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el callejero

Ramón, el ‘general’ de los granaderos de la Semana Santa Marinera

Foto: KIKE TABERNER
31/03/2024 - 

Ramón revisa la tropa sin parar. El veterano granadero se tira toda la procesión arriba y abajo. A uno le corrige un detalle de su vestimenta. A otro le afea que esté todo el rato saludando a los amigos que están en la acera. Maldice también al vecino que ha dejado una furgoneta aparcada en la calle de la Marina, una esas callejuelas del Cabanyal, y complica el paso de la anda con la imagen de la Virgen de los Dolores. Al compañero que abre la comitiva le da una consigna, pero en cuanto se da la vuelta, este, un poco harto, farfulla una protesta ininteligible. “A mí me llaman el jefe”, presume Ramón Ramírez, que tiene 74 años y lleva desde los tres saliendo en las procesiones de la Semana Santa Marinera.

La fiesta ha cambiado mucho en estas siete décadas. Ahora está llena de turistas que lo registran todo con los móviles y fotógrafos aficionados con ínfulas que se sienten los reyes de las calles porque llevan una cámara decente. Los bares de la barriada también están llenos de curiosos. Unos, como La Aldeana, lo tienen todo perfectamente organizado. La bodega impoluta, las mesas asignadas desde el día anterior, las ollas haciendo ‘chupchup’. Pero otros, como el Dique, son un todos contra todos. Clientes contra camareras en una lucha encarnizada para lograr un bocadillo. El jolgorio de las mesas y una acústica nefasta ganan el pulso con las bandas de tambores y cornetas que pasan cada cinco minutos por la puerta. Algunos músicos entran con sus zapatos de charol relucientes, abren ellos mismos la nevera y se cogen unas cervezas. El caos reina en el Dique, aunque todo el mundo acaba almorzando tortillas de habas, albóndigas de bacalao y otros manjares que lucen en el mostrador.

Mientras, esperando a que sea la hora de iniciar el Vía Crucis del Viernes Santo, pasadas ya las diez de la mañana, los granaderos, pitillo va, pitillo viene, matan el tiempo hasta que llega Ramón y ordena que empiece la marcha. Graznan entonces su sonido metálico las trompetas y las cornetas de la banda de La Coma, los granaderos se calan el gorro emplumado, bajan el velo transparente con el que se cubren el rostro únicamente el día de Viernes Santo y avanzan con su lento bamboleo.

Su primera procesión junto al Lleter

Cuando Ramón tenía tres años, el Tío Toni, que era el presidente de la cofradía de los Granaderos, se plantó un día en la Peluquería Ramón, donde trabajaba su padre en la plaza de Nuestra Señora de los Ángeles, para preguntar por el chiquillo. El hombre le dijo que estaba en casa, que pasase. Toni entró y, al ver a la madre, le repitió la misma pregunta: “A on está el xiquet?”. Y esta le contestó que estaba en el corral. Un poco después salían el adulto y el niño cogidos de la mano. “Ara te’l torne”, dijo Toni antes de salir por la puerta. Un buen rato después volvieron juntos, otra vez de la mano, pero el hijo del peluquero iba vestido de granadero. “Eso fue en 1952 y a mi madre le encantaba contarme esa historia. Luego me pusieron a procesionar al lado de un hombre del barrio, Vicentico el Lleter, que iba siempre de capitán”.

Sus padres no eran aficionados a la Semana Santa. Ellos dejaron el Rincón de Ademuz en 1942 y se instalaron en los poblados marítimos. El padre trabajó al principio en la fábricas de conservas, pero a los tres años lo dejó, abrió la peluquería y ya no se movió de allí hasta que murió. Debe ser algo de familia. Porque Ramón entró con 16 años en el concesionario de Vicente Giner y no se jubiló hasta 50 años más tarde, cuando murió el primer propietario. Ramón, a quien muchos en la cofradía llaman el Tío Ramón, le encontró su punto a la Semana Santa Marinera y ha faltado nunca desde aquella primera procesión al lado del Lleter. En total, 71 años vestido de granadero. Y ahora, ya con 74, presume de que cree que es el más mayor que de los que salen en procesión.

