecimiento a quienes estuvieron defendiendo lo que había que defender a su juicio, como militares y españoles -no lo olvidemos- en una provincia plenamente española”. López de la Asunción reclama su valor como “ejemplo para una sociedad que carece de ellos en la actualidad, de gente que cumple con su obligación hasta las últimas consecuencias: se pudieron rendir pero no lo hicieron”. No en vano, “de las cualidades que se pueden esperar de un soldado, todas estuvieron presentes: abnegación, valor, disciplina, espíritu de sacrificio, sentido del deber, compañerismo, afán de superación, lealtad, honor, obediencia, responsabilidad, moral, decisión, fidelidad y patriotismo”.

Por todo ello, aún hoy el historiador subraya la relevancia de gestos como el que Salzadella tuvo con la memoria de Emilio Fabregat, al ponerle su nombre, el 8 de noviembre de 2008, a una calle de la localidad. El homenaje, que incluyó una exposición, una conferencia y la proyección de la película Los últimos de Filipinas de Antonio Román, contó con la presencia de Monina Estrella Callagan-Rueca, en representación de la Embajada de Filipinas en España.

El investigador Miguel Ángel López de la Asunción, en la calle Emilio Fabregat de la Salzadella.

Sin embargo, la reparación sigue incompleta, en Castellón como en otros rincones de España, si bien cada vez son más los soldados de aquel destacamento cuya memoria ha sido honrada en sus localidades de origen. En la Morella de 2024 aún no existe ningún signo permanente en el espacio público que recuerde la figura de Ramón Ripollés. Carlos Sangüesa, historiador y director de los museos de la localidad, recuerda que hace unos años, con motivo del centenario de la muerte del soldado, se realizó un ciclo de conferencias con una exposición. No obstante, subraya López de la Asunción, “nunca es tarde para hacer lo debido”.

El primer reconocimiento general al destacamento de Baler llegó en 1942, cuando el primer franquismo concedió el grado de Teniente Honorario del Ejército Español “a los que tomaron parte en las Cruzadas del siglo XIX”, entre ellos quienes defendieron Filipinas. Con ello, los diez que seguían vivos en ese momento -entre ellos, Emilio Fabregat- recibirían una pensión extraordinaria de 6.000 pesetas anuales.

Desde el lado del enemigo ya se había reconocido el valor de la gesta de los sitiados en Baler el 30 de junio de 1899, cuando se cumplía un año del inicio del asedio. El primer presidente filipino, Emilio Aguinaldo, es quien firma el decreto siguiente:

"Habiéndose hecho acreedoras a la admiración del mundo las fuerzas españolas que guarnecían el destacamento de Baler, por el valor, constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres aislados y sin esperanzas de auxilio alguno, ha defendido su bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo culto a las virtudes militares e interpretando los sentimientos del ejército de esta República que bizarramente les ha combatido, a propuesta de mi Secretario de Guerra y de acuerdo con mi Consejo de Gobierno, vengo a disponer lo siguiente:

Artículo Único.
Los individuos de que se componen las expresadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino, por el contrario, como amigos, y en consecuencia se les proveerá por la Capitanía General de los pases necesarios para que puedan regresar a su país."

En recuerdo de ese decreto y desde el 22 de julio de 2002, el 30 de junio es oficialmente el Día de la Amistad Hispanofilipina. Una amistad que tuvo su raíz en la guerra y su origen en una de las páginas ineludibles de la historia militar de España.

Agradecimiento. Este reportaje no hubiera sido posible sin la colaboración del secretario del Museo de Historia Militar de Castellón, José Antonio Domingo.

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