El cofrade le transmitió la pasión a sus tres hijos y a sus dos nietos. Granaderos todos ellos. Cuando aún era un joven de 22 años, en 1971, Ramón vio que aquello estaba en decadencia y, con otros cinco amigos, se hizo con el mando de la cofradía. “Éramos 23, la cogimos y hasta ahora. He estado 43 años de presidente. Ahora la lleva mi sobrino Jorge con otros chicos que me los he criado yo”, explica Ramón Ramírez dos días antes del Viernes Santo en la sede de la cofradía.

Los granaderos son los herederos de aquellos soldados napoleónicos de la Guerra de la Independencia Española que fueron custodios de la Virgen. En la huida se dejaron los trajes y los cogieron los pescadores. El inicio de la cofradía es difuso. Hasta hace no mucho se pensaba que estaba en 1929, pero recientemente le han llegado informaciones que podían adelantar su origen a 1922. Ramón cuenta eso y señala hacia la pared, donde hay, encima de una maqueta de la iglesia de los Angeles, un retrato de un hombre y un niño vestidos con el uniforme de los granaderos. “Nos lo regaló una mujer en una misa y nos dijo que eran su padre y su abuelo, y que la fotografía era de 1922”.

Salían desde El Casinet

Cuando Ramón cogió la presidencia propuso tener un día dedicado a su cofradía. Por eso, desde 1978 empezaron a procesionar el Viernes de Dolor -el anterior al Viernes Santo-. El histórico granadero recuerda que antiguamente las hermandades no tenían locales y se reunían en los bares. El de los granaderos era El Casinet, un local histórico, fundado en 1908 por la sociedad ‘El Progreso de los Pescadores’, que estaba en la calle Pintor Ferrandis. “De ahí salíamos nosotros. Y otras hermandades salían de otros bares: Canela, Marcial, Dique… Nos reuníamos en los bares porque no teníamos nada más”.

Ese Viernes de Dolor, su día grande, hacen una misa y sacan a la Virgen de los Dolores. Los tiempos han cambiado y la cofradía tiene ahora una planta baja en la calle Tramoyeres en un edificio de cuatro plantas. Compraron el local en 1998 y allí se pasan la Semana Santa: almuerzos, comidas, cenas y procesiones. Algunos se confunden y piensan que la cofradía, como si fuera una falla, es un lugar para pegarse la fiesta. A esos, Ramón los llama a capítulo y les lee la cartilla. Durante todos estos años, Ramón se ha tomado muy en serio lo de ser el jefe y hay pocos que se hayan librado de sus broncas. “Algunos dicen que soy un dictador, pero esto hay que llevarlo así”. Esta partida se juega con sus reglas. Por eso también son los únicos que no han abierto las procesiones a las mujeres. Los granaderos son todo hombres, y solo dejan a ellas ir como personajes bíblicos, como la Verónica, la Dolorosa, o a las mujeres que quieran salir como clavariesas… al final de la comitiva, por detrás de la imagen.

Su Semana Santa empieza el día de la Dolores. Ese viernes cierran el septenario con la séptima misa, luego sacan a la Dolorosa y al final de la procesión la devuelven. Hasta el Domingo de Ramos que la vuelven a sacar y la conducen hasta la casa del feligrés que ha querido tenerla en su casa, como manda la tradición en la Semana Santa Marinera. Allí se queda hasta el Viernes Santo, que salen en el Vía Crucis y en el Santo Entierro. Su último acto es el encuentro con Jesús en la Cruz, el Domingo de Resurrección.

Salvo el Viernes Santo, visten con pantalón y fajín blancos, una chaqueta que antiguamente era de pana y ahora es de terciopelo, y el sombrero con el plumero, que antes llevaba pluma de gallina y en los tiempos modernos, de marabú. Ramón Ramírez, como el del trabalenguas, se viste los cuatro días de rigor. “En 71 años no he fallado ni uno”.

Aunque una vez, a finales del siglo pasado, estuvo a punto de dejárselo para siempre. Su hijo Rubén, que solo tenía 19 años, murió en un accidente de tráfico. A Ramón se le fueron las ganas de todo y dejó la cofradía. Su amigo del alma, que entonces era el presidente de Junta Mayor, se unió a su dolor y se marchó con él. Pero la cofradía no le dio la espalda al Tío Ramón y le insistió en que tenía que salir con ellos en Semana Santa. “A última hora, el Viernes Santo, sin decir nada a nadie, me vestí de negro, me puse la careta y salí en procesión”, recuerda con la voz temblorosa.

El fallecimiento de su hijo, eso sí, le arrebató la fe de golpe. El mismo hombre que se pasaba la noche del Jueves Santo rezando, decidió no volver a pisar una iglesia. “Yo, que incluso llegué a ser monaguillo de niño, le dije al cura: ‘El día que usted me traiga a mi hijo, volveré’. No he vuelto, solo de paso. Se me fue todo. Y si no es por la cofradía, estaría fuera de todo”. Pero algo tienen la cofradía y la Semana Santa, que no ha logrado darles la espalda. Tras la muerte de su hijo, y de tres de sus mejores compañeros en la hermandad, dejó la presidencia. Ramón vuelve a girarse hacia su derecha y señala los tres retratos, uno encima del otro, que hay en una esquina: “Son el Tío Vicentico, Salvador, que era mi mano derecha, y Manolo, mi mano izquierda. Fallecieron los tres sin llegar ninguno a los 60 años.Y dije que, después de lo de mi hijo y esto, no quería seguir como presidente”.

Recuerdo del antiguo Cabanyal

A su espalda, llama la atención una fotografía enorme de los ojos llorosos de la Virgen de los Dolores. A Ramón, el descreído, le gusta tener a la Dolorosa cerca. Así de estrecha y misteriosa es la relación de los cofrades con sus imágenes. Y por ella, quizá, Ramón no ha faltado nunca desde 1952. Ni siquiera el año que estaba haciendo el servicio militar. “Estaba haciendo en Bétera y esa semana tenía guardia. Estaba convencido de que me perdía la Semana Santa. Pero llegaron los mandos y me dijeron que podía irme. Vinieron mis amigos, me recogieron y encontré a la cofradía en la calle Escalante, haciendo el encuentro”.

¿El final? Ramón dice que seguirá mientras se encuentre bien. Y se encuentra fenomenal. Es cierto que añora el ambiente, más puro, más auténtico, más castizo, de sus primeros años como cofrade. “El barrio era muy distinto. Las familias engalanaban los balcones con colchas y sábanas. Todas las casas se pintaban una vez al año y era antes de Semana Santa con azulete y pintura. Se hacían las clásicas comidas de Semana Santa: rollitos de anís, potaje, las albondigas de bacalao, titaina… Pero en todas las casas. Mi padre también me enseñó un licor que hacían y que se llamaba el ‘meneao’. Lo hacían en las gavetas de lavar con vino y un licor que no decían qué era, y lo sacaban el Viernes Santo con rollitos de anís y pasitas. A las dos y tres de la mañana, las madres y las abuelas, pobretas, sacaban las sillas al recorrido para colocarlas atadas con cuerdas. El barrio tenía mucha vida y se vivía en la calle. No había coches ni nada. Durante todos esos días, la noche se vivía de manera muy cristiana”.

Ramón no se ha movido del barrio en 74 años. Ya quedan pocos oriundos. El barrio y la fiesta han cambiado. Ahora la Virgen avanza en el Vía Crucis frente a fachadas de edificios de los que asoman chavales con las sienes rapadas y gorras puestas de lado que graban el paso con gesto despreocupado. Pero se mantienen algunas costumbres y la mujer de Ramón sigue cocinando los ‘suquets’ y el ‘all i pebre’.

A pesar de los temores, ha salido el sol y la procesión luce radiante. Cerca de un centenar de granaderos caminan erguidos y orgullosos por las calles del Cabanyal. Ramón es uno más. Se pone serio, pero se le escapa una media sonrisa de pura felicidad. Es Viernes Santo, tiene el estómago contento después del almuerzo y procesiona en el Vía Crucis mientras suena una saeta hermosa. Ramón tiene 74 años y se siente como si tuviera 20.

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